Etiqueta: Literatura Española

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La forma del viento (selección) – Poemas de Patricia Iniesto

Estos poemas pertenecen a La forma del viento (Premio Internacional Covibar Ciudad de Rivas, 2022), publicado por Ediciones Vitruvio.

Hoy 
estallan 
como un sueño de arena 
luciérnagas bajo mis párpados 
y su sombra amarilla arranca
jirones 
de luz 
cuando se arrastra hasta los acantilados 
líquidos de tus huesos. 
También es mortal cada uno de los fonemas 
de un nombre
que ya solo se completa a través de la 
ausencia. 

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Entelequia – Cuento de Pilar Llada Cienfuegos

Por alguna razón, que aún desconozco, el instinto me llevaba al mismo lugar y a la misma hora en donde dos viejos conocidos, aún sin haber sido nunca presentados, se daban cita sin fijar en un bohemio café de tabiques rojos y apliques horteras. Yo solía pasar las tardes sin itinerario definido, azotando las calles como un vagabundo que se arrastraba por las esencias místicas de las arterias más solitarias. Andaba a gatas o en cuclillas, otras a la pata coja, según me cogiera ese día de whisky el cuerpo. Mi intención me doblegaba y tiraba de mí como de un perro, sin oponer yo la menor resistencia. Así, había acabado tirado en más de una ocasión en el banco de un parque solitario y sombrío, a la espera de un alma caritativa que me sacudiera con fuerza y me devolviera a la realidad.

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La corbata – Cuento de Aarón Carlos Andrés García

Se apea el sol y la luz extiende sus grandes alas sobre Central Park. Jacob se asoma a los viejos cristales de su mansión. Parece un autómata, pero lo que chirría realmente es la ventana estilo Luis XIV [nota del autor: en un congreso sobre antigüedades alguien que masticaba tabaco insistentemente me aseguró que dicho individuo chirriaba así].

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Credo – Poema de Miguel Ángel Zamora

Creo en ti, padre,
que examinas el vientre de los automóviles con las manos manchadas de grasa,
que tallas la madera con una hoja de afeitar con esas mismas manos de lobo doméstico
con la piel ya gastada y los pulmones vacíos como globos deshinchados y rancios 
de tanto fumar a escondidas,
un hombre libre, ¡el orgulloso domador de los caballos!, reducido a ocultar el tabaco en el lavabo.
Creo en el hombre que me miraba con sus ojos marinos encerrados tras los cristales de
unas gafas de sol de los años setenta,
el que me abofeteó hecho fuego porque me atreví a pronunciar su nombre, un dios
colérico,
un hombre con una hoguera ardiendo en los puños,
con la fuerza de un cuarto ángel 
y las alas arrancadas a mitad de vuelo,
perplejo por no saber nunca lo que estaba ocurriendo,
prisionero al fin de su propia piel.
Creo en ti, padre, el último de los cadáveres, cadáver hoy también tú mismo y cadáver
ya en vida,
nunca más que la fotografía del carnet de un hombre sonriente sin valor ahora
cuya sonrisa última ha quedado congelada en el ámbar de esa tarjeta que sostengo en 
las manos.

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Salvoconductos hacia las primaveras (selección) – Poemas de Marian Raméntol

Siete oscuridades pegada a ti

Una mano sostiene el examen del agua
durante siete suicidios sin estornudar.

Con una margarita muerta en el ojal,
los altares vomitan sus policromías,
y abofetean la infancia,
los rezos impúberes y la comunión del frío.

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Reinicios – Prosa poética de Rosa Martínez Guarinos

I

En el refugio se respira un aire viciado de carencias. La expectación va abriendo grietas en el muro. Hay filtraciones también o flujo de fantasmas. Escuálidos principios medran entre sombras y las linternas abren boquetes de insoportable luz. Tenemos preparado el cloro, los alimentos envasados con tripa de centuria y hambre encapsulada en ampollas de vidrio. Uno de nosotros gime algo y los gemidos tienen resonancia más allá de los cuerpos. El nuestro es un refugio donde no llega el sol, una especie de cárcel sin salida; tú bajas a su fondo, saltas las horas como un atleta del peligro, del miedo que apetece, del placer que se acaba.

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La pócima – Cuento de Eduardo Viladés

Lo que menos me gusta de la gente es que siempre tengo la sensación de que debo justificarme en su presencia, encontrar una socapa que me permita afrontar la angustia que me causan los demás. Con el transcurrir del tiempo no tengo miedo a la soledad porque las personas son infinitamente más peligrosas. Creo que a mi edad estoy en mi derecho de pensar así. Tengo 200 años. 200 años y dos meses. Desde que era pequeña he sido diferente a las demás niñas. No tengo término medio, algunas personas me adoran y me veneran como si fuese el vellocino de oro y otras me detestan porque no soportan mi rapidez mental ni mi desparpajo. Así que tengo que lidiar entre quienes me llevarían a un museo para ser admirada como una obra de arte o los que me encerrarían en una mazmorra de una prisión del extrarradio con un bozal bien prieto. Mi abuelo era un mago muy poderoso que elaboró un elixir de la eterna juventud. Físicamente era el horror, su rostro parecía un cataclismo, una mezcla entre Juan Tamariz y Torrebruno. Mentalmente era muy inteligente. Había heredado las enseñanzas de Merlín el Encantador, a quien conoció en el siglo XIV en sus andanzas persiguiendo doncellas por los bosques de Nottingham. De Inglaterra se asentó en la zona de los Pinares de Rodeno, en Albarracín. Teruel le parecía un reducto abandonado del Sur de Europa, pero tenía alma misionera y quería dar una oportunidad a esa parte del mapa, en especial porque había oído que los niños no eran felices y no asimilaban el tránsito como algo natural. Dado que su rostro era difícil de ver, y a pesar de que las inglesas de aquel siglo no se caracterizaban precisamente por el recato, no prosperó en el terreno amatorio, pero sí en el campo de la magia y la clarividencia. Con perejil de Monterde de Albarracín, diente de serpiente del Kilimanjaro y sudor de jirafa de Tramacastilla elaboró una pócima que detenía el envejecimiento. Un día que llegaba del colegio, hasta arriba de barro y con la mente en el cocido que me prepararía mi madre, se empeñó en que la bebiese. Yo era muy tonta y no sabía decir que no. El abuelo llevaba semanas intentando convencer a mis padres y el resto de miembros de la familia para que probasen el elixir, pero le daban largas o le decían que tenían un pollo en el horno. Recuerdo que el pobre hombre se pasaba todo el día yendo de lado a lado de la casa con el bote de cristal en la mano, como si fuese un entrevistador de los que te encuentras en la calle Preciados intentando venderte una conexión de dieciséis gigas. Me he adelantado de siglo, pero prefiero contextualizar lo que cuento que después no se me entiende y me pongo neurasténica si tengo que empezar a dar explicaciones. Desde que tomé el elixir me gano la vida dando charlas improvisadas acerca del pasado. Suelen ser lecturas dramatizadas por la zona de la Torre del Andador. La gente alucina al ver a una muchacha hablando de la desamortización de Mendizábal y el reinado de Fernando VII. Mi abuelo tuvo la deferencia de explicarme el secreto del elixir cuando yo accedí a tomarlo. Sabía a rayos y me quedé medio traspuesta tras ingerirlo, pero fue cuestión de cinco minutos, aquello que notas un súbito retortijón en la boca del estómago como cuando te excedes con el curry en una cena de empresa. Mi trabajo no me mata, pero con la crisis no me queda otra. Ahora, con el corona pululando, no te quiero ni contar. He hecho de todo, que dos siglos dan para mucho, y reconozco que añoro los tiempos en los que trabajaba como ejecutiva de una empresa de alta cosmética o la etapa en la que fui concubina de un marqués. Lo bueno de pasar media vida en parques y a la intemperie es que no tengo horarios y que gozo de un color de piel envidiable, una especie de moreno albañil que me sienta de maravilla. Y eso que vivo en Albarracín, no en las Seychelles, pero el sol turolense es de otro cariz. Hoy quiero que pruebe el elixir Eduardo, un niño que está sentado aquí con el resto de chavales y que se hace el loco para que no le saque al escenario. Cuando lo pruebas, el envejecimiento se detiene. Mis padres decidieron que yo lo tomase cuando tenía dieciséis años y me quedé anclada en esa edad. Afortunadamente ya me había desarrollado lo suficiente y tenía apariencia de mujer hecha y derecha, con curvas de escándalo, buenos pechos y mirada felina. No me quiero imaginar lo terrible que hubiera sido pararme en los doce años, en plena tierra de nadie. Aunque en un primer momento pensé que mi familia no estaba interesada en los sortilegios de mi abuelo, con el pasó del tiempo descubrí que habían sido mis padres quienes le habían convencido para que fuese yo quien probase el elixir. Era la inteligente de la familia y querían que mi legado se perpetuase para siempre. Digo yo que deberían habérmelo consultado pero, en fin, ya se sabe cómo son las madres. Me hace gracia porque mi madre también lo probó y sigue a mi vera desde entonces. Hay un pequeño problema que a ella no suelo contarle. Y es que todo cansa en abundancia, hasta la vida… 

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Entre textos – Microrrelatos de Rafa Mellado

Para Sandra

La misión

El joven Luna-en-el-pecho aprendió a leer y a escribir. Era un deber moral o religioso que, como última voluntad, se propuso el viejo misionero.

Andando el tiempo, Luna-en-el-pecho caminaba pálido y taciturno, los hombros caídos hacia delante. ¿Cómo llenar el vacío existencial que le espoleaba a leer cientos de veces el único libro que había en la aldea?