Texto: Tonatiuh Teutli.
Fotógrafo: David Polo http://davidpolofoto.tumblr.com/
El viento se deja sentir con fuerza y revuelve la tierra de la cancha llanera que a su lado derecho, en lugar de la zona del técnico y las bancas, está cuidada por pequeños cuartos en obra negra, a media construcción, a medio camino como haciendo homenaje al tránsito de todo aquel que pasa por aquí. Los cuartos están llenos de varillas y alambres, uno que otro bote vacío y mallas que cubren la pared que da hacia la zona de juego. Sólo hay tres migrantes en los lados de la cancha, dos jóvenes que escuchan música proveniente de un celular y un hombre, mucho más maduro, que está sentado al borde de uno de los cuartos y que me sigue con la mirada cuando llego a caminar dentro de la cancha. Mi experiencia me dice que es más fácil platicar con el hombre solo que con aquel que ya tiene compañía.
—Buenas tardes —le saludo mientras me siento a su lado y ambos quedamos viendo de frente la cancha.
—¡Eh! Buenas, buenas — me contesta y clava un par de ojos claros en mí que contrastan con la piel martajada y morena del hombre.
Carlos García se llama mi interlocutor, un hombre que, me cuenta, proviene de Honduras y está esperando en Ixtepec sus papeles de visa humanitaria para poder irse a trabajar al norte de México. ¿A este país? ¿Por qué no a los E.U como la mayoría de los residentes del albergue? Pienso mientras saco un cigarro y don Carlos rechaza el que le ofrezco.
—No, yo ya no voy para allá. Me agarraron una vez y nunca más quise volver, no me gusta ¿sabes? allá hay dinero pero no seguridad para salir— me cuenta mientras mueve las manos de una forma bastante expresiva al hablar y patea las piedras que hay cerca de sus piernas.
El trayecto que alguna vez hizo hoy no es para nada parecido. Hace 20 años la ruta era diferente y los coyotes eran los dueños del camino, los Zetas existían únicamente en la imaginación de Osiel Cárdenas y los materiales del muro aún estaban del otro lado del mundo esperando a ser reciclados. En aquellos tiempos don Carlos siguió la ruta hasta Nuevo Laredo para, después de pocos días, llegar a El Paso donde trabajó más de 6 años en un restaurante de comida mexicana. En una redada fue capturado por la migra y regresado a Tegucigalpa, a empezar de nuevo en el barrio Morazan.
Pasados los trayectos de pláticas sobre rutas y comida mexicana, que don Carlos prefiere por encima de cualquier otra, se queda mirando la pulsera del Club Universidad que traigo en mi muñeca.
—¡Ey!, ¿Tú le vas a los Pumas vea?—me dice mientras señala mi brazo.
—Sí, sí, ¿Los conoce?— pregunto incrédulo de que un hombre que camina por un país que no es el suyo sepa sobre el fútbol nacional
—¡Sí! Claro, yo los vi jugar en Monterrey, ja, trabajaba ahí y me llevaron al estadio de… ¿son los rayados los que juegan en Monterrey, no? Bueno, de ellos.
Se desvanecen las fronteras de pensamientos que pensé podrían existir y de pronto me encuentro con una persona que sabe de jugadores y de alineaciones que yo no viví por la lógica del tiempo y la edad. A don Carlos le encanta jugar al fútbol y salir a correr por las mañanas, esa fue su vida cuando trabajó en Nuevo León de vigilante nocturno. Habla de jugadores de la selección nacional y de equipos que hace años descendieron de categoría. ¿Cómo sabe todo eso? ¿Es un escape a la vida o una pasión? Pienso mientras seguimos intercambiando opiniones del balón rodando en el pasto. Cuando bajo la cabeza noto sus tobillos con cicatrices como la de cualquier jugador callejero que sabe que el fútbol centroamericano encuentra en la fuerza bruta y la garra en el lugar que dejó ausente la técnica.
—No me gusta jugar en el albergue—dice mientras señala la cancha—No saben jugar y sólo patean. Juego afuera, en el pueblo, con los cargueros con los que trabajo de vez en cuando en lo que me dan mis papeles.
Aquí hay rutas, historias que dejan sin entrañas a más de uno, hay hombres huyendo de un destino que rechazaron y que intentan dejar atrás pero, algo que sorprende, hay conexiones que ignoran por completo la nacionalidad del pasaporte. Hombres que abrazaron símbolos de identidad nacional porque ya traían consigo un espacio en su ser donde algo parecido residía cuando aún no desafiaban las líneas fronterizas y los reglamentos migratorios. Don Carlos García es uno de ellos, entendió que el balón no tiene colores permanentes, más bien, está hecho del mismo material con el que uno forja la decisión de quedarse en una tierra que no es la suya.
— ¿Qué planes tiene después de la visa?—pregunto mientras la cancha comienza a ser invadida por migrantes de varias nacionalidades. Hoy es la final del torneo del albergue.
—Trabajar, como siempre trabajar—deja de hablar y se levanta para regresar un balón a uno de los equipos — trabajar en Saltillo. Ahí tengo un primo, bueno, el esposo de una prima que me ofreció ayudarle de vigilante. Poco de lo mismo.
Se acerca la “barra” de uno de los equipos al lugar donde estamos sentados, poco a poco comienzan los ruidos y los gritos con apodos a los miembros de los equipos. Don Carlos ríe con paisanos de su tierra y hablan sobre el premio que esperan recibir como trofeo: un pollo rostizado. Comida y deporte, el camino que siguió nuestra conversación. Espero que ganen para que mañana vayan inspirados a cargar, me dice mientras señala al equipo en el que hay migrantes con los que trabaja a orillas de Ixtepec.
Poco antes de que comience el juego Don Carlos se levanta y decide despedirse. ¿Y la pasión por el juego? ¿Dónde está? Me pregunto mientras veo que habla con más migrantes antes de irse.
— ¿Y el juego? ¿No lo quería ver?—pregunto, como insistiendo que se quede
— No puedo. Me están esperando para descargar un camión, si no voy, no hay paga y sin paga, ya sabe, no hay con qué salir de aquí.
Así es este camino donde, pese a toda pasión y distracción necesaria, siempre hay un plan, una ruta, un camino al que se le debe de respetar buscando la forma más pronta de continuarlo. Siempre hay un gol que meterle a la portería del vecino del norte.
Autor: Tonatiuh Teutli Estudiante por las mañanas de Estudios Latinoamericanos en la UNAM y por las tardes de Antropología Social en la ENAH. Eterno aficionado de la cultura popular, los diarios privados y el activismo político. |