Tres rublos y 75 kopecs – Cuento de Fernando José Cabezón Arnaldos

La muchedumbre se agolpaba a las puertas del local erigido en la plaza Púshkinskaia. Era finales de enero y mi hermana y yo habíamos ido a conocer el sabor de Occidente. La brillante M amarilla coronaba con su promesa dorada uno de los laterales del restaurante. A nuestra madre Ivana la habían contratado para la inauguración. A pesar de que ya había alcanzado los treinta, su sonrisa deslumbrante, su piel lozana y su aspecto juvenil habían logrado convencer a los entrevistadores. Eso y su perfil políglota.

Mi madre tenía diferentes motivos para querer conseguir el puesto; la primera razón era ganarse unos rublos con los que mantener a la familia, la segunda honrar a mi padre, un estadounidense que se llamaba James que había tomado la desafortunada decisión de morirse dejando sin sustento a su mujer, su hija de tres años y su hijo de catorce. La muerte de James derrumbó a mi madre. Siempre sospeché que trabajar en esa multinacional supuso para ella una forma de honrar su memoria. Una hamburguesa como un recuerdo. El sabor avinagrado de la salsa especial y los pepinillos, la satisfacción de la carne, el crujiente de la lechuga y la cebolla, la felicidad del queso, lo reconfortante de los panecillos tostados. Ese pedazo de comida era el sabor de la libertad. Comiéndola integrábamos el recuerdo de James en nuestro cuerpo.

El día de la inauguración del primer McDonald’s en Rusia acudí con Duscha, mi hermana, al evento. Fue voluntad suya y de mi madre que fuéramos allí. Yo dudaba de la idoneidad de que dos menores hicieran cola durante horas por un Big Mac, pero ambas insistieron. En realidad mis protestas carecían de fuerza pues yo aún estaba triste. En mi ánimo se había hecho hueco la oscuridad y dedicaba la mayor parte de mi tiempo a negar cualquier forma de estar feliz. Los rostros sonrientes de los moscovitas me generaban asco. Por aquel entonces no sabía lo que era el spleen pero lo experimentaba. Años más tarde unos peterburgueses adolescentes y melenudos formaron una banda de rock a la que llamaron Splean. Su primer disco Pylnaya Byl fue la banda sonora de mi desencanto. Pero el día en que McDonald’s abrió su primer establecimiento en Rusia estos chicos aún no habían sacado su álbum de debut.

Era el 48 de la fila, ella lo sabía. Había puesto a Duscha encima de mis hombros y ella me decía qué lugar ocupábamos entre la muchedumbre. También decía: «Igor, somos más altos que la mujer con sombrero azul». Y añadía: «Esto es un hecho». Lo decía en inglés: «This is a fact» y a mí me hacía reír lo exagerado de su entusiasmo. Poco después de la muerte de mi padre, a Duscha le dio por terminar todas las frases con esa coletilla. Veía un pájaro azul posado en la rama de un árbol y decía: «Esto es un pájaro azúl. Esto es un hecho». «This is a blue bird. This is a fact». Veía por televisión una rosa de color azul y decía: «Esto es una rosa azul. Esto es un hecho». «This is a blue rose. This is a fact». Mi hermana se obsesionó con el color azul y con los hechos; es por eso que la empecé a llamar Blue o Fact. Duscha se convirtió en la niña de los mil nombres. Mi madre, asolada por la pérdida de su marido, la llamaba Fedora, como si ella fuera el regalo de una providencia sombría, colérica y escurridiza que la hubiera recompensado con un último presente benigno. En la guardería la llamaban de cualquier manera, desde cielo a cariño pasando por terremoto y tormento.

En la cola de la inauguración, buscaba las maneras de distraer a mi hermana. Jugaba con Duscha al veo veo y me dejaba ganar la mayoría de las veces. También le hacía preguntas. Le preguntaba si  tenía ganas de ver a Ivana y me contestaba que sí. Entonces le contestaba que igual no nos atendía Ivana sino otra persona. Por aquella época yo había dejado de llamar a Ivana como «madre» o «mamá». Hacía lo mismo con mi difunto padre, al que me refería por su nombre de pila. Era mi forma de lidiar con las emociones. Mi padre no se había muerto, el que se había muerto era James. Resultaba que James y yo compartíamos apellido. Qué casualidad. Duscha tenía su particular forma de decir que James había muerto. «Papá se ha ido. Esto es un hecho». Mi madre tenía la suya: «Bienvenido a Mcdonald’s. ¿Le apetece un Big Mac?».

Tres rublos y 75 kopecs era el precio de la hamburguesa. Cuando, después de horas de espera, llegó nuestro turno, no nos atendió Ivana sino un chico que sonreía como si le hubieran puesto una pistola en la sien. «O sonríes o te mato», me imaginaba yo que le decía el mismísimo señor McDonald’s. Nos pedimos una y la compartimos. Como a mí la muchedumbre me agobiaba y no habíamos visto a mamá, decidimos salir del local y tomárnosla caminando. El precio de la hamburguesa era tan elevado que tendríamos que ir a pie hasta casa, así que emprendimos la vuelta. En las inmediaciones del local una periodista nos paró a mí y a mi hermana y nos hizo unas preguntas. Duscha quiso saber si saldríamos en la tele y la reportera le contestó que sí. Esa misma noche, cuando nuestra madre llegó a casa y nos sentamos a cenar juntos frente al televisor, nos vimos en pantalla. Mientras que a mí, en tanto que adolescente amargado, ver mi cuerpo contrahecho no me hizo demasiado gracia, a Duscha le encantó. Dijo:

—Soy feliz. Esto es un hecho. La felicidad no es de color azul. Felicidad se escribe con m.

En consecuencia mi hermana se aficionó a la comida de este restaurante y, como si uno de los perros de Pávlov se tratase, relacionó de forma inmediata McDonald’s con plenitud. Por extensión, su fervor se extendió a la cultura norteamericana, que de a poco se fue apoderando de una Rusia que era incapaz de detener el avance del capitalismo. El capitalismo sustituía la seriedad y la sobriedad por la alegría y la ligereza. Quién elige al triste si a su lado está el entusiasta.

Pasaron los años. A mi madre le finalizaron el contrato cuando el maquillaje no fue suficiente para tapar las arrugas. Eventualmente, trabajó en la inauguración de diferentes cadenas de comida rápida. A sus sesenta y tantos mi madre es capaz de mencionar orgullosa el nombre de las empresas norteamericanas en las que ha trabajado. Duscha se fue a los Estados Unidos con la intención de hacerse famosa, pero cuando se desengañó del sueño americano lideró un conjunto de metal que pegó fuerte en los escenarios underground. Yo me convertí en un hombre capaz de decir padre a James y decir madre a Ivanna sin que mi vulnerabilidad me jugase un mal rato.

Una vez al año nos juntamos para comer juntos en McDonald’s. Dado que Duscha no está en el país hacemos videollamada. Ella se compra un Big Mac en el Midtown de Nueva York y nos confiesa que ha dejado de comer esa bazofia -la felicidad ya no se escribe con m- pero que por nosotros y por los recuerdos hace una excepción. Año tras año nuestras conversaciones siguen la misma estructura. Primero nos ponemos al día. Yo, que soy el que suele hablar menos, empiezo. Les digo que me va bien en la universidad, que tengo alumnos prometedores, que a pesar de lo que me costó terminar la carrera ha sido útil. Mi madre evita hablar del hecho de que a su edad sigue trabajando y en su lugar hace una descripción detallada de los cambios que está haciendo en la casa -siempre está haciendo cambios en la casa-, de las plantas que riega y de los pájaros que cuida. Mi hermana nos habla de sus éxitos y sus proyectos. Siempre hay algo nuevo: una nueva relación, una nueva amistad, un nuevo tema que está produciendo en el estudio. Ahora no se hacen discos. Ahora se lanzan temas sueltos y se hacen a menudo colaboraciones porque la unión hace la fuerza. Yo me pregunto si nosotros estamos unidos para hacer la fuerza.

Durante esta comida ninguno menciona a papá. Es como una regla no escrita. Simplemente no se hace. Durante estas comidas todos somos felices. En algún momento, mi madre me pregunta si me acuerdo de la primera vez que probé la Big Mac y yo le respondo que regular, que los recuerdos con el tiempo se acaban difuminando. Ella se ríe y me dice que hay que ver, que si soy un despistado. Entonces empieza a contar su versión de la historia. En su versión, es ella la que nos atiende y nos da unos refrescos gratis y unos regalos. Desde el otro lado de la pantalla, Duscha asiente. Como buen hijo, yo también asiento y le doy un mordisco a la hamburguesa. En el interior de mi boca paladeo y mastico esa masa de pan, carne, queso, salsa y verduras que nunca me ha fascinado. Asiento, trago y sonrío. Siento que el señor McDonald’s me observa. Siento que mi madre me observa. Siento que Rusia y Estados Unidos me observan.  


Autor: Fernando José Cabezón Arnaldos (Algeciras, España, 1993). Ha fracasado en diferentes carreras universitarias, entre ellas el Grado en Lengua y Literatura españolas (UMU), así como el Grado en Literatura Comparada (UCM). Bajo el pseudónimo de Fernando Sanabria ha publicado en medios online como las revistas Eñe, Melettea o Diversas. En la actualidad, escribe y trabaja de cajero.