Abro mis ojos cada mañana, con la sensación de tu cabello reposando en mi almohada, siento que puedo oler tu perfume, ése que te regalé la tarde que fuimos a pasear sin rumbo y que no dejaste de usar un solo día desde entonces, volteo lentamente y sólo puedo ver el vacío a un lado mío; los recuerdos de tiempos pasados llegan a mi mente, cuando temprano te escuchaba andar por la casa, siempre fuiste un pajarillo madrugador que con un beso me despertaba cada mañana; ahora me despierto a falta de querer soñar, porque cada vez que cierro mis ojos mi mente quiere ir a donde tú estás.
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Todo un pordiosero – Cuento de Rusvelt Nivia Castellanos
Es verdad, no se lo puedo ocultar a nadie: yo vivo en la puta calle, vivo en la perra miseria. Llevo más de siete años de estar sufriendo en este aquietado pueblo de Murimá. Escasamente tengo el vicio del bazuco que se me queda aplastado contra la cara. Por eso, por esto duro, me ha tocado tragar hasta gallinas podridas. Así de mal. No soy sino un pordiosero, quizá un poco culpable de las faltas que antes de chanda cometí. Ya por cierto experimento los rudos tiempos de la vejez mientras sigo sin una tumba en donde no puedo acabar de morirme. De estos restos me mantengo vestido con un traje gris. Así que me sé sucio y mártir. Pero no puedo quejarme de esta penuria mía. Me resulta clara toda la inopia íntima, que admito por esta perdición individualista. En sí, me soporto las ofensas de la gentuza callejera porque sé que he cometido muchas perversiones, desde cuando comencé con los desvaríos de mi juventud, ahora más que pérdida. Y es bueno confesarlo como es prudente aceptarlo; sin querer buscar las evasivas, estoy abatido.
La siesta – Microrrelato de Hugo Jesús Mion
Don Pablo dormitaba en la mecedora, instalada bajo el amplio alero de la vieja casona. Por la galería corría un poco de aire fresco, que resultaba agradable, para contrarrestar los efectos de la tarde veraniega. La calma, obligada por la intensidad del sol, se había adueñado del jardín y sólo podía oírse un vago rumor de hojas y algún insecto, que trajinaba a la sombra de los arbustos.
Del laurel – Cuento de Adriana Cabrera
Dedicado a Armando Tejada Gómez, autor de la “Zamba del Laurel”
Si lo verde tuviera otro nombre, debería ser el tuyo. Hoy vuelvo a la orilla del río, mucho más cerca de la ciudad de entonces y ahí estás con tu vincha azul y las dos trencitas.
Campeón viejo – Cuento de Ismael Mendoza
Recuerdo bien al viejo. Sentado en su rincón, inmóvil, ausente. Estatua de cobre que respira. Nudillos hinchados, cicatrices abultadas y un ojo ciego. Reposaba entonces en su banquillo como tanto tiempo atrás, esperando el siguiente campanazo, con el cuerpo inclinado hacia adelante, como ansiando salir para poder saber si aún quedaba algo de lucha en sus cansadas piernas. Gruñía, refunfuñaba y se quejaba. Sobaba sus costillas maltrechas intentando sacarles un golpe que hace mucho dejó de estar ahí. Luego apretaba sus nudillos doloridos e hinchados, pasaba la mirada por las cicatrices de sus manos mientras hacía recuento de qué fractura llegó en qué pelea y cerraba sus puños con fuerza para hacer crujir sus articulaciones.
El sonido del corazón – Cuento de Eduardo Viladés
En mis conferencias apago el sonido de la proyección y animo a los estudiantes a que traten de comprender lo que ocurre. La mayoría lo consigue porque la comunicación va más allá que las palabras. Cuando alguien sonríe, frunce el ceño o esboza una mueca está haciéndose entender. La postura de nuestro cuerpo y los movimientos rompen las palabras, que adquieren la forma de nuestro silencio… Me llamo Montse, soy pedagoga y mi hijo Enrique es sordo de nacimiento. Desde pequeño le he enseñado que no hace falta oír ni hablar como los demás para llevar una vida normal, pensamientos que comparto plenamente con mi marido, médico de profesión y todo un padrazo. Vivimos en una sociedad ruidosa, puertas que chirrían, ventanas que se cierran de golpe, bocinas de autobuses, la vecina del quinto que increpa a su hijo porque se ha olvidado el bocadillo del colegio, frenazos de coches, chillidos, gritos. Dicen incluso que permanecer en una atmósfera sin sonido, algo similar a lo que experimentan los astronautas en el espacio exterior, haría enloquecer a cualquiera… Aproximadamente tres de cada mil niños recién nacidos tiene algún grado de hipoacusia. Pueden sufrirla en uno o ambos oídos. Enrique sufría sordera severa. Al principio no queríamos hacer caso a las evidencias. No se sobresaltaba ante un ruido muy fuerte ni se tranquilizaba cuando le susurraba cosas bonitas al oído o le cantaba una nana. Cuando mi marido llegaba del trabajo y se acercaba a la cuna para decirle alguna bobería, Enrique no dirigía la mirada a su padre ni giraba la cabeza. Una vez leí que la información auditiva permite a los seres humanos controlar el medio que les rodea, discriminando lo importante de lo trivial, incluso en los sueños. ¿Cómo eran, por lo tanto, los sueños de mi hijo? ¿Cómo asimila un niño sordo el mundo que lo circunda? Tuve muchos problemas durante el embarazo al tener ya más de 40 años y Enrique nació prematuramente. Pesó menos de un kilo y medio y tuvo que pasar una larga temporada en la incubadora. Pero estaba vivo, era lo único que me importaba. Más adelante los médicos me dijeron que su escaso peso y el hecho de ser prematuro podrían explicar su sordera… Aunque yo había estudiado pedagogía y me había especializado en discapacidades físicas como la ceguera, desconocía que el 80% de las sorderas infantiles están presentes en el momento del nacimiento y que la mayoría de los niños sordos convive con familias que escuchan con normalidad. Nos dimos perfecta cuenta de que Quique no era como los demás niños a partir de los siete meses. El bebé no imitaba ningún tipo de sonido ni reaccionaba cuando le hablábamos. Se quedaba dormidito en la cuna con la mirada perdida y tan sólo nos observaba si le tocábamos o le hacíamos alguna carantoña. Llamarle por su nombre no llevaba a ninguna parte porque se quedaba impertérrito. Con el paso de los años, en muchas ocasiones el niño tendría súbitas sensaciones de mareo, presión en el oído o experimentaría ruidos y zumbidos molestos. Lo pasé muy mal, noches enteras de insomnio, discusiones con mi marido por el modo en que debíamos tratarlo, peleas con mi madre, que quería enseñarme cómo educar a mi propio hijo. Pero lo más duro lo vivía conmigo misma. La relación del sonido con las emociones es una parte importante del lazo que une a una madre con su hijo, algo que capta el bebé desde los primeros meses de edad. ¿Cómo conseguiría que Enrique me quisiera y supiese quien era realmente si ese nexo estaba deteriorado? Su cara escondía la realidad de su alma, pura y poderosa. Era un retaco de rizos a lo Shirley Temple y ojos aguamarina, mofletes puntiagudos y labios carnosos, hasta el punto de que mis amistades bromeaban conmigo preguntándome si había puesto bótox al niño. Los compañeros de mi marido me dijeron que la hipoacusia de Enrique era severa, pero que con persistencia y empeño podría llevar una vida más o menos normal. Le hicieron varias audiometrías para establecer un diagnóstico y determinar las características de la pérdida de audición. A los tres años y medio le llevamos a una escuela de integración en la que convivía con niños sordos y oyentes. Desde el primer momento quise comunicarme con mi hijo. Me hacía gracia porque yo me caracterizaba por hablar mucho, conmigo misma y con los demás. Escudriñaba el mundo prestando mucha atención a los pequeños detalles, a los sonidos que me llegaban de cualquier parte. Después, escribía relatos que leía a mi marido de vez en cuando o que publicaba en algún periódico local. Contar historias era imprescindible para entenderme mejor a mí misma y ahora lo sería para entender a mi hijo… El aislamiento que puede sufrir una persona por la incapacidad de establecer un contacto libre con otros seres humanos es enorme. Así que opté por la incorporación temprana del lenguaje de signos. Lo aprendimos mi marido y yo en una academia y Quique no tuvo ninguna dificultad. Era un niño muy listo.
El viejo – Miguel Enrique González Troncoso
Teófilo Buenaventura esperaba la señal del semáforo para cruzar la calle. Se dirigía al almacén de don Mario, distante a dos cuadras de su casa, en la esquina de calle Latadía y Américo Vespucio.
La soledad y sus arrugas || Cuento de Enrique Esparza Vázquez
Mi reloj de mano ya marcaba las diez de la mañana y Norma seguía sin tocar mi puerta. Llegué a creer que los comentarios de Clotilde la habían desanimado, pero Norma no es una mujer vulnerable y me es difícil creer que esa fuera la razón por la que no haya venido ni el jueves ni el sábado. Dejé pasar las horas hasta que todas mis amigas se fueran para salir a buscarla. Fue una mañana larga, pues mis ojos no dejaban de mirar la hora, me sentía desesperada, pues a cualquiera de nosotras, por nuestra edad, ya nos puede pasar de todo. Un día te duelen los pies, al otro día la cabeza, por la noche se te sube la presión, por el día se te baja… en fin, ya eran las dos de la tarde cuando pensé si primero recogía la terraza o me dirigía directo a casa de Norma, pero pensé que era ilógico quedarme a limpiar cuando toda la mañana esperé el momento para salir a buscarla. Tomé mi gabardina por si el viento era fuerte o por si en el transcurso del camino se soltaba la ventisca, salí de mi casa sin avisarle a mi marido y cerré con seguro la puerta.