Al término del conteo, el cohete despegó desde el Centro de Lanzamiento de Satélites, y elevándose hacia el cielo iba dejando una espesa estela de color blanco, semejante a las nubes. Mirando hacia lo alto, Matías, el niño del poblado cercano, su abuelo, y la gente reunida en las afueras del centro aplaudían y se abrazaban mientras el cohete se hacía cada vez más pequeño a la vista, hasta perderse finalmente en el espacio.
Mientras caminaban de regreso a casa, el niño no dejaba de preguntar sobre el firmamento, los planetas, la estación y los viajes espaciales. El abuelo, que en su juventud había leído con fascinación a Bradbury y que entre sus libros preferidos estaba Crónicas marcianas, se alegraba de estas preguntas y alimentaba la imaginación de su nieto hablándole entusiasmado del planeta Marte y de posible vida extraterrestre.
Y así, conversando alegre y animadamente, el trayecto a casa se hizo corto. Al llegar y después de quitarse las mascarillas, lavarse y aplicarse desinfectante por el Covid 19, se sentaron felices a la mesa. Mientras almorzaban, Matías contaba a su madre lo maravilloso que había sido ver el despegue del cohete blanco.
Al atardecer y mientras miraban el programa de deportes en la televisión, la transmisión fue interrumpida para informar la noticia de que descendiendo de regreso a la Tierra, una parte del cohete Long March, se había salido del control en órbita y caería en un reingreso no controlado; agregaba el conductor que la pieza que caería desde el cielo “formaba parte de la etapa del refuerzo central de la nave”. A partir de ese momento y cada dos horas, el noticiero informaba sobre lo sucedido y advertía que los fragmentos del cohete podrían caer, sin control, en cualquier lugar, lo que dio pie a una serie de especulaciones.
—Abuelo, ¿es posible que las partes del cohete puedan caer en nuestro patio? —preguntó el niño, lleno de curiosidad.
—Bueno… ¡Sí, puede ser! —contestó entusiasta el abuelo después de unos minutos, y agregó convencido—: Si los trozos del cohete cayeran en nuestro patio, ¡podríamos demandar a sus dueños!
A partir de ese momento, abuelo y nieto salían primeramente al patio de la casa, después al camino, buscando lo que podrían ser partes del cohete: el abuelo simulando que buscaba algo, el niño buscando afanosamente en la tierra provisto de una rama desprendida de un árbol, aunque sin suerte. Al cabo de un rato, el hombre pensó que algo tendría que hacer para calmar la imaginación galopante de Matías. Al final se decidió en dejar semienterrado, en un pequeño montículo de tierra, un pedazo de metal que alguna vez fuera parte de un cinturón, y que por su forma serviría para este nuevo propósito. En horas de la tarde y contento, invitó al niño a una nueva búsqueda, esta vez sólo centrada en el patio. Con disimulo fue orientando al niño a buscar por cierto lugar hasta que por fin, sin poder controlar su alegría, Matías gritó:
—¡Abuelo! ¡Lo encontré! ¡Mira, lo que encontré! —dijo exhibiendo en una de sus manos el pequeño trozo de metal, con una sonrisa de oreja a oreja dibujada en su rostro.
—¿De verdad será esto parte del cohete? —preguntó expectante.
El hombre, simulando sorpresa, contestó muy animado:
—¡Sí, Matías, esto con toda seguridad es parte del cohete! —y se abrazaron efusivamente.
Después de examinar el hallazgo entraron alegremente a la casa. Matías no dejaba de acariciar el trozo de metal en el bolsillo de su pantalón.
Al día siguiente, domingo, mientras desayunaban, el niño dejando en la mesa el pequeño tesoro se atrevió nuevamente a preguntar:
—Abuelo, ¿tú estás seguro de que esto, es parte del cohete…?
—¡Claro que sí! —contestó poco convencido.
Luego, mirándolo con cariño, piensa que Matías, de verdad, cree firmemente en que lo que ha encontrado es efectivamente un fragmento del cohete, pero que al rato desconfía de su hallazgo.
Al final piensa que su nieto simula creer para dejarlo contento, que le sigue la corriente, y por eso le dice que le cree, que el pedazo de metal encontrado es un fragmento de la nave espacial. En todo caso reflexiona mientras mira el pequeño fragmento.
Al atardecer de ese día y mientras se preparaban para cenar, en la televisión dieron la noticia de que los fragmentos del cohete cayeron finalmente en el Océano Índico.
Al escuchar la noticia, Matías y su abuelo se miraron en silencio por algunos segundos. Luego siguieron mirando la televisión, mientras el niño apretaba fuertemente en su mano el pequeño fragmento de metal y el abuelo estaba absorto en sus pensamientos.
Autor: Miguel Enrique González Troncoso (Chile, 1954). Sus obras publicadas son Relatos y cuentos breves (2013), Helga de Berlín (2014) y Otros relatos (2014), Cuentos y Relatos (2015), El Viaje (2017), Los Navegantes (2021). Durante el año 2016 y 2017 sus cuentos y relatos se publicaron en Suecia en el Semanario de habla hispana Liberación. Algunos de sus relatos forman parte de la Antología Poetas y Narradores Contemporáneos, publicada por Editorial de los 4 Vientos (Argentina). En 2018 obtuvo el primer lugar en el VIII Concurso Internacional El Parnaso del Nuevo Mundo, Perú, con su cuento “La votación”. En 2019 su relato breve “Los campesinos obtuvo el primer lugar en el Concurso Literario Internacional “Memorial de Paine”, en homenaje a las víctimas de esa localidad. En 2020 su cuento “José, el Sefardí” obtuvo mención honrosa en el concurso literario Teresa Hamel, de la Sociedad de Escritores de Chile; otros cuentos han sido publicados en las revistas literarias Extrañas Noches (Argentina), Marabunta (México), Gaceta Alerce (Chile), Awen (Venezuela), Manticore (Canarias).