Por alguna razón, que aún desconozco, el instinto me llevaba al mismo lugar y a la misma hora en donde dos viejos conocidos, aún sin haber sido nunca presentados, se daban cita sin fijar en un bohemio café de tabiques rojos y apliques horteras. Yo solía pasar las tardes sin itinerario definido, azotando las calles como un vagabundo que se arrastraba por las esencias místicas de las arterias más solitarias. Andaba a gatas o en cuclillas, otras a la pata coja, según me cogiera ese día de whisky el cuerpo. Mi intención me doblegaba y tiraba de mí como de un perro, sin oponer yo la menor resistencia. Así, había acabado tirado en más de una ocasión en el banco de un parque solitario y sombrío, a la espera de un alma caritativa que me sacudiera con fuerza y me devolviera a la realidad.
Quizá fuera Cortázar, no voy a negarlo. Como porteño la curiosidad y el orgullo forman parte de mi traje y son, en buena medida, mi mejor tarjeta de presentación. No hablo sin el “vos” menos de cinco minutos seguidos, sintiendo que en ello se me pierde parte de mi “yo”, de ese “yo” bonaerense que me arde en las entrañas. Y no puedo negar tampoco que gozo de analizar todo cuanto veo, oigo o digo. Soy de esa clase de tipos que cuelgan en un pedazo de corcho secos recuerdos, que hoy ya no son más que olvidos. Pero son mis otros “yo”, los de la madre patria, los del río de la Plata y del tango. Única melodía que jamás me abandona. Y allí estaba él, sentado frente a mí con Cortázar sobre la mesa, un imán irresistible. Por su silencio y su fisonomía, pude reconocerlo enseguida. Sus ojos, profundos como dos surcos en el barro, oteaban sin disimulo el entorno de aquel cafetín literario repleto de rostros esquivos, y sus labios, sedientos por el humo adormecedor, recitaban en susurro los versos de Kalevala. No había duda. Era él, tal y como yo lo había imaginado…
El eco ensordecedor golpeó con fuerza a mi mente, aturdida y amenazada, por aquel desconocido que me era tan familiar. Su imagen, descentrada y torcida en el torno inquieto y sonoro de mi mente, revolucionaba a contratiempo a mi huidizo espíritu. Le observaba allí sentado, girando torpe y a descompás en un viejo torno de alfarero cojitranco, entre las palmas de mis manos. Un juego ritual de alfarero, pensé, seguramente la expansión de la materia creadora, que volvía nuevamente, año tras año, a enfrentarme al reto por la conquista del barro. No, no era así como revivía el sabor de esa plasta húmeda que albergaba en mi memoria. Me sentía un alfarero en retiro permanente, y, ahora, frente a mí estaba él en ese salón de té adornado con la esencia literaria de antaño, vestigios prometedores que me transportaban a los bohemios cafés de mi añorada ciudad.
Tampoco eran los silencios vividos, ni mis otros “yo”, esos “yo” que ya no recuerdo si fueron míos o si me los arrebataron en un descuido una noche de whisky y humos, con la almohada aún caliente de mis ganas expuestas. Parecía que aquellas noches no iban a volver a repetirse, que mi condena volvía a reinventarse con el único fin de mantenerme sujeto a un pasado esquivo y chorreante, desvaneciéndose ante mi como una suave neblina difuminada; obligándome desde una esquina, oculta y aturdidora, a guiarme a tientas entre los adoquines mojados, que las suelas de mis botas ya no acertaban a encontrar.
Yo no entendía qué era este embrollo, que llaman vida. Si era real o engaño, burla o sueño. Y no lo concebía por ser perro vivido, condenado sin remedio al olfatear todo cuanto salía a mi encuentro. Siempre la misma melodía de fondo, los mismos sonidos, las mismas formas opacas, la misma camisa azul colgada de la misma percha, formando parte indivisible e inmutable del armario vacío, el mismo par de botas… Y, ante el espejo, el mismo rostro de perro canoso y malhumorado que duda en rasurarse las barbas.
No, no era una simple intención que ante mí se hubiera sentado en silencio, buscando con la mano temblorosa otro papelillo con el que liar un Virginia; como tampoco era una simple intención que todos mis ademanes me delataran por entero. Había intención… Una intención que podía atraparse con alzar la mano al aire, flotaba en el ambiente, sonaba a tango y sabía a vodka. Susurraba en voz alta los versos del Kalevala, hablaba con el lenguaje del silencio, libre interpretación para unos ojos entreabiertos como los míos. Él tenía a Cortázar como una madre acuna a su hijo, y yo, desde mi agonía, recordaba el Kalevala. ¡Ah, si ese escritor supiera cuánto vivo en este instante, viéndolo a él ahí sentado, exhalando el humo al éter! Y era esa exhalación la que me inundaba los pulmones, dándome un nuevo aliento de vida.
No, no era una intención hurgándome el ombligo, ni un interés descubierto, ni la mesa frente a la mesa, ni el espejo cóncavo desvelando mi imagen deformada, ni las paredes vomitando sangre, de puro rojas. Ni Cortázar, ni el Kalevala. Veía su aura como una aurora boreal azotando mi columna, susurrándome al oído. Podía también olerlo. Sería su silencio o su nariz acusadora lo que me elevaba a las alturas para luego dejarme caer.
¿Cuánto hace que no me echaba a la boca un Virginia? ¡Qué años! Años de exhalar el humo al éter, de tacón gastado y un viejo tocadiscos girando a las revoluciones del torno en movimiento de mi mente. Cómo se deslizaba en mis manos, entre mis dedos, como una caricia, como la primera pieza en el torno escurridizo, que pasa, gira y se olvida. Los recuerdos me iban haciendo poco a poco olvidar. ¡Ah, el futuro! ¡Cosa tan incierta! Como todos mis recuerdos. Y ahí me hallaba yo, solo, con un pie en la cornisa y balanceándome. No decía ni sí ni no, por no llevarme la contraria. Aún puedo notar tu pulso inquieto tirando de mí con fuerza hasta esa esencia para mí desconocida. Misterio de la vida, pensé, sonata efímera de primavera…
¡Ocho años! Ochos años de añoranzas y nostalgias a tu entero servicio. Puro masoquismo. Vivo en un orden caótico vomitando todo cuanto me arrojas, despojos que ya no te sirven de alimento. No tienes piedad, viejo amigo. Todavía puedo oler tu indiferencia. Tú me arrojaste bruscamente a las llamas en la que empezó arder mi locura. Me llamaste Zaratustra, “no vaya vos a creer que sos un filósofo”, me dijiste, “es por las barbas, ya ves… ¡Las barbas del profeta!”.
Eres de todas partes, una veleta oxidada, te di por respuesta. Todo cuanto tú has vivido, yo lo viví por ti primero. Sos tan real como yo, aunque naciste de mi insania. Tú, ente de ficción, no más, naciste de mí y no de otro. Prolongación de mí que me sobrevive. Vástago de mis desvelos. Con tinta te di la vida, insuflándote en los pulmones el aliento de los poetas, y, heme aquí, frente a ti, como un loco.
Me desdibujo, cuanto más ente de ficción yo, tú más real me pareces.
Autora: Pilar Llada Cienfuegos (Madrid, España). Es doctoranda en Literatura Hispanoamericana y graduada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, máster en Estudios Hispánicos y máster en Formación del profesorado. Ha publicado varios artículos y un libro en su área académica. Fue profesora de español para extranjeros en España hasta 2017, cuando se radicó en China. Ha impartido clases de Literatura Española e Hispanoamericana en Fujian Normal University durante cinco años y en la actualidad se desempeña como investigadora y como docente en Shenzhen University. Sus áreas de interés son la relación entre la Literatura Española e Hispanoamericana y la herencia hispanojudía y sefardí, con foco en estudios de identidad cultural, mística, raza y etnicidad.