Etiqueta: cuentistas colombianos

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Pipo, “El marinerito” – Microrrelato de Baltasar Botavara

Había una vez, en los tiempos de la intrepidez, un Pipo marinerito, hijo de Mímir y Ran, que un barquito quería comprar porque quería salir a navegar, pero en su reino no lo podía negociar porque como aquel allí no había ninguno igual, así que lo compró en otro reino muy lejano, mucho más lejos que Fram, ese el del astillero Fujian.

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La montaña ahuecada – Cuento de Carlos Mario Mejía Suárez

Primero fue dueño de nada. Fue recogiendo entre los desechos de otros lo que necesitaba cada día. Era una época de enormes haciendas y tierras de nadie. Y una de esas tierras sin dueño era una montaña de pelados desfiladeros. Un día, él encontró allí una piedra olorosa, rasposa y amarilla. En aquel entonces se quedaba estéril la metrópoli, por allá en lo que para él y los suyos era un paraíso apenas concebible. Resultó que su piedra al ser procesada devolvía a la vida suelos cansados. Los ricos de su propio país, temiendo ser ellos quienes tendrían que hacer el trabajo de poner a producir esa montaña baldía, no rechistaron cuando él pidió del gobierno la propiedad de aquella peña árida. Con los brazos de otros que se veían como él, construyó el primer túnel del cual saldrían carretadas de piedra; pero no en carretas, sino a hombro humano.

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Todo un pordiosero – Cuento de Rusvelt Nivia Castellanos

Es verdad, no se lo puedo ocultar a nadie: yo vivo en la puta calle, vivo en la perra miseria. Llevo más de siete años de estar sufriendo en este aquietado pueblo de Murimá. Escasamente tengo el vicio del bazuco que se me queda aplastado contra la cara. Por eso, por esto duro, me ha tocado tragar hasta gallinas podridas. Así de mal. No soy sino un pordiosero, quizá un poco culpable de las faltas que antes de chanda cometí. Ya por cierto experimento los rudos tiempos de la vejez mientras sigo sin una tumba en donde no puedo acabar de morirme. De estos restos me mantengo vestido con un traje gris. Así que me sé sucio y mártir. Pero no puedo quejarme de esta penuria mía. Me resulta clara toda la inopia íntima, que admito por esta perdición individualista. En sí, me soporto las ofensas de la gentuza callejera porque sé que he cometido muchas perversiones, desde cuando comencé con los desvaríos de mi juventud, ahora más que pérdida. Y es bueno confesarlo como es prudente aceptarlo; sin querer buscar las evasivas, estoy abatido.