Recuerdo bien al viejo. Sentado en su rincón, inmóvil, ausente. Estatua de cobre que respira. Nudillos hinchados, cicatrices abultadas y un ojo ciego. Reposaba entonces en su banquillo como tanto tiempo atrás, esperando el siguiente campanazo, con el cuerpo inclinado hacia adelante, como ansiando salir para poder saber si aún quedaba algo de lucha en sus cansadas piernas. Gruñía, refunfuñaba y se quejaba. Sobaba sus costillas maltrechas intentando sacarles un golpe que hace mucho dejó de estar ahí. Luego apretaba sus nudillos doloridos e hinchados, pasaba la mirada por las cicatrices de sus manos mientras hacía recuento de qué fractura llegó en qué pelea y cerraba sus puños con fuerza para hacer crujir sus articulaciones.
De vez en cuando alguno más sabio o simplemente más viejo se acercaba a hacerle una ofrenda, regalaban al viejo algún dulce o bebida, que en sus días buenos pagaba a sus mecenas con historias de glorias pasadas; algunas enredadas y confusas, otras certeras y brillantes, al menos tan brillantes como su lengua e ingenio se lo permitían. Mas en sus días malos había veces en las que ni siquiera llegaba a recordar que fue un púgil, como buena parte del mundo fuera de aquel gimnasio parecía haber olvidado también.
Las primeras veces que lo escuché debo decir que sus historias no me impresionaron. Lo cierto es que sus relatos no tenían los aires épicos de un London o el certero impacto de los de un Cortázar o las brillantes remontadas violentas y heroicas al que el cine me tenía acostumbrado. Hablaba de ángulos y de cortar el ring, de sumar puntos, de quitarle algún golpe a su oponente, de descalificaciones y de decisiones. De vez en cuando algunas de sus historias llegaban a tener un elemento emocionante: muertes clandestinas, huesos rotos, apostadores poco escrupulosos, amores en disputa y vendas cargadas de yeso. Aunque, en aquel entonces y al inicio de mi aprendizaje, para mí escuchar al viejo y sus rudimentos técnicos era como escuchar a un carpintero hablar de clavos, medidas y perforaciones y aquellos elementos sórdidos y violentos que harían jugoso el argumento de cualquier novela de crímenes se volvían tan desabridos como si hablara de madera abotonada, termitas o herramientas rotas. Sin embargo, hoy en día, luego de lo que pasó, de recorrer la lona por mí mismo y de darle rostro a algunos de los nombres que soltaba tan casualmente, se me hiela la sangre sólo de pensar en su sangre fría, en la manera tan metódica de apreciar las fallas de su oponente y su ojo agudo para saber sacar ventaja (o al menos no perderla) con las mil peripecias que ocurrían debajo, dentro o alrededor del ring.
Claro que esto no ocurrió de la noche a la mañana, conforme iba sumando combates y horas de sparring las palabras del viejo se me fueron revelando cada vez más claras. Más de una vez en mi estupor furioso las palabras del viejo me llegaban de lejos como augurio de Apolo, a veces a tiempo para remontar la pelea, a veces como una afilada burla trágica, justo cuando la campana estallaba y saltaba hacia adelante era que comprendía que no había manera de acabar el round de pie.
Cabe decir también que a ratos el viejo no estaba ahí, a ratos su mente se iba a recorrer la lona contra mil oponentes diferentes, algunos de nombres legendarios, otros borrados hace mucho ya por las eras y algunas veces con algunos que nunca existieron en realidad, a veces quimeras de un loco, a veces oponentes ideales cuya existencia no era diferente a las ensoñaciones de una niña soñando con su príncipe azul. Por otro lado, cuando sí estaba, se le veía contento sólo con ver a las jóvenes máquinas de lanzar puñetazos fustigando el costal o persiguiendo las manoplas. Su agudo ojo de depredador seguía a los peleadores, los disectaba y analizaba; buscaba aperturas y debilidades donde castigarlos y apretaba los puños cada que su inextinguible sed de sangre encontraba la apertura ideal. De vez en cuando escupía molesto algún consejo dorado cuya sabiduría era engullida por el estruendo constante del cuero explotando con violencia o cuyo misticismo resultaba demasiado profundo para aquellos que no conocían a fondo el gran arte.
No todos lo notaban o al menos no de manera consciente, no tanto como yo al menos, que cada día me fascinaba más por aquel hombrecillo, nuestro Hermes de bolsillo en su altar secreto. Lleno estaba él de sus misterios que a veces sentía sólo yo podía ver, aunque estoy seguro de que casi todos podían intuir. Podías, por ejemplo, saber la experiencia de un peleador conforme más cerca se encontraba de él en el gimnasio. Tal vez era que a los más jóvenes les incomodaba el constante memento mori y por eso le rehuían o que entre más experiencia ganabas más sentido cobraban lo que una vez parecieron desvaríos de un profeta senil, lo cierto es que despues de un rato era innegable la atracción que aquel patriarca solar influía sobre nuestras orbitas.
De vez en cuando algún reportero morboso se acercaba al gimnasio a buscar al viejo con la excusa de algún aniversario arbitrario o un especial lacrimógeno para los necios para quienes todo tiempo pasado siempre será mejor. Luego escribía las mismas bagatelas incendiarias de siempre sobre «edades de oro», «campeones verdaderos», «héroes venidos a menos» o «leyendas en el olvido». Incitaban al viejo a opinar sobre cuál fue, es o será mejor que otro. Y al final se marchaban para volver al mes siguiente a apenas saludar al anciano y a entrevistar al nuevo novato sensación y publicar largas entrevistas sobre sueños, proyectos y rivales futuros, sólo para terminar endulzandoles el oído con mil cumplidos de su brillante porvenir en el deporte. Las entrevistas a los jóvenes las transcribían completas, al viejo casi siempre lo parafraseaban fuera de contexto para poder decir lo que sea que quisieran decir. Sólo el día que murió le dedicaron más de unos cuantos párrafos bajo la gran mentira “nunca te olvidaremos”.
Recuerdo bien el día que murió el viejo, lo mucho que nos dolió a todos. Parecía que siempre estaría ahí, eterno centinela, como en un pequeño nicho a un santo patrono desconocido. Era un día como cualquier otro, entrenaba en el espejo mientras sentía el ojo bueno del viejo sobre mí y me alegraba de recibir su atención. Entonces, recuerdo que lo escuché decir algo que no pude entender de inmediato. Mientras descifraba sus palabras lo ví levantarse y salir con un paso más acelerado que de costumbre. No pude menos que seguirlo con la mirada mientras fingía seguir con mi sombra.
Frente al gimnasio un par de jóvenes hablaban con otro que parecía amedrentado. De pronto el peligroso filo de una navaja se hizo evidente. Un temor frío me recorrió la espalda mientras veía al viejo acercarse amonestándolos y gritando algo sobre ser hombres y pelear limpio. Uno de los rufianes se acercó entonces campante sólo para encontrarse con un jab explosivo y penetrante que lo frenó en seco y pareció querer arrancarle el tallo cerebral de raíz. El rufián se estremeció mientras lanzaba su mano armada en una horrenda curva plateada que rebanó el tabique del viejo que alcanzó a esquivar la peor parte del golpe usando la cintura para echarse hacia atrás. De pronto, cual péndulo, se balanceó de vuelta hacia adelante y aprovechando su inercia lanzó su puño derecho como un relámpago, invisible para el ojo no entrenado, pero cuyo potente estruendo hizo estallar el aire con tal magnitud que llamó la atención de todos en el gimnasio. Los que no lo vieron creyeron que el ruido fue el que hizo aquel joven al desplomarse sobre el pavimento, pero yo aún me estremezco de pensar en el ruido de carne desplazada y dientes rotos de aquel gancho fantasma. El joven cayó como una marioneta a la que le cortan los hilos de la vida y durante un momento estuve seguro de que estaba muerto y estoy seguro de que un golpe así en su plenitud fácilmente hubiera matado a un hombre. De pronto el otro joven victimario soltó a su presa y desde el punto ciego del antiguo peleador apuñaló al viejo en el abdomen mientras giraba el cuchillo con malicia. El viejo más que aullar de dolor bufó de ira, como un toro dispuesto a cargar contra el matador para llevárselo consigo a cualquier costo. Giró entonces sobre su pie y alcanzó a dar una gran ráfaga de golpes sobre su perpetrador, ninguno en un punto vital pero suficientemente fuertes para hacerlo tambalear y caer con la nariz destrozada en una lluvia escarlata de saliva y sangre.
Gritos, conmoción y un perturbador rocío carmesí que todavía permanecía suspendido en el aire antes de que el último hombre cayera. En un instante, apenas un parpadeo, todo ocurrió antes de que cualquiera pudiera reaccionar. El joven amedrentado cayó atónito mientras sus victimarios yacían boca abajo haciendo burbujas en un charco de su propia sangre. Muchos corrieron a verlos, yo fui a ver al viejo que sostenía su abdomen del que una gran mancha roja, húmeda y grosera brotaba para devorar el percudido blanco de su arrugada camiseta. Recuerdo oírlo preguntar si el chico estaba bien y luego quejarse de ya no ser tan rápido como antes y de su maldito ojo ciego, todo antes de morir ahí en mis brazos mientras apretaba sus puños rotos y los pocos dientes que todavía le quedaban.
A los asesinos del viejo se los llevaron en ambulancia, nunca supe si tuvieron secuelas de aquel episodio, pero me sorprendería que no. Se necesitó de intervención policial para que no los lincharan ahí mismo; y aunque más tarde una mujer regordeta e histérica llegó pidiendo justicia para sus muchachos, abandonó rápidamente la empresa cuando sintió todas las miradas como puñales que le clavaban los púgiles sedientos de venganza. Igualmente el viejo no tenía nada que valiera la pena pelear. De aquel joven salvado, atónito y bañado en sangre ajena jamás supe nada más. Tampoco lo culpo después de aquella impresión. Hoy estoy aquí, muchos años después, muchas peleas y cicatrices después. Las rodillas me duelen, las piernas ya no me soportan y la fuerza comienza a irse. Mi cabello comienza a encanecer, pero aunque ya no pelee, todavía vengo al mismo gimnasio. La pintura, los costales y las caras son diferentes, pero en el fondo sigue siendo el mismo. Y en el fondo de mi mente aún puedo ver al viejo agazapado en su rincón, esperando a saltar a aquel último combate que se lo llevó para siempre. Su ojo de halcón aún busca las aperturas en mi defensa y el recuerdo de aquellos golpes certeros y mortíferos aún me sacude hasta la médula sólo de pensar en recibirlos con mi carne. Peleé muchas veces, pocas como profesional antes de que una fractura orbital me retirara definitivamente, pero en toda mi carrera jamás vi o sentí unos golpes tan terroríficos como aquellos. A veces pienso que tal vez el viejo nunca golpeó así a nadie más, sólo aquella vez que su vida corría peligro mortal, pero otra parte de mí sólo puede pensar que tal vez el viejo simplemente era un monstruo, uno suficientemente fuerte para enfrentarse a otros igual de terribles que él y lograr coronarse campeón, aunque fuera una corta temporada antes de perder el ojo, un cíclope aterrador capaz de sacrificar su carne y su sangre por unas monedas y aún así llegar a viejo. La verdad nunca la sabré con certeza, sólo sé que ahora más que nunca, aquí frente al espejo, no puedo dejar de meditar en esas últimas palabras que me dijo antes de ir a encontrar su muerte: «cómo se desperdicia la juventud en los jóvenes».
Autor: Ismael Mendoza (México, 1996). Actualmente, es pasante de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM. Se considera un apasionado de la literatura de boxeo, el cine de terror y la lingüística.