Mi padre vio morir a su padre
y cantó un par de canciones
el día en que se despidió del mundo.

Mi padre vio morir a su padre
y cantó un par de canciones
el día en que se despidió del mundo.
Sólo
una
palabra
basta
para
que huyan
todos
los demonios,
desaparezcan
los maleficios,
pierda
su
nombre
el Diablo.
Y mi cuerpo no ha muerto es mucho más que el título con el que ha sido nombrada esta primera intención por reivindicar íntegramente el trabajo poético de Adriana Cupul Itzá. Ese verso contenido en “Adriana me diría o dolería a muerte”, uno de los poemas más memorables de la poeta bacalarense, nos habla más allá del tiempo y de las circunstancias que hicieron que la vida de la joven promesa de la lírica quintanarroense se esfumara a los veintiséis años en consecuencia de un trágico accidente automovilístico en el 2005.
Los he visto fornicando en las playas más obscuras, exhibiéndose mientras los niños posan. Los he visto orinando las ceremonias, dormidos entre plazas, acariciando nativas. Los he visto tragar su vómito, naufragar entre psicoactivos, engullir la comida local, después abandonar los restos en los matorrales, los he visto moralistas. Los he visto musitar, hablar en el dialecto de Buer. Se escaman, se prenden fuego, muerden sus escápulas, raspan su piel contra las piedras. Ellas se inclinan, alzan sus caderas y esperan ser penetradas, hacen visiones con sus sexos. Escupen en el Síndrome de Venecia. Los he visto tocar trompones hasta el amanecer cuando los trabajadores salen a sus oficios. Los he visto robar al arte, generar estruendos con sus botas llenas de lodo al danzar fandungas, balancear las mazas en fila, una encima de la otra, ancladas en su nariz, malabarear con aros y bolas sus manos de medusa. Los he visto implorar limosna al indigente. Creen que tienen una insaciable necesidad de reencuentro. Los he visto apocar los dormitorios, dejar al lugareño sin recinto. Después chocan con las expectativas, se desilusionan, se suicidan: Síndrome de París. Estamos en los tiempos del odio al turista.
Las líneas de tu vientre, rojizos adoquines,
los pasos de mi sexo dibujan coordenadas
para llegar al centro, tu manto tricolor
bañado con la albura matutina.
Muerte al filo de la boca sin palabras.
Una voz sin música
emana su presencia frágil y pendular.
No pido la eternidad,
se esfuma mientras se enuncia
pido un grito infinito,
una suspensión del tiempo
fuerza para soltar la voz
un no que se resista.
Sombras húmedas florecen
a la espalda de la luz.
Los Muros contienen
el color y la humedad
de las tonalidades rotas.
Quizá reverbere en las esquinas
o en el reflejo
de esta habitación sin nombre;
los matices que encarcela
este patio de agua y tiempo.
***
Asentar que la tradición cultural de un artista puede ser apropiada y resignificada es dar la oportunidad de creer que el arte puede renovarse una y otra vez, así como ser puesta en muy diversos contextos de reinterpretación. No únicamente se resignifican los símbolos o los motivos poéticos, sino las prioridades enunciativas de una voz lírica, entre muchísimos panoramas abiertos y probables. Un homenaje sincero entre poetas no sería la repetición.
Pintura: El hijo del hombre de René Magritte
Escapaba de ti, dos pasos y otra vez conmigo
“Sujeto”, “Yo soy”
¿Quien es aquel? El del otro lado
Sonrío / Sonríe
Levanto mi pie izquierdo / Levanta suyo el derecho
Lo toco, siento frio
Acerco mis ojos
Desaparece / Desaparezco
Muevo mis labios, primate reflejo
¿De quien son esas palabras?
Transparentes temblorinas
No entiendo
Aprendimos a mirarnos
Tiempo y espejo
Una ausencia permanente.