Merlina (Miércoles en España), una de las creaciones originales de Netflix más vistas, ha dado mucho de qué hablar. Más allá de su vestuario, la actuación de Jenna Ortega o la icónica escena del baile, omnipresente en TikTok, la popularidad de la serie ha dado lugar a conversaciones más profundas sobre el papel de la televisión en el siglo XXI, tales como la diversidad en el reparto, la representación de los personajes negros o el queerbaiting. Uno de los temas que más interés ha despertado es la inclusión de una trama amorosa en la serie, cuando es evidente que las relaciones románticas no despiertan ningún interés en la protagonista. Esto nos lleva a una reflexión aplicable a la ficción en general: ¿cuándo será aceptable una mujer protagonista que acabe soltera, no como castigo, sino por libre elección?
El origen de la soltera en la ficción
La ausencia de protagonistas solteras en la ficción o, mejor dicho, la falta de representación positiva de la soltería femenina parece una herencia pasada pendiente de superar. En efecto, cuando empezó a popularizarse la novela en los siglos XVIII y XIX, para una mujer, sobre todo si no venía de una familia acaudalada, el matrimonio significaba estabilidad económica. Autoras como Jane Austen reflexionan en sus novelas sobre la importancia de encontrar al mejor marido posible, puesto que, en su contexto sociopolítico, heredar tierras o trabajar era cosa de hombres. En este caso, casarse por amor y no por conveniencia suponía el mayor acto de rebeldía.
Por ese motivo, convertirse en una solterona tenía consecuencias fatales no sólo para su reputación, sino también para su bienestar económico y social. Sin embargo, cabe destacar que no era imposible para una mujer de la época conseguir la independencia económica sin casarse. Irónicamente, Austen nunca se casó y consiguió vivir de sus novelas, publicadas, eso sí, de manera anónima.
El amor romántico impuesto
Poco a poco, la búsqueda del cónyuge ideal o del amor perfecto conquistó la ficción, hasta el punto de que resultaba impensable un protagonista sin una historia romántica, no importa cuán secundaria fuera ésta para la trama. Greta Gerwig reflexionó sobre ello en su adaptación de Mujercitas (2019) de Louisa May Alcott (otra autora que permaneció soltera). Los editores obligaron a Alcott a dar un final feliz convencional a Jo March, una aspirante a escritora que no se quiere casar, con el pretexto de que, si no, la novela no resultaría atractiva al público lector. En su película, Gerwig mezcla el argumento de la novela con la vida de la autora para, sin cambiar la historia conocida por todos, homenajear la intención original de Alcott.
Con la llegada del cine, el amor romántico se convirtió en parte central de los argumentos. Por un lado, estaba presente en la mayoría de las novelas del siglo XIX, fuente de inspiración para muchas películas del momento. Por otro, los guionistas se dieron cuenta de que el público disfrutaba acompañando a los personajes en sus aventuras amorosas. Conseguir a la persona amada se entendía como un objetivo más; no hay mejor ejemplo de esto que las comedias de cine mudo, donde los protagonistas literalmente corrían detrás de su interés amoroso y donde el beso entre ambos precedía el ya icónico rótulo de The End.
Historias adaptadas a “los gustos de la época”
Así, por ejemplo, en su versión de la novela de John Buchan, Los treinta y nueve escalones (1935), Alfred Hitchcock introdujo a un personaje femenino, Pamela, para convertir el thriller político en una historia donde el suspense convivía con el amor y las risas, en una comedia de enredos más cercana a los gustos de la época.
Más claras todavía son las adaptaciones de Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961)y My Fair Lady (George Cukor, 1964), las dos protagonizadas por Audrey Hepburn, donde se introdujo un final feliz convencional donde ambos protagonistas acaban juntos. Mientras que Desayuno con diamantes es, en muchos sentidos, una historia radicalmente diferente a la novela de Truman Capote, viendo My Fair Lady el espectador moderno no puede evitar preguntarse por qué Eliza Doolittle decide volver con el profesor Higgins, quien se pasa toda la película humillándola. ¿Es este final realmente preferible a la soltería? En el caso de estas adaptaciones, la desviación respecto al original responde a los mismos motivos que los de Hitchcock al llevar la novela de Buchan al cine: el espectador del momento estaba más acostumbrado a las tramas románticas y, por lo tanto, una película que siguiera esta estructura tenía garantizado un mayor éxito.
La mujer debe tenerlo todo
Quizá ésta es la idea que pervive todavía en las mentes de muchos cineastas y creadores de series, quienes deciden optar por la trama romántica incluso cuando no encaja con la personalidad de los protagonistas (véase la ya mencionada Merlina). Ahora bien, durante el último siglo, el mensaje transmitido por el cine y las series ha ido mucho más allá: encontrar a “la media naranja” no sólo vale la pena por la persona en sí, sino porque nos permite huir de la alternativa; es decir, ser una solterona.
Fijémonos en la mujer fuerte e independiente, figura imprescindible en nuestras pantallas desde la segunda oleada feminista. Si bien algunas series de televisión pioneras como The Mary Tyler Moore Show lucharon por normalizar que algunas mujeres prefieran priorizar la vida profesional por encima de la romántica, con la incorporación de la mujer al mercado laboral, un número creciente de películas regresaron al tópico del amor romántico. Es cierto, todas ellas nos presentaban a mujeres con una carrera profesional envidiable, pero su vida parecía estar incompleta sin un hombre. El ejemplo paradigmático es Secretaria ejecutiva (Armas de mujer en España, Mike Nichols, 1988), donde dos mujeres exitosas se enemistan por el protagonista masculino.
Hay comedias románticas que se atrevieron a jugar con las convenciones del género y ofrecernos un final donde sus protagonistas no acaban juntos. Buen ejemplo de ello es La boda de mi mejor amigo (P.J. Hogan, 1997). En ella, Vivian, que se pasa toda la película intentando sabotear la boda de su amigo Michael, de quien está enamorada, acaba, contra todo pronóstico, sola. El final, lejos de resultar trágico, nos ofrece una alternativa refrescante; en la última escena, Vivian se divierte bailando con su amigo George, homosexual, quien le dice: “Quizá no habrá sexo, pero, por Dios, seguro que habrá baile”.
La soltera como fracasada
Sin embargo, la tendencia siempre ha apuntado al final feliz convencional. Esto vio su auge en la década de los 2000, edad de oro de la comedia romántica, donde, con notables excepciones, la mayoría de las películas intentaron imponernos la soltería femenina como un fracaso. Uno de los iconos que marcó esta época fue Bridget Jones, una mujer que, aunque tiene un buen trabajo y piso propio, se considera una perdedora porque su vida no se corresponde con el ideal que le han vendido: a saber, ser una talla 0 y tener pareja. En los últimos años, han sido varias las internautas que han señalado que la vida de Bridget Jones se alejaba mucho de ser imperfecta; hoy en día, con la incertidumbre postpandémica a la cual se enfrentan las generaciones millennial y Z, se podría considerar incluso aspiracional.
Do you remember when Bridget Jones was considered a loser for having a full-time job in PR and having our own flat in zone one London and being single at 32 😂
— fatuma (@fatumakhaireh) February 9, 2020
La obsesión con emparejar a las protagonistas heterosexuales resulta todavía más irónica teniendo en cuenta que la mayoría de personajes LGBT no cuentan con historias románticas propias y, en caso de hacerlo, quedan en un segundo plano. Así pues, cabe preguntarse: ¿qué nos quieren transmitir estas historias? ¿Que el amor romántico es lo más bonito que se puede experimentar y todo el mundo merece vivirlo? ¿O es más bien todo un intento de perpetuar el statu quo?