Si tenemos que fiarnos del testimonio cinematográfico, el ser humano es una chica que baila el charlestón bien y un chico que tampoco se queda corto, dijo el crítico Siegfried Kracauer. Según él, las fantasías de las películas, aunque estúpidas e irreales, reflejan los sueños de la sociedad moderna. En pocos casos es esto más claro que en el cine adolescente. Lo que nos encontramos en la pantalla no es más que un sustituto idealizado y azucarado de una época que poco tiene de fácil. Y, aun así, volvemos a él una y otra vez. ¿A qué se debe tanta distancia entre realidad y ficción? ¿Dice esto algo de nuestra sociedad?
Para que haya cine destinado a un colectivo, primero se necesita reconocer la existencia de este. El término adolescente, que juega un papel tan importante en nuestro día a día, no existía antes de los años 30. Teniendo en cuenta que durante mucho tiempo la vida laboral empezaba con 13 años y muchos se encontraban casados y con hijos a los 18, esta transición entre la infancia y la edad adulta se daba de forma abrupta. Al ser obligatoria la educación secundaria para todos los ciudadanos de Estados Unidos en 1930, se empezó a usar el término teenager para hablar de los años de instituto. Más tarde, con el auge económico posterior a la Segunda Guerra Mundial, muchas familias de clase media quisieron que sus hijos recibieran la mejor educación, sin necesidad de trabajar o hacer el servicio militar. Entonces, esta fase de transición empezó a alargarse y a asociarse con el ocio.
Durante los años diez y veinte, aparecían representados jóvenes en las películas, pero estas iban dirigidas a todos los públicos. Los únicos intentos de acercar el cine a gente más joven habían sido con sesiones matinales para niños, que pronto fueron sustituidas por programas infantiles televisivos. Con la competencia de la televisión, los cines decidieron dirigirse a un público que no habían tenido en cuenta antes: aquellos nuevos jóvenes, los adolescentes, dispuestos a gastarse las pagas en las salas de cine, que pronto se convirtieron en su territorio.
El problema de este nuevo cine es que, al contrario que en otras películas sobre minorías (entendiendo la mayoría como el hombre adulto heterosexual blanco y el mundo que lo rodea, el status quo) se han alzado nuevas voces que han querido contar su propia historia (tal y como vimos, las películas con mujeres detrás de las cámaras ofrecen retratos más realistas de la feminidad), por razones prácticas, no hay películas escritas y dirigidas por adolescentes. Por lo tanto, el producto final es lo que los adultos creen que es, o que debería ser la experiencia adolescente. Esto hace que, quizá más que en otros géneros, se encuentren una serie de expectativas y estereotipos que se repiten desde sus orígenes.
Quizá los tiempos de aquellos rebeldes sin causa como James Dean nos parezcan lejanos, pero las cosas no han cambiado tanto desde entonces. Autores como Laura Mulvey han advertido sobre las diferencias entre las películas adolescentes protagonizadas por hombres y por mujeres. Ellos se pueden saltar las normas e ir más allá; ellas, dentro de unos límites. Compárense dos películas de la misma época, Súper cool (Supersalidos en España, Greg Mottola, 2007) y Sleepover (Joe Nussbaum, 2004). Ambas muestran a jóvenes en los últimos años de instituto que deciden pasar una noche de diversión, pero esta es totalmente distinta en el caso de chicos y chicas; que sirvan los títulos de ejemplo.
Esto en realidad no apareció en los 50; se remonta a los primeros días de la representación de los jóvenes en la gran pantalla, como El chico (1921, Charlie Chaplin), donde su protagonista tiene que sobrevivir en las calles. El equivalente femenino de aquellos días es la ingénue, con Lillian Gish como máximo exponente; más adelante, las clean teens, radicalmente opuestas a los rebeldes. Ellos viven en un mundo donde saltarse las normas está permitido; ellas, en cambio, son buenas chicas.
Los protagonistas masculinos del cine de hoy son los herederos de esos rebeldes; quizá el paradigma ha cambiado un poco, pero su universo (o aquel al que aspiran) es el mismo que el de aquellos cincuenta: sexo, drogas y rock and roll. En cambio, la diversión femenina se reduce a los límites de lo moralmente “correcto”. Tal y como indica Mulney, en películas como Se dice de mí (Will Gluck, 2010), lo máximo que hace la protagonista es besarse con un chico. En la era del pre-Code empezaron a verse representaciones de jóvenes rebeldes con las flappers. Pero tras su prohibición con el código Hays, estas cayeron en el olvido a favor de las clean teens. Hoy en día, los personajes que se permiten cruzar esta línea ya no son percibidas con protagonistas, sino como villanas.
En los últimos años se ha llevado a cabo una reivindicación de este personaje. Ambiciosa e inteligente, posee muchas cualidades valoradas en nuestra sociedad. Y, sin embargo, se percibe como alguien a quien la protagonista debe derrotar. Esto hace que muchos consideren que encarna “lo peor de las mujeres” (nótese que su color característico es el rosa, tradicionalmente considerado de mujer). Lo más importante: al final debe fracasar. Una mujer que tenga el físico, la popularidad y la inteligencia no puede conseguir un final feliz en este universo. Si las comparamos con su equivalente masculino, el abusón, estos fracasan por motivos distintos: a pesar de que tiene la belleza y la popularidad, no tiene la inteligencia de la villana, y debe usar la fuerza bruta para humillar al protagonista. De nuevo, dice mucho sobre las expectativas sobre hombres y mujeres.
Aun conociendo las limitaciones del género, las aceptamos y nos refugiamos en él. Al final, en definitiva, todo se remonta a las palabras de Kracauer. Es un bonito escapismo que apela a nuestros instintos más básicos: quizá nos vemos reflejados en aquellos protagonistas tímidos e introvertidos y deseamos nuestro final feliz prefabricado. Sin embargo, cuando apartamos la mirada de la pantalla percibimos una realidad mucho más compleja. Quizás la rubia guapa tiene problemas de los que ocuparse para hacernos la vida imposible. Quizás aquel deportista no es tan superficial como creemos. Entonces, ¿qué nos queda? ¿Es sostenible perpetuar unos roles que surgieron a mediados del siglo pasado?