En una situación tan extraña como la actual, el cine se ha convertido en uno de los grandes protagonistas. Ahora más que nunca, las películas nos ofrecen una vía de escape tanto de las cuatro paredes de nuestra casa como de las dudas y las preocupaciones que inevitablemente nos asaltan. Ya lo dice Jerome Morrow (interpretado por Jude Law) en Gattaca: “Tengo libros, voy a sitios con la mente”. A ellos podríamos añadir las películas. Desde los orígenes del cine, nos han sabido a transportar a cualquier lugar y época.
Ahora quizá podemos entender mejor a los espectadores de las primeras películas, entendidas como postales de un mundo mucho menos globalizado que el de hoy, continuadoras de lo que la fotografía o la fotografía en plein air habían iniciado. Por primera vez, se podía transmitir la vida o el movimiento con una verosimilitud con la que los impresionistas solo podían haber soñado. Herald Square (1896, James H. White), la primera película grabada en una localización real de Nueva York, de la cual los periódicos de la época destacaron su dinamismo y vivacidad, era un trozo de vida listo para ser consumido en las salas de cine de todo el mundo. Los del estudio Kalem fueron más allá (eso sí, casi 15 años después) y decidieron grabar algunas de sus producciones fuera del continente. A lad from Old Ireland (1910, Sidney Olcott) es la primera producción estadounidense grabada en Europa, promocionada como “el gran drama transatlántico de la Kalem”.
En esta época, la mayoría de las productoras tenían su sede en Nueva York o Chicago, donde grababan en exteriores para aprovechar la luz y los escenarios naturales y ahorrar en gastos. La situación, sin embargo, cambió pronto. Ante un público que pedía más y más entretenimiento, algunos estudios se plantearon el ambicioso objetivo de estrenar un filme por semana. Pero esto no resultaba posible en Nueva York o Chicago, pues la falta de luz y calor en invierno dificultaba poder grabar en exteriores en los meses fríos. Esto motivó a muchos cineastas a emigrar hacia el oeste durante los meses de invierno. Poco a poco, ante las ventajas que ofrecía el área de California (mayor variedad de climas y paisajes, mayor libertad fiscal, entre otras), allí se creó la Meca del cine.
En 1917, los grandes estudios ya eran una realidad, entendidos como una gran fábrica de los sueños donde todo era posible. Por ejemplo, en 1916, el The Los Angeles Times anunciaba la creación de un “sol artificial” para los estudios nuevos. Esta versatilidad aseguró la victoria de Hollywood ante la televisión en la década de los cincuenta. Sí, la televisión ofrecía entretenimiento a los espectadores desde la comodidad de su casa, pero Hollywood daba más y mejor con sus superproducciones. Buenos ejemplos del funcionamiento de este sistema descomunal son películas como Ave, ¡César!, o la última de Tarantino, Érase una vez… en Hollywood. En tiempos como los de ahora, resulta inspirador cómo un espacio situado entre cuatro paredes nos puede transportar a cualquier lugar del mundo. Lars von Trier ofrece una visión muy interesante de esta idea en su icónica Dogville, donde un solo espacio minimalista logra convertirse en un pueblo.
La versatilidad del cuarto cerrado nos lleva inevitablemente a romantizar este confinamiento. Pensamos en grandes autores que se encierran a escribir y crean obras maestras. Nos vienen a la cabeza nombres como Shakespeare, Shelley, quienes escribieron algunas de sus obras más famosas encerrados, forzados por las circunstancias. Pensamos cómo el cine o la literatura van a hablar de todo esto. Pedro Almodóvar, por ejemplo, reflexiona sobre la situación y, casi sin quererlo, se apunta una idea para un posterior proyecto.
Tampoco podemos culparnos; algunas de las mejores historias ocurren en un cuarto cerrado. Desde thrillers claustrofóbicos como La soga (1948, Alfred Hitchcock) hasta alocadas comedias como Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988, Pedro Almodóvar). Y estos días, ¿quién no puede entender un poco mejor al protagonista de La ventana indiscreta, que, obligado a quedarse en casa, se entretiene observando las vidas de sus vecinos? En las vanguardias europeas tiene hasta nombre propio, Kammerspielfilm (literalmente, cine de cámara); un cine de estilo más intimista y realista que su opuesto el expresionismo, casi como una obra de teatro.
Ahora bien, ¿quién se encarga de generar este entretenimiento que nos ayuda a mantenernos cuerdos durante los momentos más duros? El artista, el escritor. Aquel a quien animamos estos días a “inspirarse” para regalarnos unas horas más de distracción. Detrás de la serie de televisión que nos tragamos de golpe y sin pensar se encuentran también los escritores y artistas. Estos días algunos de ellos, de manera voluntaria, han decidido compartir de manera gratuita su arte para hacer más llevadera esta situación. Pero esta elección voluntaria se ha entendido como un deber del artista; este privilegio del consumidor se ha entendido como un derecho a conseguir estos productos de manera gratuita. Esto nos lleva a buscar películas en streaming en plataformas ilegales, o nos tienta a introducir en el buscador “pdf gratis” detrás del título de ese libro que tanto nos apetece leer, pero por el que no estamos dispuestos a pagar un centavo porque en el fondo no creemos que lo merezca.
Y ahora nos podemos preguntar, ¿quién mantiene cuerdo al artista? La respuesta es, una vez más, el mismo arte. Ahora y siempre lo necesitamos, ya sea para transportarnos a lugares mágicos como las grandes superproducciones de los 50; o para enfrentarnos a la realidad en producciones grabadas en un solo espacio sospechosamente parecidas a nuestro día a día actual. Del mismo modo que estos días se ha puesto de manifiesto cuánto depende nuestra vida de la ciencia y la medicina, ha quedado claro que el arte y las humanidades hacen que esta valga la pena. Valorémoslos como se merecen.