Vieron morir a los otros, y también a los suyos. (…) Pero todos vieron la muerte, todos vieron cómo se usaban las armas, para qué se emplearon. (…) Nuestro repetido drama latinoamericano de no saber cuándo tomar la pluma, cuándo tomar las armas, para qué, para quién.
Carlos Fuentes
La cotidianidad mexicana vive tiempos espasmódicos y convulsos. El país yace sumido en una creciente ola de violencia y de tormentoso desequilibrio que parecía ser irrefrenable. Los periódicos, los noticieros, las redes sociales, las calles, cada pequeño espacio de la vida diaria se llena de imágenes angustiosas que parecieran anunciar las primeras señales de una hecatombe nacional.
La normalización y paulatina indiferencia que rodean aquellos hechos que debieran ser denostados se han vuelto el pan de cada día de una sociedad que —cómo hiere decirlo— parece haber terminado por acostumbrarse al dolor. Dolor de pérdida, dolor de angustia, dolor de miedo, dolor de una patria sufriendo como la madre que ve correr por el suelo la sangre derramada de sus hijos.
De esta forma nos hemos adecuado a vivir, ante la presencia fantasma de los desaparecidos, bajo los cuerpos inertes que fueron arrojados en un rincón de la memoria, con marcas invisibles esparcidas por el cuerpo, con golpes ignorados y gritos ahogados, aturdidos por una realidad que pareciera ser ajena a la nuestra, con un velo oscuro que nos ha hecho perder el rumbo y nos ha arrancado de cuajo la idea de un futuro mejor.