El corazón apurado – Cuento de Luciana Alfonzo García

Mis palabras son urgentes. Me sobrevienen, me ayudan a expulsar el dolor que tengo en el pecho. Quizás alguien pueda escuchar mi historia. No sé. Tal vez alguien pueda decirme qué hacer con tanto peso.

Esa tarde me encontró tranquilo. Mis ganas habían desaparecido hacía bastante tiempo. La vida ya no representaba mucho para mí. El calor y mis años mozos se habían apagado como quien deja de insistir en algo que necesita, que quiere con todo el corazón. Lejos estaban los sueños, los proyectos, el amor y la cercanía humana. Nunca entendí bien de qué se trataba. Tampoco encajé ni me acostumbré al ritmo de la vida conocida, a lo que querían los demás, lo que decían que había que tener. Contra todo pronóstico intenté vivir y supe pensar que lo estaba haciendo bien.

Pareciese ayer cuando empezó esta travesía. Hoy lo pienso bastante, incluso en sueños (pesadillas). Una y otra vez repaso el momento en el que todo comenzó. El dolor se manifestó de a poco. Al principio creí que era algo propio de la edad. Los hombres mayores suelen tener problemas, dicen. Me lo esperaba. No hay nada de sorprendente en que a un hombre le duela el corazón: lo raro era la manera. El bombeo me volvía loco. Bumbumbumbum y no bumbumbumbumbumbum, como supo hacer toda mi vida. 

Esto me tenía perplejo, de noche no me dejaba dormir. Me sentaba en la cama y ponía fuerte la radio para que me distrajese. Mi vida había cambiado tornándose (un poco) peor.

Las consultas a los médicos rurales comenzaron un poco después. Si les pudiera traducir mediante palabras sus caras de sorpresa créanme que lo haría. Abrían un poco los ojos, arrugaban la nariz o simplemente se quedaban en silencio. Me escuchaban la respiración y los latidos por la espalda. Las herramientas que tenían eran precarias, pero bien utilizadas. Yo sentía una fuerte admiración por ellos: la valentía de ejercer en esas condiciones y en medio de la nada, realmente les importaban las vidas y trayectorias (de todos).

El problema fue paliado con pastillas, remedios que tenían a mano, medicamentos para el corazón, según me dijeron. Nada de esto solucionó mi pesar.

Poco a poco se puso peor. Sentía un peso grande, como si algo hiciese presión en mi torso; así como se siente la angustia, las malas noticias o los sentimientos de tristeza. Pensé que podrían ser las emociones que guardé durante tanto tiempo, esas que ahora venían a buscarme: la lenta muerte de Norita primero y la prematura partida de Jesús, después. Mi escasa reacción en el momento ¿habría sido mi corazón que de tanto hacer fuerza terminó poniéndose duro? Si ellos no hubieran partido ¿sería el mismo dolor? Si Nora pudiese hacerme una taza de té a la tarde y abrazarme por la noche ¿sería este mi pesar? ¿Qué hubiese pasado con mi corazón si Jesusito, jugando en el barro con sus autitos de madera, me hubiese dicho “mirá papá, mirá mi autito, qué rápido que va”? 

Estas interrogantes me daban vueltas en la cabeza y me mantenían sumido en mil atmósferas de posibilidades. Todos escenarios en donde la realidad era más amable para mí.

Además del atípico bombeo que irregularmente me aquejaba, una mañana comencé a sentir que los músculos se me tensaban. Se endurecían de a poco todas las partes del cuerpo que rodeaban mi pecho. Las respuestas médicas fueron no concluyentes. Nadie podía decime qué era lo que me torturaba, me habían abandonado a mi suerte. Como si mi corazón creciese a pasos agigantados, yo sentía que apenas podía moverme. Esto me va a matar, pensé. Así lo ha querido el destino que a todos nos llega para cobrar tanta vida de lamento.

¿Me estarás viendo, Norita, sentada casi inmóvil en la silla que construí para nosotros hace tantos años y que a duras penas ha resistido? ¿Me agarrarás la mano, hijo mío, para acompañarme en este dolor increíble que poco a poco me restringe a un lugar de esta casa chiquita, nuestra casa chiquita?

Mis palabras son urgentes. Me sobrevienen para pedir ayuda, para gritar que un hombre ha quedado inmóvil, con el corazón que apenas le cabe en el pecho, en una silla hecha para su familia, que lo abandonó dejándolo solo a su suerte en una casita chiquita; pero, en fin, su casita chiquita.


Autora: Luciana Alfonzo García (Santa Rosa, Argentina, 1994). Profesora de Letras por la Universidad Nacional de La Pampa. Desde el 2018 ha ejercido como docente de Lengua y Literatura en distintas instituciones públicas y privadas de la provincia.