La trilogía San Jerónimo – Microrrelatos de Ailton Téllez Campos 

Frenar el desasosiego

Cuando Joaquín recibió su diagnóstico clínico del Hospital San Jerónimo, pensó que lo más adecuado sería renunciar al trabajo, hacer una reunión con sus familiares y amigos y exprimir sus tarjetas de crédito recorriendo los estados de la República que tanto anhelaba conocer. Pero en lugar de eso, para frenar el desasosiego que tanto lo había atormentado durante casi dos meses, decidió sentarse frente al volante de su auto e inhalar el monóxido de carbono que se introducía a una de las ventanas por medio de un tubo que conectaba al escape.

Después de su funeral, distintos periódicos y noticieros locales informaban el gran número de demandas recibidas en el Hospital San Jerónimo por culpa del jefe de área de oncología que, durante mucho tiempo, había estado entregando resultados equívocos a docenas de pacientes.

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El estruendo se detuvo

Los gritos no lo dejaban dormir. Con hartazgo, se levantó de la cama. Comenzó a caminar de la mesa a la ventana y de la ventana a la mesa. El estruendo se detuvo. Ahora, un cuchicheo lo mortificaba. Transpiraba en exceso. Se sentó en la orilla de la cama. Restregaba su rostro con brusquedad, como si quisiera arrancarse la piel. La luz del alumbrado público resaltaba la inquietud en su mirada. Hasta que el bullicio lo tumbó sobre el suelo de la habitación. Después de casi una hora mirando el techo, del buró tomó una pistola, y con la única bala que quedaba en el cartucho, logró silenciar el ruido en su cabeza.

Al otro día, por medio de los noticieros locales, circulaba la nota del suicidio del médico Enrique González Sánchez. No tardó en enterarse la mayor parte del plantel del Hospital San Jerónimo en el que Enrique había prestado sus servicios antes de que, engañosamente, su director médico lo destituyera. El morbo por seguir esparciendo el chisme llevó a dos enfermeras a buscar al director. Pero, para sorpresa de las dos, no se encontraba en su consultorio. Ni siquiera estaba marcada la entrada de ese día en su tarjeta.

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No pude aguantar más

Consideraba a Enrique un buen amigo. Y como mi amigo, y su director a la vez, tenía que hacerme de la vista gorda por alguna falta que cometiera. Hasta que un día, desde mi consultorio, escuché un zafarrancho. Al asomarme por la ventana, vi a reporteros rodeando a una familia, la cual exigía justicia para un tal Joaquín. No sabía el por qué hasta colarme en el tumulto de gente que se estaba formando. La señora, madre de Joaquín, mientras sostenía en sus manos dos diagnósticos, reprochaba la negligencia que había en el Hospital. A diferencia del segundo diagnóstico que su hijo, antes de suicidarse, no pudo ver, explicó con la voz quebrada, el que estaba firmado por el médico Enrique González era erróneo. Ahí no paró la cosa, cada vez había más y más pacientes de oncología molestos demandando al Hospital por errores como ese. Y como director del Hospital, yo era quien tenía que dar la cara. Pero no pude aguantar más. Así que no pasó mucho tiempo y cité a Enrique en mi consultorio. Traté de que entendiera que su caso era inapelable, ni siquiera el consejo médico quería tomarse la molestia de buscar alternativas. Era directamente su destitución. Sin embargo, Enrique sacó el cobre. Me amenazó con llevarme entre las patas, si es que no lo ayudaba, sacando mis trapos sucios al sol. Con todo lo que ocasionó era más que suficiente. Al final, quedamos en que conservaría su trabajo, pero tenía que desaparecer del Hospital por un periodo, así que le di un mes de vacaciones. Pobre iluso. Durante su ausencia, me encargué de contactar a distintos medios de comunicación. Y una tarde, frente a cámaras, anuncié que el médico Enrique González Sánchez sufría problemas psicológicos. Por tal motivo, no se le volvería a ver laborando en el Hospital. Con eso, maté dos pájaros de un tiro: la presencia de los afectados era cada vez menor y yo me había quitado a un “loco” de encima.

Después de aproximadamente un año sin saber de él, hoy en la mañana me contactó. Por un momento, pensé que escucharía rencor detrás del teléfono, pero, en su lugar, fue mero arrepentimiento. Incluso me pidió una disculpa por haberme amenazado. Luego de eso, no tenía claro el objetivo de su llamada, hasta que me preguntó si podía pasar a la casa a visitarme. Dije que no era buena idea. Pero insistió, a punto de llorar. Casualmente, acabo de dar el último trago a mi vaso de whisky y ya está tocando a la puerta. Hago tiempo sentado en el sofá sin hacer ruido, esperando a que se desespere y se vaya. Pero ahora soy yo el que comienza a desesperarse, así que me dirijo a la puerta. Al abrir, lo primero que veo es a una clase de pordiosero.

—¿Enrique? —pregunto genuinamente. 

Él se limita asintiendo con la cabeza. Lo hago pasar a la cantina, sin dejar de pensar con asco en que mañana tendré que limpiar la silla en la que se acaba de sentar. Me cuenta que, desde que los noticieros lo tacharon de un médico enfermo, ya ni siquiera le dan trabajo en los consultorios de las farmacias de genéricos. Estoy incómodo. No sé qué contestar. Dejo que siga hablando. Mi vaso en el que estaba tomando whisky me sirve de distracción. Lo tomo y le digo que si gusta beber algo. Me contesta que sí. En lo que estoy llenando mi vaso, Enrique sigue hablando. ¿Querrá que le devuelva su puesto? ¿Dinero? Sus palabras son ambiguas. De reojo, observo a Enrique cabizbajo, con las manos metidas en la gabardina como si tuviera frío. Me da lástima. Creo que tengo un billete de doscientos pesos en mi otro pantalón, espero que con eso le alcance para comida y jabón. La botella de whisky se acaba. Me pongo en cuclillas para sacar otra del fondo del mueble. Enrique deja de hablar. Mis dedos rozan con una botella. Escucho como arrastra las patas de la silla. Y, como en las películas, el claro corte de un arma.


Autor: Ailton Téllez Campos (Xalapa, Veracruz, 1998). Realizador audiovisual de formación. Durante la carrera, llevó a cabo dos cortos cocumentales: ¡Mucha Mierda! (2019) y Eduviges (2022). La pasión por contar historias lo ha llevado hasta el mundo literario, específicamente a los cuentos. Ha publicado relatos cortos en la revista Primera Página y Rigor Mortis.