No siempre me he sentido cómoda en la casa que habito. A lo largo de esta mediana vida, me he mudado con mis maletas y colchón de cama unas doce veces, sola. He estado en cuartos que me ocasionaron urticaria en la piel debido a la humedad que se estancaba en sus esquinas; estuve en un departamento donde me trataron como una pequeña rata gris, no sabía que me estaba metiendo en un nido de cucarachas; también caí en una casa de asistencia en medio del bosque, y ahí tuve que repartir mi corazón en más de tres pedazos; y a los dos años me fui a una vecindad donde me cambié de departamento tres veces.
Las paredes que me han atrapado ahora son diferentes. No son ni tan blancas ni tan color hueso; su piel es de madera resbaladiso, las patrullas pasan diario por aquí y para sacar la basura debemos ir, con riesgo a que nos cachen, a dejarla en una esquina que queda más allá de nuestra calle. Hablo en plural porque no soy la única que descansa aquí. Casi he logrado entrar a una rutina con la que intento sentirme parte de la cotidianidad sujeta a lo más parecido que según dicen, es la estabilidad emocional. Cuando me instalé en el aposento, lo primero que quise hacer fue echar raíz, sentir el espacio como propio, y poco a poco empecé a distribuirme como la humedad que me había causado aquella terrible alergia; coloqué una foto mía de pequeña en el mueble de la sala, dejé mi cepillo de dientes en el vaso de mi compañero de cuarto y terminé por acurrucarme bajo su misma cobija y apoyarme en su almohada. Tuve la idea de que verlo despertar cada mañana, acostumbrarme a su beso en mi hombro izquierdo como despedida antes de irse al trabajo, sus carcajadas durante las conversaciones que teníamos, nuestros besos nocturnos, vespertinos y matutinos pasionales y tiernos, sus abrazos para consolar y controlar mi hambre, eran pequeñas dosis de lo que yo entiendo por cariño. Estuve mal, se me ocurrió pensar que ese conjunto inherente en mí, tenía la misma importancia para el otro lado. Me fue despegando cada ladrillo que yo había apilado poco a poco, terminó por hacerle un hueco a mi débil pared y yo preferí no darme cuenta a tiempo.
Tardé en aceptar que aquel cuarto me rechazaba. La idea por sí misma de sentirme en un rinconcito de hogar me resultaba cómoda, normalmente me conformo con poco en cuanto a espacios y a sentimientos se refiere. Qué complicado ha resultado darse cuenta de lo contrario. Tuve que deshacer a martillazos de verdad lo que implica para mí hacerme de un cuarto propio, porque claro, quise abrirme un hueco en un espacio ajeno, un espacio que desde siempre puso resistencia y yo, rehusada a verlo, ahí decidí estar, jugando a las mentiritas. Me gustaba el juego, ese el de creer que aquel espacio disfrazado de cuerpo con barriga de tantas cervezas me prestaba atención o me veía diferente. Terminó por vomitarme encima aquel espacio que cada día se hacía más grande y difícil de sostener. Ahora sé que soy su alergia, la humedad que prefiere ignorar porque sabe que no tengo remedio y con la que se acostumbra a vivir.
No siempre me sentí cómoda en la casa que habito. Me desnudé a la fuerza porque no quedó de otra. Quise mudar de piel pero no puedo hacer como las serpientes porque no tengo la habilidad de una. Quise vaciar mi contenido, con todo y los recuerdos y las lágrimas y el enojo y el dolor que permití recibir durante este tiempo, pero mucho menos soy un contenedor que se vacía los jueves y domingos por las madrugadas. En cambio, sí logré entrar en la caracola que he cargado desde siempre; la misma que he ignorado porque no sé estar sola, porque antes creía que era inútil y estorboso habitar el miedo y el silencio. Costó noches de pucheros, costó un viaje de por medio y salir a ciegas del limbo al cual me mantuve sujeta todas esas noches de verme a los ojos con quien sólo buscaba su reflejo en mí. Costó enfrentamientos y dolores de cabeza, hasta que logré quedarme vacía. Apenas así, sin nada conmigo de aquel espacio, ni siquiera el post-it de la puerta que puse para no olvidar algunas cosas, fue que pude entrar a la casa que ahora habito.
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Autora: Melissa Tarabay (1995). Semblanza: Resumir experiencias en pocas líneas estéticas es el pasatiempo que emplea desde que aprendió a escribir con la pluma negra. Su sueño es vender historias que la mantengan para que pueda viajar y vivir la suya.