«El erotismo es como el baile:
una parte de la pareja siempre
se encarga de manejar a la otra».
Milan Kundera
El baile en pareja es siempre un juego de tensiones e intenciones veladas. Con cada roce por la espalda, con cada mirada furtiva, con cada sutil aproximación de dos cuerpos moviéndose al compás de la música se inicia el eterno duelo de seducciones que durante incontables siglos ha sido semilla de las más desaforadas pasiones.
Al bailar, los oponentes forcejean en el vaivén de la dialéctica danzística, en donde los roles del seductor y el seducido se vuelven líquidos e inestables a cada paso, a cada vuelta. Imposiciones y sumisiones mutan para dar lugar a un fenómeno simbólico que recuerda a las ceremonias de cortejo animales. Ademanes, movimientos y sonrisas abonan a la intrincada semanticidad de un evento social que ha terminado por conformarse como uno de los rituales humanos más complejos de todos.
Pues bien, cuentan los abuelos que hace muchos años llegó a México un tipo de música que vino a revolucionar no sólo la forma en que bailaba la gente, sino al ritual mismo y a las implicaciones que podía llegar a tener un fenómeno social tan antiguo como lo es el baile de salón. Un ritmo nacido en Cuba, fruto de los amoríos entre la música africana y la música europea, un tipo de baile que en sí mismo retrataba la fusión entre la civilización y la barbarie: así llegó el danzón a México.