Dibujos feos de Sarah Cruz
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Wisława Szymborska
Siempre me ha gustado dibujar, es una de mis actividades favoritas. Cuando dibujo el tiempo se borra y la mente se ordena y desordena sin temor alguno. Dibujar es uno de mis oficios laterales. Uno de los que más atesoro, cuido y evito que se convierta en trabajo cansado o en una repetición tediosa. No soy profesional, aunque constantemente me cuestiono qué significa serlo: ¿ganar dinero?, ¿dominar la técnica?, ¿tener un estilo definido?, ¿cien mil seguidores en Instagram?, ¿todas las anteriores? Me cuesta trabajo afirmar “soy dibujante”, porque quizá no podría responder que sí a ninguna de las preguntas anteriores; pero lo soy si significa ser una persona que dibuja casi todo el tiempo. (Dibujante amateur si se prefiere).
Una de las cosas que más disfruto ver en YouTube son los recorridos por los sketchbooks de artistas. Me encanta ver la recopilación de muchos dibujos desordenados en un cuadernito, aquellos que muestran procesos, apuntes y fragmentos. Sin embargo, muchas veces he encontrado videos que muestran hoja tras hoja dibujos indudablemente perfectos. Quiero decir, obras terminadas, trabajadas y precisas. Se supone que sketchbook significa “cuaderno de bocetos”, pero cuando miro este tipo de videos pienso en que son más bien el equivalente a tener un feed bonito en Instagram, aunque es verdad que no me atrevo a dudar de la belleza de cada dibujo, pintura o incluso bocetos imperfectamente bien hechos. Quizá no importa si el dibujo fue pensado para ser una parte armoniosa de otros más, o para crear un bonito reel o tiktok; pero tanta perfección me lleva a preguntarme cuál es el lugar de los dibujos a medias, de los dibujos chuecos, de los dibujos abandonados, de los dibujos hechos en post-its, en tickets, en medio de una clase o hablando por teléfono; de los dibujos que arruinan paletas de colores, que entorpecen una secuencia, que no dicen nada pero dicen todo… ¿Dónde quedan los dibujos feos?
La ilustradora chilena Fran Meneses (Frannerd) publicó de manera independiente un libro de dibujos llamado Ugly Sketchbook. Reprodujo su cuaderno de dibujos feos que surgió en el intento de enfrentar la hoja en blanco y perder el miedo a los errores que pudiera cometer en la búsqueda del dibujo perfecto. Hacer este sketchbook resultó para ella un ejercicio divertido y relajante para dejarse llevar de manera creativa. Se planteó el objetivo de no utilizar lápices ni gomas, sólo tinta. De esta manera, sería más fácil aceptar sus propios errores, dibujar más que nunca y disfrutar su proceso artístico. Esto me hace pensar en los cuadernos de apuntes de artistas que suelen exhibirse en museos o vender como libros. Este tipo de espacios se alejan de la perfección, son un encuentro con el verdadero proceso: el acto mismo de creación sin una finalidad específica. Aquí conviven los errores, los dibujos medio hechos, medio pensados, incompletos. Un lugar donde recopilar ideas sueltas, ideas nunca realizadas, pensamientos, obsesiones efímeras.
Es difícil ignorar los avances de la Inteligencia Artificial (IA) en cuanto a creación de imágenes artísticas —y graciosas también—, pues ahora estas herramientas son implementadas con fines creativos e inclusive como recurso único para crear arte (véase el editorial de este mes). Sin embargo, en medio de esta ola tecnológica, surgen algunas preguntas: ¿para qué nos pasamos horas en Photoshop con el fin de crear una imagen cuando en cuestión de minutos una IA puede replicar estilos, interpretar situaciones inimaginables o mostrarnos cómo serían los Teletubbies si fueran una película de terror y Midsommar al estilo Disney? (Sí, yo también creí por un momento que la imagen del Papa era real). Si lo que importa es el resultado, ¿para qué tardar tanto tiempo cuando ya es posible hacerlo casi instantáneamente?
Este dilema tiene muchos matices, contradicciones y opiniones interesantes, pero por ahora quiero enfocarme en qué ocurre si dejamos de lado el resultado. Más allá del tiempo, debería tomarse en cuenta la finalidad, la imaginación y lo que se busca comunicar; todo lo que se configura en el acto creativo. Todo esto coexiste para lograr transmitir mediante el lenguaje artístico una determinada idea. Los elementos mantienen un sentido correspondiente con una intención. Es fácil olvidarse de esto cuando tienes enfrente una imagen estéticamente perfecta, porque de inmediato hay otra, y bajando el pulgar hay otras más. Por esta razón, ahora más que nunca vale la pena prestar atención al proceso más que al resultado, aun cuando la IA sea, digamos, el medio para crear una pieza artística. Porque es precisamente en toda la gran recopilación de emociones, intimidades, magia y caos que ocurre en el proceso artístico, donde se encuentra lo humano y lo irremplazable.
Hasta la fecha no he logrado encontrar un único estilo de dibujo que me identifique y me he mantenido felizmente en la experimentación. Tal vez por eso me gusta quedarme dentro del terreno amateur, porque a veces tengo ganas —y tiempo— de tardarme todo el día dibujando algo y otras quiero sentarme a garabatear sin mucha atención lo que tengo enfrente, copiar la escena de una película, ilustrar una frase que escuché decir por ahí, imaginarme como un personaje en situaciones cotidianas, una sesión de averquésale mientras escucho canciones viejitas. No logro hacer todo esto bajo un mismo estilo, y está bien. Con el tiempo me di cuenta de que no quería arruinar una de las cosas que más amo hacer intentando encapsularme en algo que no soy, entonces decidí que iba a disfrutar del proceso de dibujar como yo quiera, de hacer dibujos feos y atesorarlos como parte de mi camino laberíntico.
Me rehúso a idolatrar el resultado, porque lo que me ha permitido llegar a estas conclusiones es experimentar, enojarme con lo que hago, odiarlo y luego amarlo. No entenderlo y aun así cultivarlo con amor, como cuando se cocina para alguien o se riega una planta. Mis dibujos feos son una muestra de lo que ocurre cuando me sorprende el frenesí de una idea que no tiene tiempo de ser desarrollada más allá de un par de garabatos. Me gusta observar los dibujos sueltos que pego en espacios blancos que dejaron de ser terroríficos desde hace mucho tiempo. En mi cuaderno de dibujos feos no tengo miedo, me siento libre de preguntar y de imaginar, de usar distintos materiales, guardar inspiraciones pasajeras e ideas abandonadas. A veces es un diario visual; a veces un intento de averiguar cómo funciona el cuerpo humano; otras más, un desahogo, un espacio donde guardar lo que no sé decir con palabras, donde vaciar el coraje, la melancolía, la rabia, la alegría, el aburrimiento. Es un lugar suave, caótico y desprendido para entenderme y reconocerme por medio de la creación.