No sé qué pasó…
Estabas debajo de mí, disfrutando el roce de mi lengua en tu cuello, con esa expresión en el rostro digna de ser esculpida en un templo hindú. Abriste tus muslos y me invitaste a entrar.
No sé qué pasó…
Estabas debajo de mí, disfrutando el roce de mi lengua en tu cuello, con esa expresión en el rostro digna de ser esculpida en un templo hindú. Abriste tus muslos y me invitaste a entrar.
¡Cojone! Corre, pon la linterna del móvil, que alumbre el cuarto de la niña, tú sabes que se despierta enseguida cuando se ve a oscuras…
¿Y… qué hora es, eh…? Mira esto, chico, el arroz blanco que lo acabo de montar en la olla arrocera… ¿Qué tú crees, pongo la cazuela en el fogón de gas? ¿No se romperá por eso…? Oye, ya se despertó la niña. Claro, si hace tremendo calor. Anda, cógela a ver si yo logro terminar la comida. ¿Niño, y qué hago de plato fuerte?
En el 2005 ahorré un poco de dinero y me compré un viaje redondo a La Habana. El boleto resultó ser una ganga sospechosa; después conocería la verdadera razón: el huracán Dennis estaba por llegar a la isla. Durante el tiempo en que estuve en Cuba apenas si pude conocer La Habana Vieja, la Plaza de la Catedral y el Capitolio, ya que inmediatamente después de mi llegada se dictó la orden estricta de resguardo domiciliario. Me la pasé encerrado en un vecindario de la Calle Trocadero esperando a que las aguas se calmaran para regresar a México. En la televisión pude ver cómo Fidel Castro daba las noticias sobre la situación del huracán e incluso el momento en que el Comandante reprendía a uno de los reporteros por ignorar la geografía de la isla. Fue algo maravilloso y detestable a la vez. Cuatro días después salí de La Habana sin nada en los bolsillos porque un conductor me cobró una cantidad exorbitante de dinero para alcanzar mi vuelo. Al dejar la isla, vista desde las alturas, no dejaba de pensar en aquella sentencia que escribiera Guillermo Cabrera Infante en su libro Mea Cuba: “Cuba había dado un gran salto adelante, pero había caído atrás”. Pero ese es otro tema; lo que en realidad quiero contar en estas breves líneas es que, de ese infortunado viaje, logré extraer un buen provecho de la isla —¿acaso no es el modus operandi de la mayoría de turistas en Cuba?—: cinco o seis libros usados que conservo entre los anaqueles oxidados de mi biblioteca. Uno de ellos lo compré en una librería de viejo ubicada a espaldas de la Catedral. Ismar, el amigable vendedor que atendía el local, me dijo: Apáñate éste, viejo, es uno de los más grandes escritores cubanos del siglo XX. Tomé el libro y vi la portada: Nada del otro mundo, antología poética de Luis Rogelio Nogueras.
El tiempo me mira
desde su rutinaria sonrisa,
sumisa mueca del encierro
entre las confusas paredes
del círculo que le cuenta los pasos.
Su burlesco andar muerde la piel
y los huesos mueren oxidados
con sueños desechos
a la espera de algún después.
Ahora,
cuando peino canas
y pienso en pasado
por el tiempo vivido,
por todos los sueños que llegaron y también por aquellos
que quedaron dormidos
perdiendo las alas
y sin estar conmigo;
doy gracias por todo,
por ser como he sido
y por cada minuto que vivo.
Sus ojos estaban fijos en la presa que confiada e indefensa ignoraba que aquellos serían los últimos minutos de su vida.
Todas las luces hoy parecen concentradas en el espacio —antes desierto y tranquilo— de la finca Santa Ana, de un municipio con nombre de fruta. Las patrullas reducen la entrada; los neumáticos de una furgoneta de prensa han contaminado con estiércol el peladero de ordeñar; los trípodes de las cámaras cojean en la tierra húmeda cerca de las canoas de agua; la gente que entra choca con gente que sale; los cables coaxiales dan reumáticas vueltas por el suelo de pastoreo. Se mueven y se remueven los aparatos, se calzan y se enderezan: como la ropa desajustada. Y tales son sus ojos de sencillos, y su vida contenida —por falta de urbanidad o por timidez— que puede parecerle fuera de lugar la propia naturaleza que le visitan.