El pintor – Cuento de Miguel González Troncoso

A través de la ventana del dormitorio ubicado en el segundo piso, Bartolomé, de ocho años, miraba atentamente al hombre que caminaba en dirección a la casa llevando al hombro una escalera.

Cuando sonó el timbre salió de su habitación y bajó tímidamente a la cocina, donde su madre daba instrucciones al recién llegado.

—Bartolomé —dijo ella—, este señor es don Mario, y es el maestro encargado de pintar toda la casa. Estará con nosotros varios días, por lo que evita molestarlo con tus juegos. No debes distraerlo —agregó.

El maestro pidió permiso y pasó a la sala de baño del personal de servicio donde se colocó su mameluco de mezclilla de color azul, en el que resaltaban una infinidad de pequeñas manchas de distintos colores. Después, se dirigió al segundo piso y entró a la habitación de Bartolomé a quien avisó que tenía que comenzar a pintar la pieza. De inmediato comenzó a poner papeles de diario por todo el piso y a cubrir los muebles y cosas cercanas a la muralla que iba a pintar. Con esfuerzo no disimulado, subió la escalera de tijeras y la abrió en uno de los rincones del cuarto, bajó y subió otras dos veces para acarrear unos tarros grandes y algunas brochas. Bartolomé, que lo miraba hacer, le pidió permiso para quedarse y le dijo —señalando con el dedo— que el mameluco estaba “salpicado de estrellas”. El hombre sonrió y le respondió que podía quedarse siempre que su mamá no se molestara.

Sentado en el piso, Bartolomé miraba atentamente las maniobras de don Mario. Lo primero que hizo este último fue meter la mano al bolsillo superior del mameluco para sacar una cajetilla de cigarrillos de color verde con un círculo rojo, marca Richmond. Encendió pausadamente un pucho y tomó una hoja del Diario Ilustrado con la que fabricó un gran barco de papel que se caló como sombrero, dejando afuera algunos mechones de pelo rizado. Dando unas pitadas profundas al pitillo, preguntó a Bartolomé:

—¿Quieres que te haga uno?

Desde ese día y por casi una semana —ya que no era época de escuela—, Bartolomé, con su gorro de papel, esperaba impaciente a don Mario para acompañarlo en su trabajo de pintura. Se sentaba en cualquier parte y, cuando ya estaba cómodo, le hacía infinidad de preguntas. Así se enteró de que don Mario vivía solo con sus tres hijos, que uno de ellos, Marito, tenía su misma edad y también iba a la escuela. Que vivía por allá lejos, por Recoleta, y que a veces tenía que trasladar la escalera, los tarros y las brochas —sus herramientas, como él decía— en una carretela tirada por el caballo de un amigo.

Desde arriba de la escalera, y mientras daba brochazos de color amarillo a la muralla, don Mario le contaba cuentos y fábulas. Bartolomé escuchaba maravillado. Pedía que repitiera varias veces el cuento “El príncipe feliz”; sobre todo porque don Mario después de narrarlo en castellano, repetía, algunas veces, el final del cuento en inglés o en francés. Si bien no entendía las palabras, tenían un sonido envolvente y musical. Podía estar todo el día escuchándolo, nunca se aburría. Le fascinaban las fábulas “El toro y las cabras amigas”, “El viento y la leña”, “La hechicera”, y, “El asno, el perro y el lobo”; y ponía mucha atención al término de la narración, pues don Mario, impostando la voz, concluía:

“A la amistad la aleja quién con envidia aconseja”; “todo le pasa al revés, al que desdichado es”; “por más que uses las mañas, al inteligente no engañas”; “si no das oportuna ayuda, no esperes que ésta a ti acuda”…

Y así, entre brochas, pinturas, cuentos y fábulas, pasaban los días.

Hasta que un día, don Mario no llegó a la hora. Bartolomé lo esperaba mirando a través de la ventaba de su cuarto. Lo vio a lo lejos y se dio cuenta que caminaba de una manera extraña.

Cuando sonó el timbre, bajó corriendo las escaleras para abrirle, pero su padre ya lo había hecho, y vio que llevaba a don Mario tomado del brazo al cuarto de huéspedes, luego de cerrar de un golpe la puerta.

Bartolomé, escuchó que su padre retaba a don Mario, y furibundo le gritaba que era un flojo, que estaba pasado a trago, que era un borracho de mierda, que estaba despedido y que se mandara a cambiar altiro.

Asustado, subió corriendo a su cuarto y se metió debajo de la cama. Aguzó el oído y después de escuchar que la puerta de calle se cerraba con un fuerte portazo, cautelosamente se asomó a la ventana. Pudo ver a don Mario, con la escalera al hombro, caminando a duras penas, calle abajo, tambaleándose, haciendo maniobras para no caer. Bartolomé alzó una mano a modo de despedida y dijo adiós, pero don Mario ya no lo podía ver ni escuchar.

Mientras miraba al hombre alejarse por la calle desierta, recordó el cuento “El príncipe feliz”, y su corazón se llenó de congoja. Una pesadumbre inundó todo su ser, y, sin darse cuenta, comenzó a llorar en silencio.


Autor: Miguel González Troncoso (Santiago, Chile, 1954). Orientador familiar y mediador. Sus cuentos y relatos han sido publicados en diversas revistas literarias y algunos pueden ser leídos en sitios web.