Los dados ya estaban tirados – Relato de Alan Santos

La primera vez que me aproximé con consciencia a la experiencia del miedo tenía alrededor de cuatro años. Claro que tuve miedo antes, pero soy incapaz de recordarlo. De ahí que escoja, un poco arbitrariamente, la primera vez que me dejaron unos instantes solo por la noche, o al menos la primera vez de la que fui consciente de mi soledad, como mi primera experiencia con el miedo. El recuerdo de aquella sensación de abandono me acompaña hasta hoy en día cuando me voy a dormir. Ya no es el miedo en sí mismo —es, más bien, la reinvención del miedo— lo que viene a mi cabeza cuando pienso en aquello que más me ha atemorizado en la vida. Y así fue hasta hace algunos años, cuando pasé de sentir miedo a la soledad a sentir miedo a habitar un cuerpo enfermo. Trataré de aclarar esta cuestión.

Cuando mi padre, en un momento de relativa tranquilidad, me dejó dormido en mi cama y aprovechó para salir a la tienda a comprarse algo para relajarse, quizás un refresco o unas papas —no está de más decir que la crianza de un hijo en solitario es, a todas luces, una de las más grandes proezas humanas—, me desperté de repente y, al no ver a nadie a mi alrededor, comencé a llorar como si me hubieran abandonado para siempre. Pasaron, me contó mi padre tiempo después, poco más de diez minutos. Los diez peores minutos de mi infancia. El sonido de mis propios quejidos, al verme y sentirme solo, fue agobiante. De ahí que rememore —o mejor dicho que reinvente— con mucha facilidad esa experiencia. Aunque cada que la pienso le voy encontrando nuevas aristas —le agrego nuevas imágenes, nuevas ficciones— para que conserve su posición como la más atroz de mis vivencias infantiles. 

En el fondo lo sucedido fue un asunto de poca importancia. Mi padre sonreía un poco cuando le contaba, muchos años después, que aquello era uno de los recuerdos que más intranquilo me ponían. Luego él falleció, y no tuve a quién más contarle mis miedos; luego me enfermé cruelmente, horriblemente, y el miedo se convirtió en algo nuevo. 

Tuve, hasta mis veintiocho años, una vida relativamente tranquila. Pero a la muerte de mi padre le siguió la aparición —no pudo ocurrir en peor momento— de una enfermedad que me fue debilitando semana a semana, mes a mes, hasta dejarme postrado en una cama. Todo inició con un incipiente dolor de cuello que fue escalando hasta dormirme los brazos y las manos —uno de los tantos médicos que visité me dijo que aquello era una poco usual y nada especifica cervicalgia—. Después, y sin que pudiera hacer nada para evitarlo, comencé a perder facultades motrices. Usar mis manos para agarrar objetos, o mis piernas para desplazarme se convirtieron en tareas casi imposibles de realizar, hasta que lo fueron del todo. Durante ese periodo de tiempo acudí, desesperado, con múltiples especialistas de la salud. Y para mi infortunio ninguno daba cuenta ni podía explicarme lo que me ocurría: lo único cierto era que las vértebras de mi columna cervical se estaban destruyendo. 

Se barajaron, a lo largo de varios meses, distintas posibilidades. Desde una infección ocasionada por bacterias que, extrañamente, se habían alojado en mis huesos, hasta un quiste óseo del que no podían darme una explicación clara. El no saber a ciencia cierta lo que me pasaba fue escalando conforme incrementaba mi enfermedad. Y las respuestas, por mucho que las buscaba, no llegaban de ninguna parte. Sólo el miedo escalaba, sólo la desesperación escalaba.

Al menos hasta que, unos años después, mientras veía y sentía cómo mi salud oscilaba constantemente, acudí, ya en silla de ruedas, a ver a un médico que, al percatarse del estado en el que me encontraba, me impidió volver a la calle y me recluyó en un hospital por casi un mes. La explicación, aunque terrible, fue liberadora: por fin pude darle nombre a lo que me ocurría. 

Desafortunadamente —y desde mi nacimiento—, los dados ya estaban tirados en mi contra. Descubrí que en mi interior me habitaba un cordoma, un tumor espinal que se forma de los remanentes de la notocorda, una estructura transitoria que permite el desarrollo de la columna vertebral en los embriones de ciertos animales —dentro de los que se incluye, por supuesto, el ser humano—, y que tiende a desaparecer una vez cumplida su función. En mi caso eso no ocurrió. Además, a cierta edad —generalmente suele ser en la vida adulta—, los remanentes, por un mecanismo biológico que desconozco, se activan y comienzan a crecer destruyendo todo a su paso. 

En pocas palabras, comprendí que albergaba un tumor que, en contra de mis deseos, había pasado varios años de mi vida alimentándose de mí, como un parasito hambriento que anhelaba resquebrajarme. La única solución, me dijeron los médicos, era extirparlo —el término médico correcto es resección tumoral—, aunque los riesgos del procedimiento eran también muy altos. 

Sin dudarlo, dada mi condición paupérrima, acepté la cirugía. Y tras salir del quirófano y recobrar la consciencia nació en mí, dolorosamente, tormentosamente, un miedo mayor al que llegué a sentir en cualquier otro momento de mi vida: el miedo a la inmovilidad absoluta. Al salir del hospital fui incapaz, por varias semanas, de controlar cualquier músculo, tendón o ligamento de mi cuerpo. Por más que lo intentaba, por más que pretendía decirle a mis extremidades que se movieran me resultaba imposible Y, en esa condición me la pasé asustado varías noches, recordando, entre otras cosas, mi infancia, y pensando con pavor en la enfermedad que aún yacía dentro de mí. Porque lo cierto fue que los médicos no fueron capaces de reseccionar en su totalidad a mi huésped. De haberlo hecho habría muerto. Por ello, muy a mi pesar, me encuentro en la terrible posición de convivir día a día con el enemigo. Y aunque existen tratamientos para combatir el tumor, incluyendo otra cirugía mucho más riesgosa y complicada, el miedo de que un día triunfe sobre mí no deja de rondarme por la cabeza. 

Gracias a la ayuda de mi familia —y también, no está de más decirlo, de mi voluntad— he podido recuperarme. Los dados, aunque tirados ya, no tendrán la última palabra. A esa idea me aferro hasta con los dientes. Pero cada que despierto solo, sintiendo ese irracional abandono de la infancia, al que se le añaden los recuerdos de la cada vez más agobiante ausencia de mi padre, coexisten con el pensamiento, aunque en realidad es una posibilidad, de amanecer de nueva cuenta inmóvil, incapaz de usar alguna de mis extremidades, o de ya no poder usar ninguna debido a que el cordoma, fortalecido por haberse alimentado lo suficiente de mí, ha crecido de nuevo en mi interior y está listo para terminar lo que un día se dispuso a realizar desde el principio: terminar de romperme por completo. 


Autor: Alan Santos (Ciudad de México, 1992). Tiene una licenciatura en Ciencia Política y Administración Pública y una maestría en Gobierno y Asuntos Públicos, ambas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Además, es egresado de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas, también por la UNAM. Es fundador de la editorial independiente Lectio y colaborador de la revista Cuentística.