Observar el pasado, reapropiarse de la infancia

Ilustración de Mariana Chávez

Nunca he pretendido vidas anteriores
ni vidas futuras:
no creo haber sido
nada más de lo que soy
y eso, a veces,
con grandes dificultades.

Cristina Peri Rossi

Me gusta observar el pasado. En mi casa hay un montón de sobres llenos con fotografías de la época en la que mi hermana y yo éramos niñas: fiestas de cumpleaños, paseos por el campo, momentos cotidianos en la sala y demás escenas capturadas en rollos fotográficos con el propósito de conservarse para la posteridad. Todo pareciera apuntar a que a mis papás les gustaba mucho tomar fotos —para después imprimirlas por lotes—. También les interesaba sacar videos de unos cuantos minutos que ahora atestiguan las dinámicas diarias en una casa donde había niñas pequeñas.

El observarse a unx mismx en diferentes instancias de la vida resulta, cuando no revelador, al menos interesante. Contemplo las fotografías de mi infancia, ya sea temprana o tardía, y reconozco sin esfuerzo mi cabello actual —se ha mantenido prácticamente inalterable con el paso de los años—; me topo con la mirada intensa —quizás un poco dura— que supongo siempre tendré, y me sorprende hallar en una bebé de tres años el aire contemplativo que me acompaña diariamente. Por otro lado, mi hermana conserva la sonrisa entusiasta ante la cámara y mis papás se acomodan más o menos igual para sus retratos de pareja. Las expresiones físicas y corporales reunidas en los viejos álbumes de fotos nos recuerdan que, de alguna manera, somos y seremos las mismas personas que hace una, dos o tres décadas.

El yo escrito

Sin embargo, las fotografías no son la única forma de atestiguar nuestros cambios y crecimiento. Tengo el infructuoso diario, escrito con tinta amarilla y azul, que empecé alrededor de los seis o siete años; un puñado de hojas sueltas redactadas en mi banca de la secundaria que atestiguan una parte del enojo y las contradicciones de la adolescencia; las libretas con páginas fechadas a partir del 2017, cada una correspondiente a un año distinto.

Reviso estos escritos y siento una desconexión terrible con mi yo de los quince, dieciséis, incluso diecisiete años. Me dan la impresión de una fractura, o múltiples fracturas. Los escritos de mi yo infantil, en cambio, me despiertan entusiasmo y curiosidad. Los acompaña una sinceridad que no teme ningún juicio posterior. Hay apenas un vago filtro entre lo que se piensa y lo que se escribe. Quizás es la simpleza, desnuda de cualquier pretensión, lo que me atrae de esas escasas páginas.

La sinceridad y la simpleza, tan difíciles de recuperar después. Leo las palabras de mi infancia y pienso que esa niña ya poseía lo más esencial de mí.

La infancia, el territorio por explorar

Es de consenso general que las infancias poseen algo que la mayor parte de lxs adultxs hemos perdido, o ante lo cual nos mantenemos distantes, reticentes. Ya sea la desinhibición para mostrar las emociones, la honestidad con lxs demás, la ausencia de miedo al ridículo, o la falta de reparo en las acciones, lxs niñxs suelen contar con un arsenal de recursos que, bien empleados, resultarían útiles para sortear de mejor modo los conflictos e inseguridades cotidianas de la adultez.

Puede que mi generación esté marcada por la introspección derivada de la terapia o del trabajo personal en solitario. Sabemos que la infancia juega un papel esencial en nuestra personalidad. De acuerdo con la teoría planteada por psicólogos como Bowlby, Ainsworth y Main, es entonces cuando desarrollamos un estilo de apego específico, así como la forma en la que abordamos y resolvemos —o no— los conflictos. De igual manera, las carencias que experimentemos durante estos primeros años repercutirán a lo largo de nuestra vida. Explorar la infancia parece, entonces, un requerimiento básico para quien busca el crecimiento personal y espiritual.

Hace poco me enteré de la teoría de los septenios, según la cual cada siete años experimentamos una crisis personal que nos conduce a una transformación importante. Supuestamente, los primeros tres septenios son los más relevantes en cuanto a la magnitud del cambio. Hay incluso personas que sostienen que a los siete años ya tenemos una buena idea de cuál es nuestra vocación en la vida, aunque no lo externemos formalmente —recomiendo a lx lectorx reflexionar a profundidad sobre este tema, arroja resultados interesantes—. Así pues, existen varios planteamientos, unos más científicos que otros, que apoyan la idea de la infancia como una época determinante en múltiples aspectos.

“Los restos del naufragio”

He pasado mucho tiempo reflexionando sobre mi infancia por distintas razones. He acudido a ella en busca de posibles respuestas, o mínimamente algunas pistas. Me he sumergido en sus recuerdos como parte de una batalla consciente contra el olvido, como parte de un experimento motivado por la curiosidad y el anhelo de conectar lo que existió antes con lo que existe ahora. En la actualidad, mi mayor interés al examinarla es descubrir los puntos en común entre mi yo de cuatro, siete, once años, y mi yo actual.

En esta época de bombardeo mediático respecto al crecimiento y trabajo personal, resulta difícil no analizarse a unx mismx, a veces más de la cuenta. ¿Qué puedo añadir o quitar para gustarme más? ¿Qué parte de mí ha causado problemas? ¿De qué me siento orgullosx? Al recorrer este camino introspectivo, en busca de mejoras, llegué a una conclusión: los aspectos que me gustan de mi personalidad y que me interesa afianzar coinciden en buena medida con los que ya tenía de niña. Puede parecer una obviedad, pero en realidad es más complejo.

De este conjunto de rasgos “primitivos”, un número importante permaneció conmigo cuando crecí —lo más problemático se quedó, como ocurre con frecuencia—. Sin embargo, también fueron muchos los que se aminoraron, o inclusive desaparecieron, con el paso de los años y la llegada de las inseguridades: la decisión a la hora de hablar en público, la ausencia de la vergüenza, la confianza en mí para intentar, hacer y deshacer. Con paciencia e intención, he podido rescatar algunas de estas características, pero no sé si el resto volverá a pertenecerme alguna vez. Esta pérdida, que todxs experimentamos en distintos niveles, es un resultado directo de la manera como somos socializadxs, nuestros contextos y los beneficios, obstáculos, restricciones o sacrificios que todo esto conlleve.

Nada permanece inalterable, claro. Durante mi infancia, los rasgos que me he reapropiado y los rasgos que aún busco se encontraban dispersos, inconscientes, corriendo de un lugar a otro sin una dirección clara, pero ya estaban allí. Quizás el “siempre has sido así”, que de niña me pesaba como un castigo, pueda desprenderse ahora de su dureza y asomar una pizca de orgullo. Quizás es bueno que siempre seré quien soy, y nada más que eso.

Qué curioso, pienso, nos pasamos buena parte de la vida intentando recuperar algo que ya teníamos en un inicio y que tal vez ahora es inalcanzable. Pero vale la pena apreciar lo que sí pueda recuperarse. Vale la pena observar el pasado. Podemos encontrar pistas, señales, trazos a medias, complicidades perdidas… si nos asomamos lo suficiente.


Ilustradora: Mariana Chávez (Ciudad de México, 1999). Egresada de la carrera de Artes Visuales en la Facultad de Artes y Diseño de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde cursó talleres de pintura, dibujo, litografía y huecograbado. Sus principales intereses rondan el dibujo y sus posibles expresiones en libros, cuadernos, historias. Le interesa buscar vías alternas para exhibir, publicar y compartir su obra, como fanzines, redes sociales o libros de artista.