Bingo, el payaso – Cuento de Amado Salazar

—¡Daaaamas y caballeros! ¡Ésta es la primeeera llamadaaa! ¡Primeeeera llamadaaa! —resonó por las bocinas la voz afelpada del maestro de ceremonias.

En su remolque destartalado, Carlos oyó el anuncio y revisó su reloj: apenas le quedaba tiempo para arreglarse. Desganado, se levantó de su catre oxidado y buscó su rostro en el espejo. Su reflejo lo tomó desprevenido: no se reconoció a sí mismo, a esa maraña de arrugas que lo miraba al otro lado, como desaprobándolo, desde la severidad de sus ojeras.

¡Y pensar que apenas rozaba los cincuenta! Aparentaba, sin embargo, muchos años más. Culpa de sus malos hábitos, de sus incontables noches de excesos en su juventud. Eso y una vida en el circo, viajando por el continente de punta a punta —mal durmiendo, mal comiendo—, lo habían envejecido prematuramente.

—¡Apúrate, cabrón! —lo urgió su jefe, el maestro de ceremonias, asomándose desde la ventanilla del remolque—. Ni se te ocurra retrasarte otra vez.

La irritación del jefe estaba justificada: su acto, además de ser el primero, era crucial para el desarrollo del espectáculo. Como payaso tenía la responsabilidad de ganarse a los asistentes desde el primer minuto, acortar la distancia entre el público y los artistas. Si lo conseguía, los siguientes actos seguramente transcurrirían sin contratiempos; si fallaba, predispondría en contra a los espectadores, quizás definitivamente.

No era tarea fácil, cierto, pero alguien debía afrontarla y él era el más calificado para ello: nadie conocía mejor el oficio, nadie rivalizaba con su experiencia y nadie —a pesar de su edad— lo superaba en agilidad improvisando.

*

No siempre fue payaso. Antes —no hacía tanto, de hecho—, había destacado como equilibrista: el mejor del circo, quizás incluso del país. Conservó esa distinción por años, fue la indisputable estrella del espectáculo y así se mantuvo hasta bien entrados los cuarenta, cuando una caída en los ensayos (afortunadamente no durante la función), aunada a esa maldita red de seguridad mal ajustada, acabaron con sus más de veinte años de carrera. 

Pero no culpaba a la red ni del obrero que olvidó asegurarla, sino a sí mismo. Única y exclusivamente a sí mismo y su costosa terquedad: Se estaba haciendo viejo, ya no tenía la edad ni los reflejos para seguir desafiando las alturas. ¡Si al lo menos hubiera sabido reconocerlo a tiempo!

Por entonces respondía al nombre del Intrépido Charlie Vásquez y no al de Bingo, el payaso. Bingo nació tras su caída, casi a regañadientes y orillado por la necesidad. ¿Qué opciones tenía? Luego de una vida en el circo, sin estudios ni familia… ¡Cómo se arrepentía de no haber un oficio, como tantas veces le insistió su difunto padre! 

Así empezó su carrera como payaso. 

¿Cuánto hacía de eso? Como tres o cuatro años, más o menos; quizás cinco a lo mucho. No lograba recordarlo: el tiempo en el circo no transcurre igual. Por eso la memoria, a largo plazo, termina también por atrofiarse. A veces incluso es imposible acordarse de todas las ciudades en las que se han presentado, o hasta de los compañeros que se quedaron en el camino.

Hubo uno, sin embargo, al que nunca pudo olvidar: Elías Sánchez Romo. Él fue el payaso que le enseñó el oficio cuando todos los demás le dieron la espalda.

—Ya te darás cuenta que no es tan fácil como parece —le advirtió el viejo Elías en una de sus primeras conversaciones—. El público es más exigente con nosotros que con cualquier otro artista.

Al principio no le creyó, pero con los años hubo de darle la razón. Por ejemplo: un domador herido por sus fieras, o un equilibrista caído, contarán siempre con la solidaridad de los espectadores. En cambio, un payaso que no haga reír… Bueno, ya se sabe: sólo puede esperar rechiflas y abucheos. 

Aquel hombre también le contó su historia: se había unido muy joven al circo. Lo hizo a escondidas para juntar dinero y poder casarse. No pretendía hacer carrera: iba a retirarse después de la boda. Sin embargo, cuando su prometida se enteró del modo en que él se ganaba la plata cuando salía de gira, se avergonzó y rompió su compromiso.

Según él, eso fue lo más cerca que estuvo de la felicidad.

—Ningún hombre está hecho para la soledad —le confesó en una noche de borrachera, poco antes de caer fulminado por sucesivos infartos—. Así que, hagas lo que hagas, no te aísles del mundo.

Ahora, a diez minutos de empezar una función más, volvía a darle la razón.

—¡Segunda llamada! ¡Esta es la segunda llamada! ­—anunció por el parlante el maestro de ceremonias.

Ya había terminado de maquillarse. Ahora sólo faltaba ajustarse el overol y calzarse los botines encharolados. Una vez lo hizo, tomó su peluca y se dirigió tras bambalinas.

Allí lo esperaba ya su compañero: un payaso novato y que apenas conocía de pocos días. No pudo recordar su nombre. 

Al acercarse a él, notó que en su frente el maquillaje se agrumaba por el sudor.

—Relájate —le dijo—. Todo saldrá bien.

Y le tendió clandestinamente su licorera destapada. 

Mientras el novato bebía, Bingo aprovechó para encender un cigarro y apurar un par de caladas. Luego bebió él también y escondió la licorera en su overol. 

El maestro de ceremonias anunció la tercera llamada.

Bingo arrojó la colilla, se ajustó la peluca y saltó a la pista dando cabriolas. 

La sonrisa apenas le cabía en el rostro. 

*

—Estuviste bárbaro, Carlitos. ¡Eres un genio! —le dijo minutos después, tras terminar su acto, el apurado maestro de ceremonias.

No había sido fácil: esa tarde comenzaron con aún menos público que las anteriores. «Siempre es así en la primera función», se consoló al ver el graderío casi vacío. Sin embargo, no por eso se les permitía esforzarse menos; al contrario, según su experiencia, un público reducido siempre es más difícil de satisfacer que uno numeroso. 

Afortunadamente, lo habían conseguido. Más él que su compañero, a quien el nerviosismo había jugado una mala pasada apenas iniciada la función. Otro se habría amarrado, se habría dejado contagiar por los nervios, pero no él: no el viejo Bingo, veterano de cien mil presentaciones que se había enfrentado —y salido airoso— a toda clase de públicos, desde los más apáticos hasta los francamente hostiles.

Sí, poco faltó para que perdieran el acto (y seguramente lo habrían hecho de no ser por sus tablas), pero aun así no culpaba a su compañero: en su día, él también fue novato, a él también lo rescató el viejo Elías en más de una ocasión…

Algo, sin embargo, había crujido en su corazón mientras actuaba. Fue —lo supo entonces— esa multitud de rostros que desfilaba vertiginosamente por su memoria: los de miles de espectadores —tal vez millones— que había recogido durante años: niños sentados en las piernas de sus abuelos, novias y esposas escrupulosamente maquilladas, hombres que abrazaban a éstas y a su vez se dejaban abrazar…

Todos lo miraban y se reían de él. 

«Siempre es lo mismo», se dijo limpiándose los ojos con su pañuelo, antes de que se le estropeara el maquillaje. 

Luego se sonó la nariz y se puso a beber en silencio. 

Faltaba más de una hora para la siguiente función.


Autor: Amado Salazar (San Cristóbal de Las Casas, México, 1992). Licenciado en Historia por la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Ha participado en diversos talleres literarios y publicado en una decena de medios físicos y electrónicos. Se especializa en el género cuentístico y ha escrito algunos artículos y ensayos sobre el tema. Actualmente se dedica a la promoción de la lectura y el fomento a la creación literaria en su ciudad natal.