Dolores compartidos

Ilustración de Ylia Bravo Varela

En los pocos momentos de tregua que nos brindó esta infinita pandemia, descubrí un método infalible para socializar en reuniones: hablar sobre mis enfermedades, dolores, condiciones corporales y experiencias médicas. Si tienes más de veinticinco años, sufres de ansiedad pospandemia y ya no quieres hacer small talk, pruébalo: introduce de forma casual en la conversación algún padecimiento que te aceche en ese presente o del pasado reciente. Por cada una de ellas habrá alguien que empatice o tenga un pesar parecido; también puede que no sepa lo que es pasar por algo así, pero conoce a alguien que sí. Las probabilidades son altas. No sólo generará lazos más interesantes que los que se darían por hablar con alguien de la vida de conocidos en común o el tema del momento, sino que habrá un beneficio para ambas partes: intercambio de vivencias con especialistas. Porque sí, a los veinticinco queda atrás el pasado infantil de intercambiar estampas del álbum del mundial o de la nueva película de Harry Potter.

Una comienza a traficar con teléfonos de doctores. En esos meses, catafixié el contacto de mi fisioterapeuta por una psicóloga que hace terapia con flores de Bach, el de una dermatóloga por un oftalmólogo y el de mi ginecóloga por una tarotista (¿especialista del alma?). Cabe decir que no he llamado a ninguna de ellas por falta de dinero, pero tengo su número guardado como cartas de Yu-Gi-Oh! a la espera de ser utilizadas. Descubrí que tengo alma de señora que hace yoga y tiene chequeos mensuales agendados. Si tuviera mucho dinero, lo derrocharía todo en estudios médicos. Creo que la razón principal de ello no es la vanidad, sino una combinación de hipocondría, querer estar bien, sentir armonía mi cuerpo y fantasear con poder pagar un médico absurdamente caro (y éticamente cuestionable por ello), lanzándole el dinero como máquina de contar billetes. Ésa es otra: es difícil encontrar especialistas con las tres B, así que mis pokemones están muy bien seleccionados porque las fuentes son confiables. Aquí tienen a su dealer del bienestar. 

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Mi jefe se ríe con ternura cuando le digo que ya me pegó la edad. “Tienes veinticinco, estás en la flor de la juventud”. Entiendo, de veras entiendo que no sé lo que es tener treinta, ni cuarenta, ni cincuenta, pero mi punto es que… desde los veinticinco empiezas a morir. Nadie me preparó para el momento en que la gente famosa fuera más chica que yo, ni para el momento en que mis estudiantes se disfrazaran de “adolescente en 2008” para Halloween o dijeran que les gustaba música de hace diez años tipo David Guetta o Avicii. Pero más que eso, nadie me dijo que me iban a doler tantas cosas y todo iba a comenzar a averiarse. Tal vez la pandemia aceleró lo inevitable, pero no dejo de pensar en cómo cambió dramáticamente mi relación con mi organismo en el último año. Me lamento, pero también hay algo que agradezco: fue una lección de humildad hacia la soberbia con la que yo narraba a mi cuerpo. 

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Antes de cada partido, una compañera siempre se ponía una rodillera. No estuve en el momento en que se esguinzó. Yo nunca me he luxado o roto ningún hueso. El lenguaje de las tobilleras y muletas era incomprensible para mí. Lo invisibilizaba, como cuando niña vas recorriendo la ciudad en coche y no registras los cajeros automáticos, las vulcanizadoras o los edificios gubernamentales. Si llegaba a detenerme en su rodillera, era sólo para tener un instante de tranquilidad interna por no ser yo la que tuviera que ponérsela, por tener un cuerpo adolescente imperfecto, que nos enseñan a odiar, sí, pero operante para hacer ejercicio e impecable en la mayoría de sus funcionalidades. Pienso ahora si esa sensación inconsciente y algo torcida no es similar a tener privilegios: no tener que preguntarte qué implicaría realmente ser de cierta forma, poder transitar la vida con mayor facilidad, ahorrarte ciertas situaciones trabajosas. Pienso ahora que nunca se me ha ocurrido decirle a un hombre, casual, sin querer amedrentarlo: “Sí, las funas, sí, no poder andar por la vida diciendo sandeces, sí, época complicada para ser hombre, pero ¿a que no se siente alivio?; cuando vas caminando en la noche solo, ¿te encuentras distraído, pensando ‘qué bueno que no me voy a sentir acechado’? Sin dolor, sin remordimiento, entiendo. O, simplemente, ¿te pasa por la cabeza?”

Un mes antes de la pandemia me esguincé un ligamento de la pierna izquierda en un partido. No usé rodillera, porque todos dejamos de jugar, pero comprendí lo que es pensar que puedes seguir corriendo y el cuerpo simplemente te obligue a sentarte en la banca. Una ligera descarga de impotencia y de enojo por la brusquedad que se pudo haber evitado invade todo el cuerpo. La misma sensación volvió a finales de 2021, cuando tuve un esguince en el brazo izquierdo en la reta de profesores. Yo simplemente resbalé y me caí de sentón —algo bastante recurrente en mi historia personal—, estaba inclinada hacia la izquierda y metí automáticamente mi mano con el codo hacia adentro. Quise levantarme como si nada, pero la mano me dolía hasta los huesos. Fue la revelación, obvia pero tajante, de que ya no tengo dieciséis años. Mi cuerpo ya no tenía ese carácter temerario, ni la capacidad de regenerarse y recuperarse que tuve en la juventud y en la niñez. Ya nada de rodillas ensangrentadas o nuevas cicatrices como canicas recién adquiridas. Una tiene que cuidarse. Y comprarse una muñequera. 

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De niña, mis compañeros con lentes me generaban incomprensión. Incluso una sensación de inmovilidad. No llegué a cuestionarme el origen de la falta de nitidez en la vista de las personas, pero creo que hasta muy tarde entendí que podía ser algo que se adquiría con el tiempo. Y yo era muchas cosas, pero NO una niña con lentes. Eso era para la gente que poseía la virtud de la quietud, a quien no le gustaba correr ni nadar mucho. No los necesitaba en mi vida, ¿para qué? 

Jamás se me pasó por la cabeza todo lo que implica cuidar tus lentes, tenerlos que limpiar constantemente, que se rompiera el armazón o que te los robaran hasta que mi vista comenzó a menguar, primero en la universidad y mucho más abruptamente en la pandemia. Ahora soy muchas cosas, pero NO una mujer sin aumento. 

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Me vacuné contra el virus del papiloma humano a los quince años. Ha sido la única inyección que me han aplicado en el muslo y por lo mismo esa imagen me espantó más. Mi visión era menos forzada que la que tienes que hacer cuando la aguja penetra tu hombro. Había algo de amputación en ese cuadro renacentista.  

Pensé que eso sería suficiente, a pesar de que las vacunas de VPH sólo protegen contra las cepas más dañinas. Con el pasar de los años, escuché historias de mujeres con papiloma humano, el dolor emocional atravesado más por la incomodidad, la vergüenza y la secrecía que por el dolor físico (que en un inicio, es inexistente) y el vía crucis de procedimientos que sonaban francamente aterradores. Por alguna razón que todavía no puedo explicar y (de la) que ni siquiera era consciente, yo me decía en secreto que a mí no me iba a dar. Pensaba que mi voluntad era suficiente. Creo que tenía mi sistema inmunológico en muy alta estima, en un nivel delirante y magnánimo. O, simplemente, era esa pequeña, mezquina e irreal sensación de que, cuando una desgracia o situación negativa le sucede a alguien cercano, automáticamente quedas exento de pasar por lo mismo. Como si la vida distribuyera proporcionalmente las enfermedades dependiendo el círculo. Con el COVID, ha quedado claro que no es así. Las tristezas son más vulgares y fortuitas. 

En mayo de 2021, con mi sueldo recién abonado, decidí escuchar a mi alma de mujer de pilates y self care para hacer algo que, en realidad, no tendría que ser propio de un tipo de persona, sino un hábito constante. Pero vivimos en México. Yo llevaba desde finales del 2019 sin hacerme un Papanicolau y jamás me había hecho una Colposcopía. Decidí hacerme esta última porque me crucé con el tuit de una promotora de lectura que había tenido cáncer cervicouterino antes de los treinta años, e instaba a todas las mujeres a hacerse chequeos recurrentes. Creo que ni siquiera tenía presente que el VPH se transformaba en cáncer.

El día que fui al ginecólogo llovió a cántaros la hora que decidí irme en bicicleta por todo Insurgentes, a una hora fuera de lo común para el clima que había. Llegué tarde a mi consulta y empapada de pies a cabeza. Calzones incluidos. Pensé que no me iban a dejar entrar, pero al final un chiste: ¿qué es peor que el espéculo (o mal llamado “pato”)? El espéculo con calcetines mojados. No descartaba tener una infección vaginal, puesto que me había sucedido un par de veces (la primera, simplemente porque tomé antibióticos por una gripa muy fuerte y mataron mi flora vaginal), pero en el momento en que me aplicaron el tinte de la Colposcopía me dijeron que tenía una lesión. Una grande, y que tenía papiloma. Y que había que hacer una biopsia (más dinero), decidir si había que hacer una cauterización (te queman), crioterapia (te congelan), extracción quirúrgica o láser. Yo sólo escuché: dinero, culpa, decepción de mí misma y cuerpo defectuoso. ¡Ah! Y además estás toda mojada y hace frío. 

A medida que realizaba mi tratamiento y de alguna forma me reconstruía, descubrí que más bien el 80% de las personas tienen distintas cepas de VPH, que muchos sólo son portadores (sí, otra razón más para despreciar a los hombres negligentes) y que el VPH puede contagiarse aunque te protejas. Me hice también una prueba de VIH. “¡Pero yo soy papa casada y me la hice hace dos años!”, le dije a mis dos mejores amigos un día. Me respondieron: “¡Por eso! ¡Nueve de cada diez mujeres son contagiadas por sus maridos!” (sí, otra razón más para despreciar a los hombres negligentes). Comencé a hablar cada que podía de (mi) VPH y de VIH como si se tratara de un dolor de cabeza o cólicos, y aunque al principio la gente se ofuscaba, un par de mujeres me lo agradecieron porque nunca habían considerado el riesgo en términos sexuales de tener una pareja estable. 

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Tampoco es que toda mi vida haya pensado que no me iba a pasar nada. Hay condiciones con las que nací o conviví muy joven: desde los trece años he tenido problemas en el nervio ciático y, sobre todo en pandemia, llegué a un punto en el que sentía que alguien estaba taladrando la pared de mi espalda baja. Tengo pies con demasiado arco, he tenido quistes en los ovarios y aftas bucales cada que se me bajan las defensas. Por eso hay algo de maravilloso en encontrar a alguien que también. Fuck your zodiac sign, a mí dime cuáles son tus padecimientos. Compárteme tus remedios y conjuros.

En mi vida he conocido a tres personas que, sólo con su risa, pueden hacer que me carcajee. No tienen que hacer nada más, ni ser ingeniosos. Sólo reír. Después de una convivencia no muy cercana, determiné que, para mí, esa risa sería más que suficiente para decirle “sí” a un café, una cita o al inicio de una amistad. Pienso entonces que, si con eso me basta, seguro diría “sí” a una conversación con alguien con queratosis pilar o hip dips (sí, otra razón para despreciar a los gringos por crearme complejos por partes de mi cuerpo que ni siquiera sabía que eran estigmatizables). 

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Uno de mis grandes deseos sería poder abrir mi cuerpo en dos, observarlo, entender y cerrarlo. Estar fuera de él, enfrente de mí y ser mi propia analista. Que él me comunique explícitamente qué es lo que está pasando. No sé si con voz propia, pero con un lenguaje que entendamos. Saber si tengo cáncer de estómago desde el día uno. Masajear mis intestinos gruesos para que hagan digestión más rápido, pero sin exigirles nada. Quitarme las mucosidades, apapachar mis órganos. Tocar mi útero y decirle “perdón”. Poder darme de alta yo sola. Sacar el aire que siempre se va a mi hombro. Agarrar mis tripas y sacar el exceso de sustancias nocivas. Sí, entiendo que el cuerpo nos habla todo el tiempo, y si somos suficientemente sensibles, podemos escucharlo. Pero quisiera poder verlo desde el interior. Verme a mí. Descifrarlo y comprenderme un poco mejor. 

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¿Tú también eres estreñidx? Nooo, ¿también has tenido fisuras anales?, no, por suerte no fueron hemorroides, ¿qué has hecho para tener más fibra en tu sistema?, ¿sabes que no vamos a poder tener hijos, ¿verdad? ¡No les voy a heredar genes de estreñimiento por ambas partes!, ¡Uy, sí! ¡Los ataques de ansiedad!, ¿También se te durmieron los brazos y sentiste que tenías un preinfarto? Sí, con chochos de óxido de arsénico. No, no le he entrado al mindfulness. Jajaja, no, no es como La langosta. Podemos tener condiciones distintas también, si tú tienes el pie plano y yo demasiado arco, tal vez logremos un equilibrio perfecto.

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Ya para el segundo café, podemos hablar de otros dolores compartidos. Los del corazón, por ejemplo. 


Ilustradora: Ylia Bravo Varela (Ciudad de México, 1994). Estudia una maestría en paisajismo en la UAM Azcapotzalco y estudió artes visuales en “La Esmeralda”. Borda, escribe y dibuja. Su práctica está enfocada en los procesos de aprendizaje individual y colectivo, tanto de las artes como de las plantas. Trabaja con las infancias, la agroecología, los huertos urbanos, y los jardines. Ha participado en exposiciones colectivas en diferentes espacios de la Ciudad de México y Oaxaca.