El título se presenta como una afirmación contundente, en la que me reconozco de manera inmediata. Tampoco tengo fuerza para ser civilizada, y es posible que Iveth Luna y yo no estemos solas en lo ancho de esa oración. Me sumerjo en las páginas y poco a poco comprendo que, en un mundo de normas y maneras prefabricadas de ser o comportarse, no ser civilizada significa hacer un ejercicio de franqueza y vulnerabilidad.
Autor: Julia Bravo
Un día después
A JP, Sofi y a otras personas que escuchan y cuidan
Despiertas poco a poco, cansada. Tienes como impulso desear buenos días a través del celular, pero algo te lo impide. Sientes una opresión en el pecho: se cumplió tu peor miedo. Recuerdas cómo, en la madrugada, se te subió por primera vez el muerto. Al menos no tuviste tanta conciencia, pensabas que era tu gata subiendo sus patas en tus costillas superiores. Quisieras compartir esa sensación por escrito, pero ya no puedes. Tardas unos minutos en volver a lo que sucedió la tarde del día anterior. Vuelve el golpe de realidad. Ayer por la tarde terminaron. El portal se ha cerrado. Ya no hay espacio para comunicar nimiedades. Aunque para ti no lo sean.
Mangos duros y batas blancas: transgresión y erotismo en Inés Arredondo
Ya no puedo comer mango sin pensar inmediatamente en la narrativa de Inés Arredondo. La primera vez que la leí, cursaba el octavo semestre de la licenciatura en Letras Hispánicas. Fueron tres cuentos los que me asignaron y, desde ahí, no he parado de considerarla una de mis escritoras favoritas. No soy la única: posiblemente esta autora sea uno de los mejores cuentistas mexicanos del siglo pasado; sin embargo, fuera de las academias y la crítica literaria, su nombre no figura de la misma forma que Salvador Elizondo o Juan García Ponce. Esto se debe a los sesgos del pasado que ahora reconocemos en la difusión de obras escritas por mujeres y a los mecanismos de configuración de un canon. Perteneciente a la generación de la Casa del Lago, su obra se presenta como un registro de los claroscuros de la humanidad y del uso de un lenguaje narrativo cuya finalidad es explorar las regiones de lo innombrable y proscrito.
Sesgos y perspectivas: “Feminismos descoloniales latinoamericanos para principiantes”, de Karina Ochoa Muñoz
Resulta abrumador pensar en las consecuencias vigentes de un hecho acaecido hace quinientos años, como lo fue el arribo de embarcaciones europeas a costas americanas. El proceso de colonización del sur global ha dejado heridas abiertas en todxs nosotrxs, queramos verlas o no. Lo bello, lo que valoramos, nuestras formas de cooperación y nuestra idea de poder, así como el modo en el que están constituidas la política y la sociedad tiene una relación directa con los sistemas coloniales instalados de una manera violenta, especialmente en los cuerpos de mujeres racializadas. Por ello, Karina Ochoa Muñoz, en el Material de Lectura número uno de la serie Vindictas. Pensadoras feministas latinoamericanas, se da a la tarea de explicar la relevancia de un feminismo descolonial y de la categoría “colonialidad de género” propuesta por María Lugones.
Bailar con
Collage de EpicAris
A María Ayala, Ana Aguilar, Manyanga y Yaceli
Para George Balanchine, el baile es la música hecha visible. Agregaría, también, que hay variaciones de esa visibilización de la música, puesto que en una canción puramente melódica puedes darle distintos grados de intensidad a los movimientos sin una clave que los implique necesariamente, o cuando hay varias bases de percusiones, puedes decidir atender a una o a otra con el cuerpo. El baile es lo más parecido y accesible a volar, en esa conjunción, ya que el patinaje artístico, el lanzamiento de paracaídas, el clavadismo o la gimnasia, son mágicos a los ojos del espectador, pero restrictivos para un gran número de personas que no pueden participar de esas actividades.
Un ticket y un amor (o la urgencia de poesía en nueve libros)
A Rebe, por las tortugas y las tangentes
Sonará algo pretencioso, pero aproximadamente cada diez días tengo la necesidad de pasar algunas horas en una o varias librerías. Me estimula estar rodeada de libros, observar las novedades, los descuentos, corroborar que ese-libro-que-quiero-pero-nunca-podré-costear sigue ahí o, simplemente, observar a la gente que llega determinada por un título en específico.
Dolores compartidos
Ilustración de Ylia Bravo Varela
En los pocos momentos de tregua que nos brindó esta infinita pandemia, descubrí un método infalible para socializar en reuniones: hablar sobre mis enfermedades, dolores, condiciones corporales y experiencias médicas. Si tienes más de veinticinco años, sufres de ansiedad pospandemia y ya no quieres hacer small talk, pruébalo: introduce de forma casual en la conversación algún padecimiento que te aceche en ese presente o del pasado reciente. Por cada una de ellas habrá alguien que empatice o tenga un pesar parecido; también puede que no sepa lo que es pasar por algo así, pero conoce a alguien que sí. Las probabilidades son altas. No sólo generará lazos más interesantes que los que se darían por hablar con alguien de la vida de conocidos en común o el tema del momento, sino que habrá un beneficio para ambas partes: intercambio de vivencias con especialistas. Porque sí, a los veinticinco queda atrás el pasado infantil de intercambiar estampas del álbum del mundial o de la nueva película de Harry Potter.
Abecedarium Magiae
Ilustración de Sofía Elvira Tello Moscarella
Acabo de doblarme el tobillo. Sé que no es un esguince porque mi familia es de tendones fuertes, pero igual me duele. Tengo miedo de que mi lesión afecte el marcador y, por ende, el torneo. Sin darme cuenta, A ya está a mi lado, y me pregunta si estoy bien. Le digo que sí —aunque casi siempre es mentira porque no quiero que piensen que soy débil— y me levanto rápido. Me vuelvo a caer, entonces me llevan entre él y alguien más a una banca. A se dirige a la covacha por un botiquín, vuelve y me hace la plática. Jamás había hablado con él, aunque seamos del mismo equipo.
Una autofuna
Parte I: Exorcismo inicial
—No sé si soy un buen hombre.
Eliseo Alberto
—Entonces lo eres.
La última vez que viajé en avión antes de la pandemia fue a finales de 2019 a Puerto Escondido, para pasar Año Nuevo. Había algo en la contundencia del 20/20, una total claridad con visaje impecable, que nos hacía tener esperanzas por lo que vendría. Ya sabemos que no fue como pensábamos.
Una carta de amor y denuncia
A María Ayala, la que baila en el paraíso
A Pedro y Vale, porque me hubiera gustado ser su estudiante
En mi primer día de la carrera, un profesor hizo que quienes eran o querían ser escritores se levantaran. Algunos con timidez, otros con orgullo, se pararon, intentando reconocerse entre sí. Esas miradas cómplices se volverían ojos vidriosos cuando el profesor, con un tono burlón, dijo que en la carrera de Letras no se formaban escritores. Que lo único que se aprenderíamos era a ser lectores profesionales y nada más.
Pensé que había sido muy grosero el gesto de pedir que se pararan, pero no cuestioné lo que acababa de decir. Al fin y al cabo, el maestro era él y no yo. Me sentí aliviada por no haberme parado. Yo no quería ser escritora. Entré a Letras porque quería ser maestra. Siempre quise ser maestra, o por lo menos desde los quince años.