Para leer a María Negroni hay que deslastrarse de lo preconcebido, abrir los ojos y la mente a otras formas de entender la narrativa, la poesía, el ensayo, y simplemente entregarse al disfrute de la mezcla.

Para leer a María Negroni hay que deslastrarse de lo preconcebido, abrir los ojos y la mente a otras formas de entender la narrativa, la poesía, el ensayo, y simplemente entregarse al disfrute de la mezcla.
Dicen que las perlas están hechas de luz de luna. En las noches de plenilunio, los moluscos se abren para dejar entrar los destellos. Para mí, las perlas son lágrimas de Dios. Es que Dios también llora, pero lo hace sobre el mar para esconder la vergüenza.
Querida abuela:
¿Cómo estás? Yo extrañándote, espero que vos no me olvides. Cada día, a las cinco de la tarde te recuerdo. Pienso en el ratito que pasaba a visitarte y me recibías con mate y bizcochitos de grasa amasados por vos.
hay rayos de nube sobre el mar
una neblina celestial
y a lo lejos se desprenden tornados
de nubes grises hacia abajo
La herencia más valiosa que me dejó mi abuela es la manera de conocer el mundo.
Ella llegó a la Argentina entre millones de inmigrantes que escapaban de la guerra y el hambre. La familia fue a vivir en el campo, en una de tantas colonias agrícolas.
Como siempre tengo mala suerte, no vi el cartel de “cuidado hay un pozo”. No es mi culpa, encima lo escriben con rojo, el rojo no sirve para un comino, no te pone alerta, tampoco te despierta, menos si caminas dormida. Pude sentir como las costillas se aplanaron, el golpe contundente en mis caderas, caí y el universo cayó junto a mí, desvanecida la bicicleta nueva, postergado el acto escolar de mi hermanito, y el rosario que traía en el cuello no sirvió de mucho, por contrario, se introdujo en el iris, ¡pinchándolo!, lo quité furtiva, y así en un abrir y cerrar de ojos me convertí en pluma, frágil, ¡pequeña!, acorralada en una sociedad donde la gente vive usando taladros y soplándolas, no es metafórico, perdí cincuenta kilos sin hacer dieta ni esperarlo, el pelo suave, la piel como seda, nada de tratamientos, ¡nada de esfuerzo!
Mi existencia empezó con su deseo.
Siempre soñó conmigo. Ahora yo estaba ahí, sólo para ella.
ella estaba hecha completamente de cristal
uno no podía acercársele y respirar cerca
porque se podía quebrar
estaba alto, como esas vitrinas que uno
no alcanza a ver bien
y ahí arriba un poco brillaba y un poco no
ella tan de cristal y yo tan de carne y piel
que si me acercaba podía resquebrajarse y
las astillas se me clavarían en mi piel
blanda y titubeante ante la vitrina
El hijo que no es hijo de María, sorprendentemente, tampoco es hijo del Espíritu Santo.
El hijo este, del que hablo, tampoco es hijo de Jesús.
—No es hijo de Cristo —aseguran varios psiquiátricos.
Alexander Graham Bell arrojó al futuro
esta pequeña cosa que llevo en el bolsillo,
que me espera paciente en un rincón de la casa,
que me acecha silenciosa todavía en la oficina:
ha colonizado el mundo con voces que no son suyas
y nos obliga ruidosamente a contestarlas.
Contengan la noticia horrenda o la venganza que nos dibuja
un rictus que no reconoceremos nunca ante los otros;
sean el aguijón de nuevas urgencias o breves palabras
que serenan y apaciguan, él las trasmite igual
que a la cobarde amenaza que no tiene un rostro,
los saludos inútiles en cada aniversario o el estúpido
intento de vendernos interminablemente algo.
Indiferente a lo que dice su micrófono,
lo lleva a miles de kilómetros para que inevitablemente lo reciba alguien,
como un bombardero atento sólo a la puntual
entrega de su carga que cambia las cosas para siempre.
Quizá su placer desde hace un siglo sea engañarnos
creyéndole que hablamos con los vivos,
cuando al teléfono exclusivamente lo hacemos con fantasmas.