Noticias del infierno – Microrrelatos de Ernesto Tancovich

El sueño reparador

Soñé que llevaba a mi hijo de cuatro años a la plaza. Hacíamos carreritas, del lapacho a la estatua, de allí al banco, a la farola. Se me dice que no puede ser, que no llegué a conocerlo, que Marta recién iba por el cuarto mes cuando ocurrió mi accidente, que es otra cosa lo que se esconde en el sueño. Dicen los sabelotodo.

*

Río de luna 

“Luna”, dice mi hija señalándola. A la vuelta de la esquina deja de verse. En la siguiente bocacalle reaparece. “Otra luna”, dice señalándola. 

No verás dos veces la misma luna. 

*

Camión rojo   

En verdad no recuerdo si conocí a mi padre. Tampoco llegué a saber su nombre.

Mi madre —que todavía era Mami— decía: 

—Un día vendrá a buscarte. 

—Un día… ¿Cuándo?

—Esta noche o dentro de un año. Él es loco. No le contestes, no le abras. Si viene, llamá a la policía.

—Nunca lo vi. ¿Cómo sabré si es él?

—Por el camión. Vendrá con un camión muy grande, rojo.

De vez en cuando, como si de pronto recordara algo olvidado, me repetía “no contestes, no abras, llamá a la policía”.

En las noches, antes de salir a trabajar, ella trancaba muy bien puertas y ventanas, se despedía cruzando el índice sobre los labios, y entonces yo recordaba las tres recomendaciones.

Vivíamos sobre la ruta seis. Estaba habituado a escuchar el motor de los camiones creciendo desde el norte, como el avecinarse de la tormenta, rugir ante la casa haciendo temblar los vidrios y menguar hasta extinguirse en una especie de zumbido de abejorro más allá de la curva de Santa Susana.

Rara vez hacían sonar las bocinas, salvo brevemente para advertir a otro vehículo o saludar a un conocido que circulara en sentido contrario.

Pero aquella noche la bocina, fija en el tono más alto, no cesaba. 

Espié por la celosía y vi luces de un camión detenido.

El resplandor de los faros difundido en la neblina no me dejaba ver si era rojo. De todos modos di aviso a la policía. A la mitad de las preguntas respondía “no sé”. 

—Dame con tu mamá o tu papá. 

—Mi mamá está trabajando. Mi papá… no sé.

—¿Quién es tu mamá?

—Se llama Chela. 

—La Chela, sí. Vamos a ver. No salgas. 

Fui a mi cuarto, me acosté, tapado hasta las orejas. Al rato la bocina dejó de sonar, me dormí. 

Desperté al oír la puerta y enseguida los tacos de Mami.  

—Está cortada la ruta. Hay un lío tremendo —dijo. 

—¿Lío?

—Policía, ambulancia. Algún accidente.

—Es papá. No le abrí, no contesté. Llamé a la policía.

—Voy a ver —dijo—. No te muevas.

Esperé asustado. Es loco, había dicho.

—No. No era él —dijo al volver—. Dormite.

Prendió un cigarrillo. El aroma hizo que me sintiera protegido.

En la escuela comentaban que un camionero había muerto por infarto y quedó apoyado sobre la bocina. Era de Río Cuarto, dijeron. Llevaba maíz a Rosario.

—El camión ¿de qué color era? —pregunté.

—Rojo —dijeron. 

*

Últimas noticias del infierno

Siglos de especulaciones teológicas nos han legado la versión de un infierno ordenado según rigurosos criterios jurídicos. Así, una vez consumado el debido proceso, tipificada la falta y determinada la pena, te será asignado el pabellón, también llamado círculo, donde habrás de purgar. Hasta ahí lo dicho, sabido, consabido y reiterado. Pero, a contrario sensu, uno de mi vecindario —lo llamaré Hache— luego de vivir su buena temporada por aquellos parajes, asegura que esto es sólo pésima literatura. Que en cuanto comparezcas ante sus portales atroces los guardias, sin dar ni pedir explicación, te arrojarán adentro y donde caigas quedarás. A él, tan devoto, le tocó habitar el círculo de los herejes. Sin embargo —dice, risueño— lo pasaba magníficamente, obligado a rezar, entonar himnos y letanías y recitar salmos a toda hora según la regla benedictina. Por desgracia las fronteras que separan los diferentes estratos son más bien teóricas, y en ese vórtice de caos y tumulto el único principio de organización está a cargo de sindicatos del crimen. Empeñados en guerras perpetuas —me cuenta Hache, dolido—, son de cada uno de los santos días las balaceras entre pistoleros de los distintos círculos. Un día podrán ser los lujuriosos enfrentados a los iracundos; otro, los golosos disputando territorio a los pródigos. Consiguió escapar —dice Hache, santiguándose— a favor de una gran confusión, cuando los violentos retrocedían bajo la tempestad de balas desatada por una entente de avaros y embaucadores. Sin embargo, ha de ser inevitable —conjetura— que una vez dominado el terreno los socios vencedores choquen entre sí. Es sabido que ni los de uñas rapaces ni los de lengua afilada se conformarían con algo menos que el todo. Hache agradece a los cielos estar de vuelta en el barrio, a salvo de la previsible masacre. En definitiva —reflexiona— puede anotarse cierta correspondencia entre nuestro mundo y aquel otro. Efectivamente, quien haya sabido manejarse adecuadamente por estos lados tendrá las mayores chances de salir airoso en los del más allá. En cambio el infeliz que por acá recibió puro palo verá allí multiplicados sus males. Cree percibir en ello cierta oscura noción de justicia.

*

La música de los jardines

Paul Dukas, en cuanto concluía una composición, tijereteaba la partitura en trozos, que luego sembraría en macetas. Como en cualquier sustrato fértil que se riegue metódicamente, brotaron plantas de varia especie. Murió sin verlas florecer. 

Crecidas por encima del cerco ellas completan su obra. 

El vecino, un tal Jean-Pierre, dice oír por las noches música de cuerdas, a veces también un oboe, flautas…


Autor: Ernesto Tancovich (Buenos Aires, 1945). Escribe desde 2013, por lo tanto es un autor tardíamente novel y casi póstumo. Ha publicado en Boca de Sapo (Argentina), Cuentos del Andén (Madrid), Casapaís(Uruguay-Venezuela) números 1 y 5, La Gran Belleza (Madrid) N° 3, 10 y 14, entre otras. Ha obtenido varias premiaciones, como la de Relatos Desobedientes (Dirección de Bibliotecas de la Provincia de Buenos Aires).