A Mel Brooks
01 de febrero de 1789
Hoy he entrado al servicio del barón de Menage y la baronesa de Trois. Extrañamente, el palacio parece un laberinto. Una cocinera de Carcasona me ha guiñado un ojo.
A Mel Brooks
01 de febrero de 1789
Hoy he entrado al servicio del barón de Menage y la baronesa de Trois. Extrañamente, el palacio parece un laberinto. Una cocinera de Carcasona me ha guiñado un ojo.
Aoki toma el balón y se lanza corriendo, esquiva contrincantes, uno tras otro. Está por llegar a la meta cuando da un mal paso y cae, rueda varias veces. El equipo contrario se aprovecha y toma el balón.
—¡Ahora qué, Aoki! —le gritan desde la banca. Aoki, con temor, rueda a un lado y sale de la cancha para permitir la entrada de su relevo. Lentamente, se levanta mientras llega la asistencia médica a revisar si tiene alguna lesión.
El rey se volvió loco. Sí, eso dijeron sus más cercanos. Dijeron que pasó toda la noche gritando. Entre sus palabras disparatadas contaba que horribles fantasmas lo acosaban, recordándole sus crímenes atroces, crímenes cometidos desde su temprana niñez, cuando se entretenía lanzando a inofensivos perros desde lo alto de las torres del palacio para gozar viendo cómo se destrozaban en el suelo; entonces reía y cantaba saltando y agitando los brazos. Mientras más sangre salía de los cuerpos reventados, más se alegraba.
Al día siguiente, el sol irisó sus hileras, otra vez, sobre el páramo alboreado con el sondeo de los llantos y el olor fatigante a pólvora. La carrera de nuevos modelos inspiracionales se embriaga en sauces del pasado. Cada uno patina, a ribera de semblante dudoso, por ver quién es el primero en resbalarse sobre sus propios sesos. La rutina del carnaval sádico se ha tornado la cresta de juicios indiscretos, donde la calle se adorna con flores de féretro para la niñez desguindada.
El primer porrazo, del que no guardo recuerdo, habrá sido seguro en el patio. Adentro de la casa propiamente dicha, habría obrado el abrazo apresurado y salvador de mis viejos o alguna tía, o mi abuela, que venía seguido a vernos. O tal vez sí haya ocurrido adentro, entre esas paredes despobladas de cuadros o fotografías. Me acuerdo de mamá arrodillada, lata de cera en mano y el trapo, fregando las tablas de los pisos hasta dejarlos brillantes. Siempre, un rato más tarde, culminada su fatiga, ante el primer descuido de mi parte o de mi viejo, su grito: ¡los patines!
Desde tiempos inmemoriales el Hombre ha establecido un vínculo profundo con su Destino; a veces, lo ha aceptado sin miramientos; otras, lo ha rechazado con ímpetu, pero siempre ha intentado comprender las fuerzas misteriosas que manejan los hilos de la vida.
La historia de Ricardo, «el Loco» Ramírez, es un claro ejemplo de este infructuoso combate humano contra lo inasible.
Abro mis ojos cada mañana, con la sensación de tu cabello reposando en mi almohada, siento que puedo oler tu perfume, ése que te regalé la tarde que fuimos a pasear sin rumbo y que no dejaste de usar un solo día desde entonces, volteo lentamente y sólo puedo ver el vacío a un lado mío; los recuerdos de tiempos pasados llegan a mi mente, cuando temprano te escuchaba andar por la casa, siempre fuiste un pajarillo madrugador que con un beso me despertaba cada mañana; ahora me despierto a falta de querer soñar, porque cada vez que cierro mis ojos mi mente quiere ir a donde tú estás.
Si hubiera sabido la verdad, habría hecho algo por él. Miré al anciano en el piso, a punto de tocarme. Con largos cabellos y barba espesa, de sus ojos sobresalía una expresión airosa. Bien dicen que la esperanza es lo que muere al último. Retrocedí, inquieto por el olor a trapo sucio combinado con aceite. Sabía que toda su vida se había dedicado a destapar caños en casa de doña Bertha; yo era el encargado de llevarle en una bolsa el recipiente con los restos de la comida: medio tazón con sopa y tortas de carne en chile verde. Agradecido, siempre me acariciaba la cabeza. La mano pesada y los dedos ásperos al contacto con mi piel me provocaban una calidez tremenda, de ésa que uno guarda sólo para la familia.
Sonsoles me contó el otro día cómo había transcurrido la última sesión en la consulta de su terapeuta. Me habló de la doble llama que debe darse en toda relación amorosa, requisito indispensable para que esa aventura que se establece entre dos personas crezca y se fortalezca. Mencionó grupos de palabras que hacía mucho tiempo no escuchaba: pasión y empatía, lujuria e ilusión, deseo carnal y escucha, lascivia y entendimiento, concupiscencia y amor desinteresado.