Ilustración de Rubén Ojeda Guzmán
Qué tristes y polvosos son esos perros que viven en los baldíos. Siempre en grupos de tres o cuatro, casi nunca hay más porque con facilidad se detona la violencia y terminan matándose de forma brutal entre ladridos, gruñidos, aullidos y jadeos intermitentes. Ahí están ante el sol inclemente arrebujados en puñados en las ínfimas sombras que va dejando el día, siempre adormilados, mosqueados y rascándose, parecen perdidos, pero no están tanto. Atacan intempestivamente a cualquier otro perro o persona que los toque fortuitamente, con una dosis de la naturaleza violenta y salvaje con la que han curtido sus pieles. Los perros de baldío son nocturnos casi siempre en ausencia del calor y la rasquiña que subleva los bochornos del sol, salen a pasear con mayor ligereza, sin ese letargo infinito que provoca el calor y la deshidratación. Por la noche buscan alimento en la basura o en los restos de los puestos de comida que tiran migajas, llenando casi nada esas panzas vacías, ruidosas infestadas de lombrices. Estos perros van juntos y si se separan no van muy lejos uno de los otros, pues saben de los peligros que implica vivir entre humanos, esa especie ruin que los golpea, los usa para pelearlos, vejarlos o desquitar su propia rabia, esos que día con día los desprecian y ahuyentan de todos los lugares en los que intentan resguardarse. Los humanos representan lo peor, pero también representan el sueño de una vida mejor. Por generaciones han oído el mito del amo, del amoroso dueño. Sus orejas gachas y mordisqueadas, infestadas de garrapatas y ácaros, han escuchado el rumor de que existen algunos humanos capaces de tener actos amorosos, de proporcionarles casa y sustento durante toda su vida, otorgándoles el valioso privilegio de vivir en su manada. Cuentan que es tanto el amor que sienten por los perros que cuando mueren sufren su partida con gran dolor y tristeza, dicen que algunos no lo superan nunca. Esos humanos, los amorosos, les dedican poemas, novelas, retratos, fotografías y disciplinas especializadas para entenderlos y poder curarlos.
Una vez el Chori, un perro de baldío que había muerto envenenado por el hijo de puta del carnicero hace ya unos años, contó que durante algunos meses vivió con una señora que lo adopto. “¡Un tres de julio!”, contaba el Chori. Dice que estaba en la peor hambruna de su vida que ya ni levantaba la cola, puro nublado veía, que na’más sintió cómo lo levantaron del suelo y unos días después ya bañado, tusado y con un poco de comida en la barriga comenzaría la mejor época de su vida. Dice el Chori que le decían Max, ¡ese pinche nombre ni le gustaba!, pero eso sí, cómo le encantaba oírlo junto al sonido de las croquetas o del paquete de galletas recién abierto. A veces cuando se acordaba suspiraba y exclamaba “¡qué tiempos aquellos cuando era el Max!”. Su idilio duró poco, la señora era mayor y falleció cinco meses después. Vaciaron la casa, vendieron casi todo y unos días después junto con la Ofe, la mujer que ayudaba a la señora, fueron mandados a la calle. Ofelia no pudo llevarse al Chori porque allá donde iba no dejaban subir los perros al camión, así que le dio la bendición y le dijo lo siguiente: “¡ora si Max de nuevo a la vida de perro, fuiste bueno cuídate harto!” Y así, sin más, el Chori en una depresión profunda tuvo que agarrar camino. La tristeza no le duraría mucho pues la calle no permite esas indulgencias. Enseguida ya estaba metido en una riña de cuatro contra uno, que libró de puritito milagro gracias a un coche que casi a tropella a dos del bando enemigo.
El Chori estuvo lesionado un rato y en cuanto la pata se le compuso tiro pa’l norte de la ciudad, y ahí fue cuando encontró a la que sería su manada, su salón calavera, sus cuadernos, sus carnavales, su familia pues. Cuando él llegó ya estaba el Boogie, el Negro y el Morito. Todos ellos mestizos no tenían ni cuatro años, pero ya habían probado las hieles de la calle y los terribles humanos. El Boogie venía de un mercado, dice que ahí nació y jamás volvió a ver ni a su mamá ni a sus hermanos. El Negro era perro de barrio, tuvo la mala suerte de encontrarse con un teporocho descarnado y enfermo que lo agarro de mascota y le hizo vivir un infierno; hasta que un día, el desgraciado se cayó en una zanja y murió con la choya reventada como sandía. El Moro era un perro que tenía buen encuadre, casi parecía de raza, pero lo delataban las patas flacas y el color cenizo; sin embargo, con todo y eso lograba que la gente lo viera bonito y de vez en vez le tiraran unas tortillas duras o restos de comida que sin falta compartía con la pandilla.
Los perros de baldío tienen la suerte echada, muy pocos logran vivir otra realidad, pero se tienen unos con otros, se cuidan, se cuentan historias que muchas veces se inventan. Se calientan lomo con lomo en las madrugadas frías, comparten la comida o los restos de ella y, aunque no lo dicen mucho en esas largas siestas polvorientas de suelo ardiente sobre la maleza seca, sueñan con los amorosos y en ser un perro andaluz.
Autora: Mariana Alcántara Lozano (Monterrey, Nuevo León, México, 1986). Es licenciada en Humanidades con especialidad en Historia del Arte por la Universidad de las Américas Puebla (Promoción Primavera 2013). Maestría (pasante) en Estética y Artes en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Tiene una especialidad en Poblaciones afrodescendientes en México y América Latina, por la Coordinación Nacional de Antropología e Historia (2018).Estudiante Becaria ALARI (Afro Latin American Research Institute) por la Universidad de HARVARD en el certificado de estudios afrolatinoamericanos 2019. Algunas de sus publicaciones son “¡Conexión Exitosa!” en Revista En el volcán insurgente (2012), “Dulce olvido: Las Haciendas Cañeras, espacios de reutilización para el fomento de la educación y el caso de Potrero Viejo, Veracruz” en Revista Contexto UDLAP (2018), e “Hilados Veloces. Los obreros textiles y las fábricas de Río Blanco Veracruz y Soledad Vista Hermosa en San Agustín Etla, Oaxaca” en Revista En el volcán insurgente (2022).
Ilustrador: Rubén Ojeda Guzmán.