I
La mañana empieza
con un fósil
de resina incendiaria.
Chispazos
devenidos
humo
de venidos
hubieses que,
romos,
se han ido
fermentando.
La mañana empieza
con un fósil
de resina incendiaria.
Chispazos
devenidos
humo
de venidos
hubieses que,
romos,
se han ido
fermentando.
la suerte se sienta
con sus dos caras probables
fumando y murmurando uno que otro prejuicio
qué poco elegante el que va de tenis
ha de traer pisando también el corazón
no está de moda llevar la nostalgia en un collar
ni los gustos grises de la ropa
quiere disimular cuando la miro
jugar a que no me atraviesa
los huesos
a que no vislumbra
en mí
una casa embrujada
por la apatía
fuma y desvía la mirada
escupe [por escupir]
tremendas bocanadas de humo
con voz ronca dice nada
aunque intenta
[políticamente]
decir un perdón
Sobrevolando por los ríos de tu cama
va tu cuerpo,
sube y baja como aliento
sin aire, muerto,
ausencia presente de tu llama.
Tus manos, abuela, llenas de pecas
y pliegues
Tibias y envueltas de tiempo
tus manos de abuela,
que no de madre,
con sus dedos saltarines
de pianista perdido
que no controla el ritmo
Para Liz
Un día el tiempo nos hace un resumen
donde regresa aquel recuerdo
que se fue, pero alguien pide que lo exhumen.
Mi padre vio morir a su padre
y cantó un par de canciones
el día en que se despidió del mundo.
Sólo
una
palabra
basta
para
que huyan
todos
los demonios,
desaparezcan
los maleficios,
pierda
su
nombre
el Diablo.
Y mi cuerpo no ha muerto es mucho más que el título con el que ha sido nombrada esta primera intención por reivindicar íntegramente el trabajo poético de Adriana Cupul Itzá. Ese verso contenido en “Adriana me diría o dolería a muerte”, uno de los poemas más memorables de la poeta bacalarense, nos habla más allá del tiempo y de las circunstancias que hicieron que la vida de la joven promesa de la lírica quintanarroense se esfumara a los veintiséis años en consecuencia de un trágico accidente automovilístico en el 2005.
Los he visto fornicando en las playas más obscuras, exhibiéndose mientras los niños posan. Los he visto orinando las ceremonias, dormidos entre plazas, acariciando nativas. Los he visto tragar su vómito, naufragar entre psicoactivos, engullir la comida local, después abandonar los restos en los matorrales, los he visto moralistas. Los he visto musitar, hablar en el dialecto de Buer. Se escaman, se prenden fuego, muerden sus escápulas, raspan su piel contra las piedras. Ellas se inclinan, alzan sus caderas y esperan ser penetradas, hacen visiones con sus sexos. Escupen en el Síndrome de Venecia. Los he visto tocar trompones hasta el amanecer cuando los trabajadores salen a sus oficios. Los he visto robar al arte, generar estruendos con sus botas llenas de lodo al danzar fandungas, balancear las mazas en fila, una encima de la otra, ancladas en su nariz, malabarear con aros y bolas sus manos de medusa. Los he visto implorar limosna al indigente. Creen que tienen una insaciable necesidad de reencuentro. Los he visto apocar los dormitorios, dejar al lugareño sin recinto. Después chocan con las expectativas, se desilusionan, se suicidan: Síndrome de París. Estamos en los tiempos del odio al turista.
Las líneas de tu vientre, rojizos adoquines,
los pasos de mi sexo dibujan coordenadas
para llegar al centro, tu manto tricolor
bañado con la albura matutina.