«El erotismo es como el baile:
una parte de la pareja siempre
se encarga de manejar a la otra».
Milan Kundera
El baile en pareja es siempre un juego de tensiones e intenciones veladas. Con cada roce por la espalda, con cada mirada furtiva, con cada sutil aproximación de dos cuerpos moviéndose al compás de la música se inicia el eterno duelo de seducciones que durante incontables siglos ha sido semilla de las más desaforadas pasiones.
Al bailar, los oponentes forcejean en el vaivén de la dialéctica danzística, en donde los roles del seductor y el seducido se vuelven líquidos e inestables a cada paso, a cada vuelta. Imposiciones y sumisiones mutan para dar lugar a un fenómeno simbólico que recuerda a las ceremonias de cortejo animales. Ademanes, movimientos y sonrisas abonan a la intrincada semanticidad de un evento social que ha terminado por conformarse como uno de los rituales humanos más complejos de todos.
Pues bien, cuentan los abuelos que hace muchos años llegó a México un tipo de música que vino a revolucionar no sólo la forma en que bailaba la gente, sino al ritual mismo y a las implicaciones que podía llegar a tener un fenómeno social tan antiguo como lo es el baile de salón. Un ritmo nacido en Cuba, fruto de los amoríos entre la música africana y la música europea, un tipo de baile que en sí mismo retrataba la fusión entre la civilización y la barbarie: así llegó el danzón a México.
El nombre «danzón» proviene de la hiperbolización de la palabra danza, refiriéndose específicamente a la contradanza europea, un tipo de baile de salón muy popular durante el siglo XIX. En su primer momento aquél término era usado de forma despectiva por la gente adinerada para denominar a ese tipo de baile «burdo y grosero» que era considerado propio de los estratos más bajos de la sociedad. La realidad fue que durante esos años la concepción que se tenía sobre el baile era muy diferente y el danzón tenía implicaciones muy ajenas a las que existían hasta entonces.
En la parte musical surgió tomando elementos del son cubano, la rumba y la contradanza europea. Este fenómeno de sincretismo parecía tan imposible de realizar que el resultado que brotó de esta fusión fue una especie de amalgama de muy larga duración —una pieza de danzón comúnmente ronda los diez minutos— en la que se iban intercalando varios pasajes que respondían a cada uno de los contrastantes estilos que lo conformaban.
Cabe recordar que el danzón llegó a México a través de Veracruz, de mano de los músicos migrantes provenientes de la región de Matanzas, Cuba; debido a esto, el baile y la parte ritual que comprendía el mismo se fusionó con muchos elementos de los bailes típicos jarochos, haciendo que este género se popularizara rápidamente.
El danzón se bailaba «pegadito», hecho que provocó la pronta desaprobación por parte de la sociedad más conservadora. A pesar de ser un baile de ritmo lento y cadencioso, la sensualidad que exhumaba cada uno de sus movimientos mostraba una parte que hasta entonces había sido censurada en los salones de baile. Este ritmo, que en apariencia expresaba sobriedad y recato, por dentro desbordaba una necesidad incontrolable de erotismo y expresividad que halló cabida entre los bailarines mexicanos.
El ritual para bailar danzón es sumamente complejo y en sí mismo bastaría para llenar crónicas completas.
«Dicen los que saben» que una buena pareja de danzón debe poder bailar en el espacio de piso que ocuparía una moneda de centavo, es decir
no hay forma de bailar danzón si no es dentro
de la más profunda intimidad con la pareja
Entre cada una de las melodías que se desarrolla a lo largo de la pieza existe una especie de pausa en la cual, según platican los bailarines más veteranos, la pareja aprovechaba para poder hablar de sus amores evitando ser vigilados por los chaperones que usualmente acompañaban a las mujeres a los salones de baile.
Pero es imposible concebir al danzón sin tener en mente que además de haber sido uno de los bailes de salón más refinados también fue uno de los bailes mejor aceptados por la gente del pueblo llano. Esto puede deberse a que el danzón desde su origen existió como una expresión mestiza que rescataba lo mejor de dos mundos y que abría sus puertas sin distinción a cualquiera que se atreviera a levantarse a bailar.
El danzón podía bailarse en una desgastada vecindad o en una elegante sala de baile. Jóvenes, viejos, hombres, mujeres y niños, en cualquier fiesta con cualquier pretexto, durante muchos años toda la gente tomaba su pareja y corría a la pista de baile tras escuchar el primer tamborazo de las danzoneras. La insólita seducción de este baile se inmiscuía entre las fibras más sensibles, despertando los apetitos más esenciales del ser humano.
Por esto es que la última sección de cualquier danzón es siempre un fragmento de rumba en donde la música y el baile se acelera; todo se reduce al primer instinto físico en donde las normas y preceptivas se eliminan y la pareja se aproxima ante la necesidad prístina de un último contacto. Tras de ello, el duelo termina, la música se detiene y sólo entonces podemos ver cómo una pareja de ancianos que se mira con ojos enamorados, llenos de recuerdos, gira hacia el frente y con una caravana agradece al público.