Por traer flores a casa
Perdonadme, guerras lejanas (…)
W.S.
Mi madre murió bajo una guirnalda de flores poco antes de cumplir los cuarenta. En homenaje a la abuela dejó que las margaritas invadieran su cuerpo. Tomaron a los pulmones por pradera, entre espasmos de aire, haciendo de la radiografía última viñetas paisajistas. Durante los años finales mi padre ejerció la locura. Lo encerraron en un cuarto incierto, bajo el insomnio de los antidepresivos. Decía que encontró en las flores un camino hacia su infancia y de tanto repetirlo se internó al jardín oscuro de la demencia. Yo muy joven sembré un ciprés en mi cabeza y no me atreví a bajar de nuevo. Ahora espero, marchito, a que el otoño vuelva infalible con sus ventiscas y escándalos y carnavales a la habitación veintitrés del Hospital Santa Rosa pabellón de oncología, a presenciar el infértil pero bondadoso acto de la fotosíntesis.
Río
Baila bajo la noche de los caudales a la espera de la transformación última. Le ha crecido un beso pardo en los labios y sus pasos felinos se arriesgan al abismo de una coreografía franca. Río se interna a la noche inédita de sus lecturas, imagina telarañas, escribe cuentos. Algo en su sonrisa absoluta, habita, desde los hoyuelos de azogue. Río descifra rosarios, trópicos, hojarascas, viajes absurdos que felizmente conjura cuando le ha venido en gana la vida. Río ríe rayando rabiosas roturas. Espera con los brazos abiertos la lluvia, la metafísica, sus condiciones. Le ha crecido un nenúfar en la espalda, una estrella en el pecho. Ella ecosistema y prado. Y antes, mucho antes de abandonarse a las fauces de un corazón meridional, prefiere levantar los brazos y dejar que sobre sí se posen los últimos fragmentos de una melodía antigua, diáfana, oscura, pecera, arrebol, crepúsculo, mutante que río traduce y baila bajo la noche de sus caudales…
Escamas
Seducido por la tristeza que se arremolinaba en sus ojos decidí coleccionarlas. Las clasifiqué de acuerdo a las variaciones del canto. No las nombré: jugar con las tinieblas suele ser de mal agüero. Hay oscuridades respetuosas, dignas, que crecen dentro de uno; también existen las tenues y sin forma. Pero las que ellas invocaban eran el resumen de naufragios. No usaban ropa, vestían sombras. Sin palabras dejaron tras de sí, una estela que bien pudo confundirse con el oleaje esmeralda de los ahogados. Un viejo pescador me contó que a veces el mal tiempo las traía. Eran épocas de veda y el salitre del aire erosionaba sus cabellos, perpetuándolos como cicatrices. Cuando las miraba fijamente veía nacer en sus cuencas un exilio marino. Y si por error las confundía con anémonas, el vecindario sufría a causa de los sollozos. Cargaban saudade entre las manos y a pesar de que en más de una ocasión les ofrecí peces, preferían ayunar sumergidas en su delirio. Finalmente se descompusieron más rápido que las langostas. Pensé en congelar sus cadáveres o embalsamarlas en alcohol. En lugar de eso pasé las últimas estaciones admirando el crepúsculo, apenas sorprendido por la falta de apetito y una entonación de difuso origen. Melódicas, absueltas, luminiscentes vuelven a mí en sueños. Lejos de aquella primavera abrasadora, arrojo al mar este consuelo…
Autor: Joaquín Filio (Mérida, Yucatán, 1991). Mención honorífica del Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo en su edición 2016. Textos suyos aparecen en páginas digitales como Tierra Adentro, Punto en Línea y Marabunta. Fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Yucatán en la categoría de cuento. Es autor del libro Mediocre (Acequia Casa Editorial, 2019) y Escafandra (Acequia Casa Editorial, 2020). Ganador del concurso El cuento en cuarentena.