En la película ¡Salve, César! (2016, Ethan y Joel Coen), el director de un estudio de cine se reúne con varios líderes religiosos para discutir la representación de Cristo en su próxima gran producción. Quiere así asegurarse de que no resulte ofensiva para ninguna fe y, por lo tanto, evitar la censura. Aunque la escena está pensada a modo de parodia, es sin duda un buen ejemplo para acercarse al sistema de estudio en el Hollywood clásico, donde las películas que no se ciñeran a las normas eran susceptibles de ser censuradas. No obstante, esto no es aplicable a toda la edad dorada. Hay un breve período entre 1929 (auge del cine sonoro) y 1934 (implantación del Código Hays de conducta) durante el cual las producciones destacaron por su carácter subversivo y por presentar argumentos que, posteriormente, serían motivo de censura (sexo extramatrimonial, mestizaje, homosexualidad, entre otros). Esta época, el Pre-Code, ha pasado a la historia como una de las más liberales del cine clásico. ¿Por qué acabó de manera tan abrupta? ¿Antes del Código Hays no había censura en el séptimo arte?
Evidentemente, sí. La censura en el cine nació tan pronto como una película ofendió a un sector con bastante poder como para tomar medidas. Este es el caso de Fatima’s Coochee-Coochee Dance (1896, James), donde Fatima Djemille baila la danza del vientre. Al ser considerada demasiado provocativa, en 1907 apareció una nueva versión en la que el cuerpo de la bailarina aparecía cubierto por unas líneas blancas. Aquí aparecen ambas versiones comparadas. Pronto resultó evidente que el cine era mucho más que una herramienta de entretenimiento; en manos del poder, podía convertirse en una potente arma propagandística. Por eso, cuando se estrenó The Corbett-Fitzsimmons Fight (1897, Enoch J. Rector), proyección pionera de un combate de boxeo, el sector más puritano de Estados Unidos protestó, pues creía que promovía el uso de la violencia.
Como respuesta a lo que estos grupos conservadores consideraban un mal ejemplo, surgieron varias iniciativas que castigaban los comportamientos amorales motivados por algunas películas. En 1907, se fundó la Comisión del Vicio en Chicago; en 1908, las protestas de un grupo de religiosos contra actitudes rebeldes obligaron al alcalde de Nueva York a cerrar todos los cines de la ciudad. Ante las quejas constantes que perjudicaban su imagen, la industria cinematográfica encontró la solución: la autocensura. Así, en 1909 se creó la New York Board of Motion Picture Censorship (posteriormente National Board of Review of Motion Pictures), que se comprometió a supervisar las películas y aprobar su proyección. Su verdadero objetivo, sin embargo, no era otro que evitar la aparición de más comités de censura.
Con la llegada de los locos veinte, ciertas asociaciones denunciaron la desordenada vida de las estrellas, pues la consideraban una influencia negativa para los jóvenes. Esto provocó que en 1922 se creara una nueva asociación, la Motion Picture Association of America. Con el objetivo de limpiar la imagen de la industria ante la población más tradicional, se puso a la cabeza de la asociación a William Harrison Hays, diácono presbiteriano y presidente del partido republicano. Al principio, Hays propuso “La fórmula”: una serie de recomendaciones para los estudios. Esperó que las productoras siguieran estos consejos para así evitar la creación de más comités de censura y convertir el cine en motivo de orgullo patriótico. Pero no fue así: al no haber ninguna ley concreta que obligara a cumplir “La fórmula”, pocas películas la tuvieron en cuenta.
En 1929, el código definitivo se presentó a varios productores de renombre. Sus autores, Martin Quigley (editor católico) y Daniel A. Lord (presbítero jesuita), preocupados por la influencia que el recién llegado cine sonoro pudiera tener en la gente joven, redactaron unas normas concretas para velar por los valores más tradicionales. Homosexualidad, mestizaje, sexo extramatrimonial o cualquier conducta considerada “indecente” no podía ser representada. La justicia y el orden natural debían triunfar ante el vicio y el mal. El código gozó de gran aceptación entre las productoras. Uno de sus mayores defensores era el ya mencionado Hays, que le dio el nombre por el cual se conoce hoy en día. Podéis encontrarlo traducido al castellano en este enlace).
Aún pasaron 5 años hasta que el código fue implantado. Durante este breve período de tiempo, muchas películas desafiaron sus prohibiciones. Esto se debe a la profunda crisis económica de 1930, que hizo bajar las ventas de billetes hasta un 50% y provocó el cierre de un tercio de los cines del país. Para volver a atraer a las masas a las salas, los cineastas optaron por tratar temas que, aunque políticamente incorrectos, resultaban atractivos para el gran público. Esto justifica lo extraordinario de sus tramas y personajes, sorprendentemente liberales si se comparan con los de décadas posteriores.
Esta fue una de las épocas más interesantes para los personajes femeninos. La nueva mujer podía expresar su sexualidad sin tapujos y expandir su mundo más allá de las tareas domésticas. Por eso, no es de extrañar que en La divorciada (1930, Robert Z. Leonard), su protagonista, al ser engañada por su marido, no llore y se resigne, sino que decida pagarle con la misma moneda y acostarse con el mejor amigo de éste. Además, por primera vez se trataron temas considerados tabú. Men in White (1934, Ryszard Bolesławski) y The Road to Ruin (1934, Dorothy Davenport y Melville Shyer), aunque no de forma positiva, presentan casos de chicas que se ven obligadas a abortar. She Had to Say Yes (1933, George Amy y Busby Berkeley) o Employees’ Entrance (1933, Roy del Ruth) denuncian cómo algunos jefes aprovechaban su posición de poder para mantener relaciones con sus empleadas. She had to say yes se proyectaba acompañada del siguiente mensaje: «Nos disculpamos a los hombres por las muchas revelaciones de esta película, pero tuvimos que mostrarlo tal y como se filmó. La verdadera historia de la mujer trabajadora.”
Sin embargo, a pesar de encontrar muestras de verdadera modernidad en muchos de los títulos, no deberíamos cometer el error de juzgar estas películas con ojos actuales. No dejan de ser el reflejo de una época y de sus prejuicios. Por ejemplo, los hombres homosexuales quedarán relegados a personajes secundarios satíricos o, en el mejor de los casos, al villano. Películas como Ladies they talk about (1933, Howard Bretherton y William Keighley) por su lado, nos muestran a las mujeres lesbianas como bastas e insensibles, estereotipo perpetuado hasta día de hoy.
No fue hasta 1969, cuando desapareció el código, que el cine empezó a reflejar los cambios sociales que estaban teniendo lugar en la sociedad estadounidense, tales como la segunda ola del feminismo o el movimiento de liberación LGTB a raíz de los disturbios de Stonewall (1969). Aun así, no cantemos victoria. Según un estudio del Geena Davis Institute, las mujeres solo aparecen un 36% del tiempo total en pantalla, frente al 63% de ellos. Otro estudio del GLAAD demuestra que en 2018 solo un 12,8% de las películas estrenadas mostraban personajes LGTB; de estos, un 64% eran hombres. Las estadísticas hablan por sí solas: aún hay un largo camino por recorrer.
Autor: Martha Vidal-Guirao Escritora y actriz de Barcelona, España. El plan es escribir un bestseller, pero de momento escribo artículos sobre mi gran pasión, el cine de la edad dorada. Me podéis seguir en twitter: https://twitter.com/VidalGuirao |