Antes de conocer a Don David, yo tenía una vida normal. Me dicen Frankie y nunca me gustaron los trucos con cartas. Tampoco mi nombre, Francisco, por eso utilizaba el apodo que me puso mi mejor amiga. Era un mago callejero, aunque antes de eso trabajaba en fiestas, pero el primer día que hice trucos en la calle gané más dinero y me la pasé mejor que en una de esas jornadas frente a niños dispersos y groseros.
Mi rutina con los trucos me hacía levantarme de lunes a viernes a las siete de la mañana. Para lograrlo dejaba listas mis cosas desde la noche anterior. Solía salir de mi casa, cerca del metro La Raza, a las ocho, hora en que todo mundo va a su trabajo o a su escuela. Y pasaba desde ese tiempo hasta el mediodía saltando de camión en camión por una ruta que llegaba a Indios Verdes.
Al comienzo de la tarde, ya con 150 o 200 pesos en la bolsa, me tomaba un descanso para comer algo barato: casi siempre una torta cubana en un puesto cerca del metrobús Potrero, pero a veces me aventuraba a los puestos de comida rápida cerca de la Basílica.
Luego me lanzaba al centro, a la calle 16 de septiembre, para estar durante dos o tres horas haciendo trucos frente a un local de trajes para caballeros. El dueño del lugar me dejaba usar sus enchufes o su baño o cualquier cosa que me hiciera falta, siempre y cuando le diera 50 pesos por jornada.
Así viví, con buen dinero y sin tanta presión, durante casi cinco meses, hasta que un lunes —recuerdo bien que era lunes porque son los días que acostumbraba a usar mi saco morado satinado— conocí a Don David. O bueno, decir que lo conocí es exagerado; lo vi haciendo trucos en un camión de mi ruta y su acto me pareció muy de la vieja escuela: palabras grandilocuentes, voluntarios del público para trucos con cuerdas y el gran final: un sombrero del que, tras tres toques con su bastón, sacó un conejo vivo.
Pensé en lo ridículo de sus ademanes de fin de siglo, de sus trucos anticuados, pero efectivos a fin de cuentas, pues terminó exprimiendo a los pasajeros. ¡Monedas de diez, una rareza en la ruta!
Esa vez lo dejé pasar, pero debí preocuparme más porque al día siguiente, cuando iba a abordar mi primer transporte de la mañana, él estaba ahí de nuevo.
“¡Maldito!”, pensé en ese momento. Y decidí esperar a que se bajara para comenzar mi rutina, pero ya nadie me puso atención. Y nadie lo volvería a hacer en los camiones porque desde entonces, a cada pecero que me subía, ahí estaba Don David con su aire a la Copperfield, sólo que más canoso, y siempre con traje, sombrero de copa y mocasines, todo en negro. Hasta su asqueroso bigote, muy desaliñado, era de un negro profundo. Y siempre con el truco del sombrero: sus tres toques y un animal distinto —a veces pollos, a veces ranas, a veces zarigüeyas y en su mayoría conejos— que salía llorando del interior.
Consideré confrontarlo, pero como nunca fui muy bueno peleando, decidí evitarme problemas y trabajar más tiempo en el Centro. Hablé con el dueño del local para pedirle que me dejara estar desde temprano, y aceptó no sin antes subir la tarifa: por estar desde once de la mañana hasta las cuatro de la tarde tendría que darle 100 pesos.
Así transcurrieron varios días, trabajando de fijo ante peatones que solían atiborrar la alcancía que ponía frente a mi mesa, hasta que un jueves —también lo recuerdo bien porque esos días siempre usaba mi corbatín dorado— llegué a mi espacio y observé a una multitud reunida al otro lado de la calle.
Monté mis cosas y comencé a pedir la atención de la gente, pero nadie me hacía caso; todas las personas pasaban de largo para sumarse al grupo de la otra banqueta. Esto me molestó y decidí acercarme a ver por qué tanto alboroto. Grande fue mi sorpresa y furia al ver a Don David siendo el centro de atención, con una mesa tapizada de leds multicolores y decenas de billetes en su alcancía. Pero lo que más me enfureció fue el anuncio de su primer truco: sacaría un conejo del sombrero. ¡Ese pinche conejo!
“Este cabrón no me deja en paz, lo hace a propósito, esto ya es avaricia, es ser culero” y más pensamientos del estilo vinieron a mi cabeza. Me quedé un rato mirando su espectáculo y luego del ver a su mamífero —hasta ese momento no había caído en cuenta de lo raro de sus animales: todos parecían tener una mirada… ¿humana?— volví a mi sitio y comencé a gritar para atraer la atención de la gente. Pero no obtuve ninguna respuesta favorable, incluso el dueño de la tienda salió a reclamarme por asustar a sus clientes.
¡Todo por el estúpido viejo!
Tras dos días sin gente, sin ganancias y con la furia creciendo ante lo que ocurría del otro lado de la calle, decidí por fin reclamarle al maldito; esperé a que acabara su jornada para acércrame y descubrir sus intenciones: ¿Por qué me quitó mis camiones? ¿Por qué utilizó mi calle? ¿Por qué se llevó a mi público? ¿Por qué me seguía?
Cuando comenzó a alzar sus cosas, me acerqué, pero antes de poder decirle algo me preguntó qué se me ofrecía de forma muy desentendida, como si no me hubiera visto antes. Luego, sin dejarme hablar, me pidió que lo esperara cinco minutos porque tenía que ir por algo a un par de calles. Y comenzó a caminar hasta que lo perdí de vista.
“¡Pinche loco!”, pensé. Y luego lo vi: su sombrero, ese maldito sombrero que tantos aplausos provocaba; estaba seguro era uno de esos aparatos chinos sofisticados que había visto en internet, con compartimentos donde es fácil ocultar mascotas pequeñas. “Sin esto, el cabrón no podría hacer nada”, fue la idea que fue creciendo en mi cabeza a cada minuto que el viejo no volvía.
Entonces decidí que la mejor venganza por mis camiones, mi lugar en la calle, mi público y todo el dinero, por todo eso, la mejor venganza era robarle ese maldito sombrero. Pero antes quería saber si era como esos aparatos chinos, quería ver dónde tenía al conejo o al polluelo, cómo sacaba a sus animales. Quería descubrir sus trucos. Y metí la mano.
Lo siguiente que recuerdo fue un jalón de orejas bastante fuerte. Y la voz de alguien diciendo muy cerca de mí: “Soy Don David —así supe su nombre— y con esto concluyo mi acto. Este es el conejo Frankie, el conejo del sombrero, quien a veces me acompaña en mis actos junto a sus amigos peludos y alados. Todos tienen una gran historia detrás. Pero sepan bien, los aquí presentes, que esto es magia, magia real”.
Autores:
Alenka Ríos: Actriz, maestra, devoradora de libros, locutora del podcast Glitter Amargo, fanática del buen café y vocalista de la banda La Era Vulgar.
Yair Hernández: Periodista que ha colaborado en medios como Milenio, Nexos, Revista de la Universidad y Yaconic. Aficionado a los bosques.