El fuego dual || Cuento por Eduardo Viladés

Sonsoles me contó el otro día cómo había transcurrido la última sesión en la consulta de su terapeuta. Me habló de la doble llama que debe darse en toda relación amorosa, requisito indispensable para que esa aventura que se establece entre dos personas crezca y se fortalezca. Mencionó grupos de palabras que hacía mucho tiempo no escuchaba: pasión y empatía, lujuria e ilusión, deseo carnal y escucha, lascivia y entendimiento, concupiscencia y amor desinteresado.

Cada vez que me cuenta lo feliz que se siente al lado de Pedro me entra una envidia sana que no puedo describir. No solo porque ella es una de las personas más importantes de mi vida y verla contenta hace que también lo esté yo, sino porque la conozco muy bien y soy plenamente consciente de que encandilarla es tarea casi titánica porque cuenta con tantos y tan diversos matices que no todo el mundo puede entenderlos. 

Desde hace unos meses, como suelo comentar a Sonsoles cada vez que la aburro con alguna de mis interminables charlas telefónicas, no dejo de pensar en Ricardo. Una canción, un olor, una frase, un comentario banal de cualquier persona, la fragancia de un perfume, una calle por la que anduvimos juntos, un refrán. Todo me recuerda a él y hace que en mi interior la coctelera de las emociones se ponga a trabajar a mil por hora. 

Últimamente lloro mucho. Lloro por todo lo relacionado con él. Me he convertido en una plañidera de andar por casa. Me puede pasar en cualquier sitio. Ayer, sin ir más lejos, nadando en la piscina de mi gimnasio, pusieron por el hilo musical de Rocío Dúrcal y me convertí en un alma en pena en un abrir y cerrar de ojos. Menos mal que al estar en la piscina con la cara mojada no llamé mucho la atención, aunque una señora mayor, al verme apoyado en el borde del vaso con los ojos hinchados y sollozando, se acercó a mí y me preguntó si me encontraba bien. 

—Es que esta canción me gusta mucho— le contesté.

—Yo soy más de Guns & Roses— dijo la abuela.

Quién me iba a decir a mí, por lo general seguidor de grupos de rock de los ochenta, que perdería el norte con una canción así. A él le encantaba. Como la gata de la canción, cada uno ha tomado un camino diferente en la vida y dudo de que nos volvamos a ver de nuevo. 

Recuerdo cuando Sonsoles le conoció en Valencia una tórrida noche de julio. Poco tiempo después, me confesó que Ricardo le había dicho que estaba absolutamente seguro de que yo era el hombre de su vida. Yo lo estoy ahora, pero ya es demasiado tarde. 

Vienen a mi mente destellos de la aventura que vivimos esa jornada. Se agolpan en mi cabeza como si fuesen el tráiler de una película, con sus títulos de crédito, las estrellas invitadas, contrapicados y primeros planos. Llegamos tarde a casa, donde estaba esperándonos Sonsoles, porque él me llevó por sorpresa al parque de Cabecera. Nos colocamos al lado del estanque de los cisnes. Sacó una botella de vino, dos copas de cristal y una ramita de incienso que clavó en el césped y prendió con su mechero mientras amenizaba el ambiente con la canción de la Dúrcal. Admito que casi me da un nublao cuando empecé a escuchar la melodía, sensación que empeoró cuando Ricardo comenzó a tararearla porque no cantaba precisamente como Carusso. Hacía muchos meses que no llovía en Valencia y esa tarde cayó un chaparrón. Terminamos la escapada al parque besándonos bajo uno de los soportales que rodeaban el recinto. No sé nada de él desde finales de mayo. Me mandó un mensaje en el que me pidió que no le escribiese más porque había creado una relación de dependencia conmigo con la que no se sentía cómodo. Aseguraba que me quería mucho y que no pretendía destruir lo nuestro, pero me pedía que desapareciese de su vida y que, llegado el caso, sería él quien me buscaría. Casi todos mis amigos entendieron su decisión, en especial porque lo habíamos dejado siete meses antes de ese momento y les parecía absurdo “lo bien” que llevábamos la relación o la ausencia de ella. Puede que sea cierto, no lo sé. Si que es verdad que al día siguiente de romperse fuimos juntos al cine y a cenar. Para mí no hubo cambio. Lloramos, lo pasamos mal y la ruptura fue dura pero, a pesar de todo, seguía a mi lado y continuaba siendo mío. Cada vez que pienso en la doble llama que menciona la psicoanalista de Sonsoles me doy de cabezazos contra la pared. Cuatro meses antes de la ruptura nuestras relaciones sexuales habían desaparecido. Yo lo acepté, pero no porque sea Gandhi, sino porque me encontraba tan a gusto a su lado que no echaba de menos el sexo. 

Doble llama. Sin la doble llama no existe la relación de pareja, sino la amistad o la confraternidad. Durante los dos primeros años de relación me excitaba muchísimo solo con verle cruzar la calle, sentir que se acercaba a mi casa o tenerle cerca. Era como una hiena que huele a su presa y nada más olfatearla la degusta y la devora hasta las últimas consecuencias. 

Pero a medida que el amor y el mutuo conocimiento iban en ascenso mi deseo sexual mermaba. Yo no tenía ganas de volver a lamerlo, comérmelo vivo, chuparle como un merengue al que echas canela en rama en la superficie, descubrir su sexo como si fuese la primera vez. Esto hizo que durante bastante tiempo él se sintiera poco deseado y yo, forzado. 

Doble llama.

Recuerdo incluso que muchos fines de semana que pasábamos juntos me inventaba excusas antediluvianas para evitar acostarme con él. Pero yo lo llevaba bien. Es posible que me engañe a mí mismo y me monte películas, quizá es la historia de mi vida, pero me conformaba porque le quería mucho y realmente era yo mismo a su lado. 

Los artistas estamos locos la mayor parte del tiempo, somos muy complicados y nos caracterizamos por una necesidad ingente de atención ajena. Puede que los artistas que se dedican al teatro, como yo, seamos si cabe más difíciles de tratar. Supongo que tengo la necesidad imperiosa de crear historias todos los días, de perfilar una aventura diaria que haga que yo me convierta en actor de mi propia vida. Necesito estímulo constante, levantarme de la cama y esbozar una aventura sacada del mejor cuento de los Hermanos Grimm. Por eso quizá terminé cansándome de Ricardo, porque la fuerza dramática de mi cuaderno de bitácora llegó a ser repetitiva. Ricardo me domaba. Yo le chillaba, le insultaba, le volvía loco, le decía que no le aguantaba (un día hasta me echó de su casa a la una de la mañana tras una discusión) y pensaba en abandonarle cada dos segundos. 

Aun así, no podía vivir sin él. No puedo vivir sin él. 

No tenía capacidad de ofensa sobre mí porque no me llevaba a la cama nuestras trifulcas. Al contrario, crecía con ellas y aprendía. Gracias a él aprendí muchas cosas. Soy un chaval muy difícil, aunque también quiero romper una lanza a mi favor porque Ricardo no se quedaba corto y pienso que yo también le enseñé mucho. Llegó a mi vida en un momento muy complejo para él y yo le animé a rescatar del baúl de los recuerdos algunas conductas y pensamientos positivos que tenía escondidos tras años de hastío y desasosiego por asuntos personales. Apenas tres años antes de conocerme habían muerto sus padres, a quienes se sentía muy unido porque eran su todo y su refugio, y le habían despedido de la empresa en la que trabajaba tras un severo expediente de regulación de empleo. Se había sumido en una profunda depresión e incluso manifestaba comportamientos agorafóbicos. Los primeros meses a duras penas salía a la calle porque le entraban crisis de ansiedad y se metía a la cama a las nueve de la noche para no pensar. Tenía su corazón encerrado en una caja y nunca lo llevaba encima porque tenía miedo de que le hiciesen daño. Había renunciado a la aventura de vivir y yo me erigí en su David Livingstone particular, dispuesto a que encontrase el nacimiento del Nilo y se dejara salpicar por las cataratas del río Zambeze. 

Ricardo no quería viajar. Y, si lo hacía, tomaba el tren con demasiadas maletas. Antoine de Saint-Exupéry dijo que “aquel que quiere viajar feliz, debe viajar ligero”. Yo enseñé a Ricardo a lo que se refería el autor de El Principito en la aventura de la vida. Ricardo tenía los ojos gastados de tanto mirar. Fue una de las cosas que más me sorprendió cuando le conocí. Había sufrido muchas desilusiones. Dicen que las desilusiones son como pequeñas muertes diarias y a él le estaban matando lentamente, como un veneno que se vierte de vez en cuando en el café y va lacerando el intestino. Hay miradas que no saben mentir. La de la tristeza se reconoce de inmediato; detrás de ella hay un universo gélido que desconcierta. Los ojos lloran sin dejar caer una sola lágrima y, aunque la boca sonría, están despegados del rostro. Ricardo era un hombre triste y yo quería cambiarle. Quizá ese fue mi error. Recuperó parte de la ilusión gracias a la lectura. Empezó a leer relatos de aventuras para dejarse llevar y no compadecerse de sí mismo. Los cuentos le conectaron con otras épocas, personas y culturas. Afortunadamente, con el paso del tiempo fue ganando confianza en sí mismo y volvió a sonreír. ¡Yo estaba tan orgulloso! Verle alegre hacía que se me olvidasen todas las penas. Tuve que soportar muchas malas contestaciones y subidas de tono, reproches y ataques de furia, pero no desistía. Quería verle feliz porque, como un boomerang, su felicidad era contagiosa. Además, nunca he escrito tanto teatro como cuando estaba con él, tanto como novios oficiales como los meses que transcurrieron en tierra de nadie tras dejar la relación. De hecho, solía decirle en plan de broma que era mi musa. Él me respondía jocosamente pidiéndome una parte de los derechos de autor. Ahora tengo la sensación de que ha muerto. Como ha muerto en parte mi creatividad y mi ilusión. ¿Por qué la gente cuando muere no lo hace con todo su material? ¿Por qué deja su impronta, su aroma? Lo terrible es que él no ha muerto; sigue viviendo en la otra punta de la ciudad. Le echo de menos. Mucho. Y no es egoísmo. Podría pensarse que quiero volver con él para recuperar mi inspiración o porque estoy más solo que la una. En realidad, sigo escribiendo (que lo que haga sea bueno o malo y tenga más o menos éxito es otro cantar) y tengo amigos. Le necesito. Su imagen va y viene constantemente, en especial sus ojos, con esas cejas pobladas y negras de centurión romano que me hacían enloquecer. O su tic con el dedo índice al rascarse la uña del pulgar. O sus salidas de tono, que antaño no soportaba y que ahora recuerdo como si fuesen gloria. 

Siento que se me ha roto un jarrón en pedazos y que pasaré el resto de mi vida recomponiendo los añicos que se han desperdigado por el suelo. No quiero llamarle ni escribirle porque él fue muy claro conmigo y me pidió por favor que no diese señales de vida hasta que las heridas cicatrizasen. En mi caso, las laceraciones son aún mayores y no dejan de supurar. 

Dicen que quien realmente te quiere, te ama desde antes de conocerte. Es lo que yo siento con Ricardo. Me lo llevaré al país de nunca jamás para guardarlo como un tesoro dentro de mi corazón y emprender una aventura sin final. Allí nunca envejeceremos y nos querremos con esa doble llama que un día existió.

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Autor: Eduardo Viladés (España, 1976). Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 24 años de carrera, referente en la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Extrañas noches (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. También es experto en periodismo cultural y de tendencias y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.