A temprana hora de la mañana, el hombre irrumpió en la vivienda.
—¡Ya señora, levántese y márchese de inmediato! —ordenó, y agregó—: ¡Yo soy el nuevo dueño de esta propiedad! Su familia ya se largó.
La mujer, avergonzada, balbuceó:
—¡Ya, altiro! Sólo déjeme pasar al baño y me voy de inmediato.
Después tomó sus pocas pertenencias, las puso en un bolso y salió a la calle. Al principio deambuló sin un destino cierto, pues no tenía a dónde ir. A eso del mediodía y cansada ya de caminar, le bajó una sed del demonio, por lo que se dio a la tarea de buscar entre las desconocidas calles una botillería. No tuvo que andar mucho. En calle Linares con Esperanza, encontró un boliche que en la entrada tenía fijo un letrero con el nombre del tugurio: “Botillería El Rucio”. Enseguida cruzó la calle a toda prisa y entró. El local era oscuro; en un rincón, sentados en unos cajones de tomates, había dos parroquianos que bebían vino desde unos gruesos vasos de vidrio de color verde.
—¿Qué le sirvo, señora? —preguntó el dependiente, un hombre flaco, de tez amarillenta, de cuya boca pendía un cigarrillo.
—¡Deme una cañita de vino tinto! —pidió la mujer, y depositó en el mesón una moneda de quinientos pesos que el dependiente cogió de inmediato.
De dos tragos se bebió la caña, después salió del local y se dirigió hacia una plaza cercana que había divisado antes. Allí estuvo toda la tarde sentada en uno de los antiguos escaños, grandes, anchos y cómodos. Le gustó la plaza donde, según podía observar, no concurría mucha gente, lo que era bueno, pues sabía que cuando bebía demasiado no podía mantenerse mucho rato de pie y se recostaba en cualquier parte. Ahora tenía su propio escaño, el que sería como su refugio, nadie la molestaría, pues los otros indigentes del lugar se agrupaban en la otra esquina de la plaza. En los meses cálidos dormía en el escaño y se tapaba con una frazada que le habían regalado. Para el desayuno, si tenía plata, compraba un pan. A la hora del almuerzo iba con su pote plástico a la casa que quedaba frente a la plaza, donde la dueña de la vivienda, una mujer de edad, le regalaba un poco de comida. En invierno dormía en un pequeño local, distante a unas pocas cuadras de la plaza, donde funcionaba un cajero automático. Una vez al mes, y si había logrado guardar algo del dinero de las limosnas, iba a los baños públicos del barrio Franklin donde se duchaba con agua caliente y abundante jabón por espacio de diez minutos, después regresaba a su escaño en la plaza.
Últimamente la mujer estaba preocupada: su salud y su cuerpo estaban resentidos. El poco vino que lograba beber le caía mal y la emborrachaba de inmediato. Estaba entrada en años y sabía que le sería difícil enfrentar el crudo invierno que ya había comenzado.
Esa noche de tormenta, cuando la lluvia arreciaba sin parar, enfermó de neumonía. Ya no era seguro quedarse en el local del cajero automático, por lo que en horas de la mañana buscó un lugar donde poder descansar. El dueño de un garaje cercano la divisó bajo la lluvia y le ofreció, por algunos días, un lugar entre los neumáticos y los tambores de aceite. Allí estuvo un poco más abrigada, pero no lo suficiente. Esa noche en que su salud había empeorado, el cielo descargaba un verdadero diluvio y la ventisca levantaba las planchas de zinc del techo del garaje producía un fuerte ruido. Y, aunque había prometido que nunca, por motivo alguno, molestaría a su hijo, el miedo, la necesidad, fue más fuerte. Con dificultad, y por espacio de unas dos horas, caminó bajo la lluvia hacia la casa donde él vivía. Llegó a eso de la medianoche, pero se quedó por un rato en la esquina mirando hacia la vivienda. Después, decidida, se acercó a la puerta y golpeó con fuerza, sin que nadie atendiera a sus llamados. Repitió los golpes por espacio de unos quince minutos, después, gritó el nombre de su hijo varias veces. Pero nadie contestó ni abrió la puerta.
—¡Enrique, levántate! —dijo una mujer, y agregó—: Escuché golpes en la puerta y parece que alguien te llama. ¡Vamos, rápido! ¡Escucha! Nuevamente están llamando. ¿Quién podrá ser a estas horas?
Enrique se levantó de mala gana, se cubrió con una manta de castilla para protegerse de la lluvia, y a regañadientes atravesó el pasillo que conducía hasta la puerta de calle, pero cuando abrió no encontró a nadie.
—¿Quién era, Enrique…? —preguntó la mujer.
—¡Nadie! ¡No es nadie! No te preocupes. ¡Es sólo el viento!… Sólo el viento —contestó.
Y en los momentos en que el hombre se secaba el rostro mojado por la lluvia y volvía a su cama, afuera, en la calle, la mujer a duras penas doblaba la esquina y se internaba en la fría noche lluviosa, mientras el ulular del viento permitía presagiar el que sería su destino.
Autor: Miguel Enrique González Troncoso (Santiago, Chile 1954). Orientador Familiar y Mediador. Sus obras publicadas son Relatos y cuentos breves (2013), Helga de Berlín y Otros relatos (2014), entre otros. Durante el año 2016 y 2017 sus relatos se publicaron en Suecia en el Semanario de habla hispana Liberación; otros forman parte de la Antología Poetas y Narradores Contemporáneos, publicado por la editorial de los 4 Vientos, Argentina. En 2018 obtuvo el primer lugar en el VIII Concurso Internacional El Parnaso del Nuevo Mundo, Perú, con su cuento “La votación”. En 2019 su relato breve “Los campesinos” obtuvo el primer lugar en el Concurso Literario Internacional “Memorial de Paine”. En 2020 su cuento “José, el Sefardí” obtuvo mención honorífica en el concurso literario Teresa Hamel, de la Sociedad de Escritores de Chile; otros cuentos han sido publicados en las revistas literarias de Argentina, México, Chile, Venezuela, Canarias, Colombia. En octubre de 2021 fue elegido para participar en el Primer Festival Internacional de Narrativa, Guatemala.