¿Os acordáis del momento en el que os decidisteis a escribir historias? Yo sí. Fue cuando me hice mujer, mi primera regla y eso, ¿no? Creía que no me iba a llegar nunca, todas mis amigas habían pasado por eso, así que cuando sangré me alegré al principio. Pero al poco de tener la regla sentí como si hubiera entrado en un cuarto muy oscuro, como si hubiera entrado en la oscuridad. No quería que me vieran los hombres, me escondía. Ahí, en mi dormitorio, me pasaba todo el tiempo. Ni siquiera dejaba que me diera el sol, iba con una sábana por encima, como una fantasma. Mi dormitorio, siempre a oscuras. Me gustaba ver por la ventana, a través de las cortinas, cómo se iba el sol y se iba apagando todo alrededor mío. A los pocos días estaba tan blanca que parecía un espíritu. Ahora que lo recuerdo, me gustaba cómo me quedó la piel. Parecía como de cera, con las venas azules dibujadas. Creía que si me ponía mucho al sol, me quedaría embarazada. No sé por qué lo pensaba, quizás fuera por el calor y eso.
Tenía marcados unos recorridos por la casa y había cuartos en los que no podía entrar. A la misma hora me podrías encontrar en el mismo lugar cada día, haciendo exactamente lo mismo. Si no era yo la que me cocinaba la comida, no la comía. No podía aguantar la idea de que otra persona tocara lo que me iba a comer. Sólo comía arroz a la cubana y bebía leche, un montón de leche. Con sólo oler la carne o el pescado me daban ganas de vomitar. Y sólo escuchaba música lenta y leía Entrevista con el vampiro.
Una noche tuve unas pesadillas horribles, y desde entonces guardaba un cuchillo para defenderme si venían algunos de esos monstruos con los que había soñado. ¡Eran tan de verdad! Para no volver a soñar con ellos, los pinté. Eran pájaros con garras enormes, que en vez de plumas tenían como llamas, y eran rojos y púrpura, y daban mucho miedo.
Mis amigas, sobre todo Sara, venían a verme a casa, como si estuviera enferma. Pero algunas veces no quería verlas y les decía que no subieran. A veces me aprovechaba y les decía que me llevaran en brazos, que no podía andar. Si me sentaba en una silla, tenía que limpiarla muy bien al levantarme, porque sentía como si todo lo que tocaba se convertía en algo muy sucio. Mi madre era la única que podía entrar en el cuarto.
Recuerdo que yo le gritaba al novio de mi madre que no se le ocurriera entrar a verme, que me avisara si estaba cerca, para que no me viera. Todo aquello era porque creía que tenía poderes, que me había convertido en otro ser, alguien malo. Creía que si miraba fijamente al cielo, podía provocar una tormenta que acabara con todo el mundo y si miraba a un hombre, podía hacer que le pasara algo. Limpiaba los vasos y los cubiertos después de usarlos. Creía que si alguien los usaba después de mí, y estaban aún sucios, pues se moriría allí mismo, sin avisar.
Te juro que durante esos días el espejo de mi cuarto se veló, lo reflejaba todo como si estuviera dentro de una niebla espantosa. Por mucho que lo limpiaras, no se le quitaba aquello de la superficie. Parecía que me había cargado con una energía que podía ser muy destructiva, como sin límites, que me podía hacer mucho daño a mí misma o a los demás.
Sólo intenté hacer daño a uno, a uno que tenía un taller de coches, cerca de casa. Era viejo, gordo, siempre lleno de grasa. Tenía los mismos coches durante meses en el taller. Supongo que trabajaba para entretenerse en algo. Me daba asco la manera en que me miraba cuando me cruzaba con él. Así, que cuando lo veía pasar por la ventana, le miraba fijamente deseando que se muriera.
Y bueno, por fin, un día mi madre perdió los nervios y, mientras me estaba bañando, empezó a golpearme, primero con los puños y luego con la toalla. Me quedé llorando por no sé qué tiempo y luego sentí como una gran calma.
Al día siguiente, sin más, organicé una gran fiesta con mis amigas para celebrar mi salida a la calle. Antes, había quemado en la bañera todas las sábanas y la ropa que llevé durante mi encierro. Me pinté los labios y los ojos de rojo y blanco, ahora que me acuerdo. En la fiesta, empecé a bailar, y mientras lo hacía, me iba liberando de un peso que tenía encima. Luego me di cuenta de que habían pasado cien días justos, mirando el calendario y eso. Ahora me parece todo un sueño, como si le hubiera ocurrido a otra persona.
El viejo del taller murió el día antes de que yo saliera de mi casa. Sería casualidad. Entonces, cuando pasó un par de meses, me di cuenta de que los dibujos que había hecho, esos de los pájaros, contaban una historia, como si fuera un diario pintado. Ése fue mi primer relato. Entonces, cogí los papeles y los enterré en una obra cercana. Ahora hay un bloque de pisos encima de mi primera historia.
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Seudónimo: Palacio Rojo. Escritor español (Sevilla, 1971). Su poesía, ensayos y relatos han sido publicados en revistas europeas y americanas como Estación Poesía, Clarín, Letralia, El Coloquio de los Perros, Quimera, Inundación Castálida, Ariadna, Revista de Letras, Colofón, Pliego Suelto y Bad Idea Magazine, entre otras. Distribuyó mediante bookcrossing, en ediciones no venales y limitadas, sus obras El libro diario, El primer libro y El libro de las carcomas. Su primera publicación por medios convencionales ha sido Yo sombra (Editorial Círculo Rojo, 2018), mezcla de ensayo poético y anti novela sobre la verdadera naturaleza de los sevillanos. A esta le sigue Los Papeles del Norte (Mascarón de Proa, 2020), otro volumen híbrido que proclama lo que supone un libro verdadero: el refugio al que se puede volver una y otra vez en tiempos de necesidad, en estos tiempos de textos masivos.