El primer volumen de En Busca del Tiempo Perdido relata la historia de Swann, un tipo obsesionado con la historia del arte y con las mujeres; con las mujeres en el arte y con la historia de las mujeres de las que se enamora. Nada más placentero para semejante sujeto que enamorarse de una cocotte, una puta de alta categoría que se acuesta con hombres y mujeres, actividades éstas que lo mantienen muy ocupado: se dedica a la divertida investigación de los encuentros amorosos de Odette, la documentación de los lugares en los que ha estado, la recreación de sus relaciones en la imaginación, la evocación de todas las sonrisas, todos los gemidos, todas las palabras de las que se ha perdido…
Que pertenecen a otros…
Nada más placentero que imaginarse a un Swann moderno, stalkeando a su amad@ en facebook, perdiéndose durante horas en el historial de su cuenta de twitter, imaginando con gran desesperación (directamente proporcional a su oscuro placer) la historia detrás de cada comentario, cada like, cada experiencia oculta tras las cadenas de etiquetas, nombres y lugares de los que uno está invariablemente excluido. Son la versión millenial de Swann los que crean perfiles falsos, los que se hacen expertos analistas de la vida social de esa persona, los que esperan con creciente ansiedad (y asegurada decepción) cada notificación de la misma…
Lo que trato de decir con todo esto es que las redes sociales no son (como sostienen los abuelos) el Anticristo, pero que hay algo de verdad en esta extraña afirmación. Las redes sociales son la manifestación monstruosa de nuestra neurosis, la posibilidad perversa de habitarla y disfrutar con sus infiernos… la obsesión con los nombres, los lugares, los rostros, las manías, configurando universos virtuales en nuestro interior, el deseo imposible de estar en todas partes y en todo lugar traducido en el horror de estar disponible para todo el mundo todo el tiempo, no sea que uno deje de existir… bien dijo Borges que, si Dios existe, no habría para él algo mejor que ser absuelto del mundo.
Marcel escucha de los labios de Albertine, su amada, de repente, un nombre dicho al azar, y no deja de advertir un extraño rubor en sus mejillas, un casi imperceptible temblor de sus labios, que inevitablemente lo remonta al placer que esa boca puede provocar, y que se abre ante un nombre ajeno, en un lugar desconocido para él, al que no podrá acceder salvo por los esfuerzos de la imaginación. Hoy en día, desde luego, podría intentar reconstruir (para usar la metáfora proustiana, a la manera de un historiador del arte que reconstruye la creación de la Mona Lisa) la historia de la vida amorosa de esa persona indagando en sus redes sociales. Todo esto, desde luego, en el mundo de las ideas, en el plano virtual, que como sabemos está construido de todos los lugares donde no pudimos estar, donde no podemos acceder… en fin, el lugar de los otros. Bien es conocida la triste verdad de que no se puede estar en dos lugares a la vez.
Sostengo que la angustia proustiana de imaginar la vida secreta del ser amado cuando no está a nuestro lado (sus citas secretas, las miradas que despierta al entrar a una fiesta a donde no se ha sido invitado, mientras uno, en el siglo XIX, escribe su imposible novela o, en el siglo XXI, publica memes desesperados en la red) se debe menos a los celos que a la envidia. La vida secreta de esa persona (que, ay de nosotros, no se detiene cuando no está a nuestro lado) es dolorosa no porque nos excluye de sus placeres, sino porque encierra los placeres que nosotros no tenemos. No sufrimos verdaderamente por pensar que en esa fiesta seguramente alguien le coqueteó y pudo acaso gozar de sus favores, sino porque imaginamos su vida llena de placeres que nosotros quisiéramos tener. No es tanto sufrir porque le haga caso a quien le coquetee, sino porque quisiéramos ser nosotros a quienes coqueteen. En nuestro imbécil narcisismo, asumimos que para que alguien nos enamore, debe poseer una perfección tal que invariablemente seducirá al mundo entero. Ese ser posee lo que nos falta, y lo que le falta a todo el mundo es la sensación de felicidad. En algún lugar debe haber un ser dichoso, y ese ser debe ser quien despierta el deseo… de tal modo que convertimos a esa persona en un Dios, universalmente adorado y que, en cualquier momento, apartará su mirada de nosotros y le concederá los favores a otro. Y en el fondo de ello radica, finalmente, la envidia hacia el ser amado. A nadie odiamos con mayor intensidad que al ser que amamos, pues encarna la felicidad que no podemos poseer: es, finalmente, aquello que deseamos ser… de manera que odiamos su belleza, odiamos su encanto, odiamos su sexualidad… porque todo eso parece libre en esa persona, por la sencilla razón de que no está atada a nuestras limitaciones (tendrá las suyas propias, pero uno es incapaz de verlas), y en esa vida secreta habrá personas que podrán romperlas. Odiamos esos rasgos que nos enamoran, porque en esa persona nos parecen deseables, libres de culpa, mientras que en nuestro interior son de las cosas más complicadas de la vida, con las que uno tiene que lidiar. Está en otros lugares donde nosotros no estamos, y creemos que ahí está la verdadera felicidad; invariablemente perdemos el tiempo, deberíamos estar ocupándolo en otra cosa. De una manera extraña, es como si esa persona estuviera en todas partes… pues los puntos ocupados por su cuerpo en el tiempo y en el espacio determinan el infinito que no podemos abarcar.
Marcel Proust, contemplando a su amada dormida, se pregunta el significado de esa «figura alegórica». «¿Alegórica de qué? ¿De mi muerte, de mi amor?», se pregunta violentamente. El cuerpo de Albertine, aquella que lo fecundó con el dolor, aquella a la que termina llamando «implacable diosa del tiempo»… alegoría absoluta del tiempo perdido, de la pagina en blanco que desesperadamente trata de llenar con sus laberintos verbales; alegoría de la imposibilidad de cumplir el deseo, de las limitaciones del yo y de sus posibilidades perdidas… el aspecto más oscuro del amor es, acaso, la fantasía secreta de ser la persona a la que amamos.
… reflexiones nacidas del reflejo de una lámpara en mi vaso de ponche, mientras el presentimiento de los romeritos cuyo aroma apenas se destila en la cocina, me hace adivinar el cúmulo de placeres y decepciones que me aguardan en el año. Feliz Navidad.
Autor: Ángel Antonio de León Actor, director, dramaturgo. Escritor aficionado, amante de la belleza y el psicoanálisis; freudiano convencido y apasionado. Estudiante de la carrera en Literatura Dramática y Teatro en la UNAM. |