Las uvas de la memoria || Cuento de Eduardo Viladés

Vinos jóvenes de viura, mezcla de viura con chardonnay, chardonnay sin barrica, chardonnay fermentado en barrica, rosados, tintos jóvenes y tintos de roble, reservas, gran reserva, crianzas, vinos blancos, dulces, de moscatel.

Algunos son afrutados, frescos, deben ser consumidos dentro del año siguiente a su vendimia. Otros son más estructurados y acídulos. Los hay que se bonifican con el paso del tiempo, como las personas. Ciertos caldos se echan a perder, también como algunos seres humanos.

De sugerente color, de ricos aromas que dejan volar la imaginación, con toques de fresas y frambuesas, arándanos y granadas. Dejan un regusto indescriptible en el paladar, un no sé qué almendrado, si bien a menudo te hacen recordar lo que un día fue y desapareció.

Bécquer dijo que el alma que puede hablar con los ojos también puede besar con la mirada. A lo largo de mi vida he intentado que mi alma hablase con mucha gente, que encontrara a alguien como yo con quien poder compartir retazos de una existencia que nunca terminaría.

El vino me ha ayudado a comprender que la inmortalidad tiene su lado positivo. Es complicado observar cómo tus seres queridos van desapareciendo, cómo la soledad se convierte en tu compañera de viaje. Porque todo cansa en abundancia, hasta la vida.

Durante los últimos meses de 1808 Navarra fue una de las provincias más afectadas por la guerra. Mientras la zona norte y el centro estaban ocupadas por los franceses, en el sur se encontraba todavía el ejército regular español.

La lentitud en su ofensiva por el mal avituallamiento de sus tropas favoreció a los franceses, quienes presentaron batalla en Tudela, afirmando su superioridad en la táctica militar y generalizando la ocupación gala en todo el Reino.

Desde un punto de vista económico, la participación de Navarra en la guerra fue extenuante. El pueblo tuvo que abastecer de víveres a las tropas francesas, al ejército español cuando intervino y a la guerrilla. Soportó las imposiciones decretadas por las autoridades extranjeras y tuvo que mantener los hospitales de ambos bandos.

Fue en ese contexto en el que crecí.

Mis padres eran los dueños de unos viñedos a las afueras de Olite. Me resulta difícil recordar cómo era la casa de mi infancia. Sé que estaba hecha de piedra, que en invierno resguardaba el calor y que en verano los gruesos muros impedían que entrase el bochorno. No se hallaba lejos del cauce del río Cidacos, donde mi padre acudía a pescar cada cierto tiempo. Capturaba unos barbos y unas truchas enormes. Durante la contienda bélica, mi familia debía entregar más de la mitad de sus ingresos al mantenimiento de las tropas.

Fue una época muy dura.

Era la más pequeña de seis hermanos. La única chica. Manuel, Zacarías, Esteban, Enrique y Carmelo. Mis hermanos, muy burros y muy aguerridos, muy navarros.

Mis padres tenían serias dificultades para alimentarnos a todos; el día que comíamos liebre o unos buenos pimientos rellenos de bacalao se organizaba una fiesta en casa.

A pesar de las duras condiciones económicas y de la mentalidad imperante en ese momento, mi madre se erigiría en el estandarte que, lustros después, me ayudaría a forjar una imagen de mujer libre y autónoma.

Magos, juglares, torneos, príncipes y princesas, calles empedradas, el recuerdo de Carlos III, el regusto de los vinos de mi padre, Olite en mi memoria…

Cuando te has perdido dentro de ti no tienes más remedio que buscarte fuera.

El problema emerge cuando el exterior ha cambiado tanto que no se sabe dónde buscar. El sueño de vivir para siempre es una expresión de nuestro instinto de supervivencia, aunque termina pasándonos factura. Yo sigo pagándola.

A pesar de las penurias que causó la guerra, el fin de la contienda hizo que disfrutásemos de una relativa bonanza económica por la epidemia del insecto de la filoxera que había afectado a los viñedos de Francia.

El antiguo caserón de piedra de mis padres se completó con varios graneros, una huerta y un establo. Por fin mi madre podía alimentarnos a todos con buen género de la huerta navarra sin la angustia que le carcomía durante la guerra.

El primer fin de semana de septiembre de 1817 mi madre me mandó al centro de Olite a comprar filetes en adobo para un grupo de invitados que acudiría a casa al día siguiente.

La ciudad estaba en plena ebullición porque se celebraba el inicio de la vendimia. Mi familia se había dedicado desde tiempos inmemoriales al mundo del vino y distribuía sus caldos por toda Navarra y América. Precisamente el negocio estaba prosperando mucho en Nueva York.

Por aquel entonces yo tenía dieciocho años. Causaba estragos entre los mozos del pueblo, pero yo era muy digna y apenas hablaba con tres o cuatro porque no quería que mi familia fuese objeto de habladurías.

Era una muchacha pizpireta y dicharachera con dos grandes farolas verdes como ojos. La gente me decía que le ponía nerviosa porque eran muy expresivos y fijaba mucho la mirada al dirigirme a alguien.

Adoraba el mundo del vino porque desde pequeña mi padre me había llevado a hablar con las vides. Papá conversaba con las cepas como si fuesen personas. Si estaban tristes, las animaba. Si las veía demasiado contentas o un poco borrachuzas les cantaba las cuarenta. Si pensaba que estaban apesadumbradas, les lanzaba un beso. Actuaba del mismo modo con las personas, mi padre, un gran hombre.

En la plaza Carlos III, antes de la degustación del mosto, se acercó a mí un hombre de aspecto enjuto, una especie de versión decimonónica de Juan Tamariz. Vestía con harapos blancos, iba descalzo, no tenía dientes, y los que le quedaban presentaban un aspecto negruzco que daba a su rostro un aspecto lamentable. A pesar de todo, no infundía miedo y desprendía ternura.

—Eres una niña índigo, diferente a las demás, tu principal don y al mismo tiempo tu mayor peligro —me dijo el anciano.

—¿A qué se refiere?

—Ciertas almas no pueden desaparecer nunca porque dejarían al mundo sin su poder de sanación. Toma este brebaje.

No di importancia a las palabras del viejo en mis cinco cumpleaños siguientes. Veía cómo el rostro de mis hermanos iba envejeciendo, cómo las arrugas campaban a sus anchas en la cara de mi madre y cómo las antaño robustas manos de mi padre se llenaban de venas y manchas.

En 1840 murió mi madre y tres años después faltó mi padre.

—Seis de noviembre, hija mía, esa fecha te marcó —me diría mi padre en su lecho de muerte. Era el día de mi cumpleaños.

Vacíos…

Con el tiempo van multiplicándose.

Cuando eres joven los días están repletos de sentido, cada paso que das en la vida abre una nueva posibilidad. Con el transcurrir de los años te das cuenta de que los pasos aislados ya no cuentan, sino el camino recorrido.

La vida adquiere un matiz abstracto porque se piensa en ella precisamente en términos abstractos: la familia, la carrera, los amigos, el futuro. Temas que antes no te preocupaban empiezan a adquirir un significado enorme. Tanto que hasta te despiertas por la noche, sudorosa y temblando, pensando en la muerte, en que dentro de no mucho tiempo quienes permanecen a tu lado ya no estarán y tendrás que gestionar tu vida sin ellos. Se adquiere la sensación de que la existencia no consiste en vivirla, sino en deslizarse por ella.

En mi caso, todo el mundo que quería terminaba desapareciendo.

He vivido todos estos vacíos con el vino como testigo silencioso, un vino que muchas veces se convertía en gelatina pegajosa y mugrienta cuando intentaba recordar a mis seres queridos, pero solo acudía a mi mente una imagen borrosa y difuminada.

Con la herencia que me dejó mi padre me embarqué a Nueva York para gestionar los negocios que mi familia tenía en el sector vinícola.

Me hice amiga de Elizabeth Cady, quien en 1848 realizó en una iglesia de Séneca Falls el primer congreso para reclamar los derechos civiles de las mujeres.

Éramos un grupo de muchachas deseosas de acabar de una vez por todas con el androcentrismo imperante en la sociedad.

Utilicé mis contactos empresariales para luchar por el derecho a voto, la mejora de la educación, la capacitación profesional y la apertura de nuevos horizontes laborales.

Más del 80% de mis empleados eran mujeres. Tan solo deseábamos la equiparación de sexos en la familia como medio para evitar la subordinación de la mujer y la doble moral. Aunque las oficinas estaban en el centro de la ciudad, pasaba la mayor parte del tiempo en Finger Lakes Wine Country, un condado a una hora en coche de caballos de la Gran Manzana caracterizado por un clima templado similar al de mi añorada tierra.

Con mucho esfuerzo, conseguí que el vino más característico de Olite, el Verjus, que se obtenía de las uvas agraces, prosperase al otro lado del Atlántico.

Olite’s wines se convirtió en una de las empresas más importantes del estado de Nueva York y se caracterizó por el trato igualitario de hombres y mujeres.

La memoria de mis padres fue lo que me dio fuerzas: la libertad de mi madre y la esperanza de mi padre, la locura sana de ella y la perseverancia de él. Mis padres siempre me habían inculcado que la vida estaba llena de molinos de viento. Podías verlos como gigantes que llenaban de grava el camino o como hercúleos amigos que te impulsaban hasta las estrellas.

A principios del siglo XX volví a la Península tras más de 60 años de ausencia. Todo seguía igual: las mismas vías de tren llenas de óxido, la misma mentalidad arcaica y machista, las mismas techumbres llenas de porquería, el mismo hedor de atraso.

En 1911 fundé la  Bodega Olitense, la primera bodega cooperativa de Navarra, situada en la rúa Romana.

Los primeros años fueron difíciles y triunfales al mismo tiempo. Nuevos socios, nuevas instalaciones, entusiasmo y buen hacer. Me especialicé en tintos reserva y gran reserva. Tenían un bello color cereza-rubí, con bonitos tonos teja, limpios y brillantes. Su nariz era compleja, rica en matices especiados, buenas maderas y fondo frutal que se mantenía con el paso del tiempo, un curioso paralelismo con mi propia vida. La boca, pulida pero amplia y carnosa.

La bodega era mi hogar. Solía pasar tardes enteras encerrada en el sótano junto a las barricas. Era el único sitio donde sentía que mi vida no era una equivocación, que yo no era fruto de un error, un lugar donde podía adoptar múltiples formas ayudada por el embriagador aroma de mis caldos.

Dicen que una pesadilla es un sueño que ha envejecido mal. Por la noche experimento muchas pesadillas cuando me meto en la cama, cierro los ojos y esos vacíos del alma se convierten en bilis y en putrefacción. De todos modos, al desperezarme, cojo la fregona y limpió toda esa porquería porque yo soy más fuerte que los demonios que me visitan al acostarme.

Mi empresa tiene ahora 500 empleados. 450 son mujeres. En la entrada del edificio principal en el centro de Olite hay una inscripción con una de las frases más célebres de mi amiga Elizabeth Cady:

La prolongada esclavitud de las mujeres es la página más negra de la historia de la humanidad.

Pronunció esa frase en 1855 y hoy en día sigue estando de actualidad.

El brebaje que tomé cuando era niña hace que siga aquí, al pie del cañón, viendo muchas injusticias, observando cómo el mundo ha cambiado muy poco, misma hipocresía envuelta con diferente papel de regalo.

La fuerza de mis padres continua a mi lado. Es lo que me anima a seguir adelante junto al impulso de muchas mujeres decididas a hacer suyas el pensamiento de Brigham Young:

Cuando educas a un hombre, educas a un hombre. Cuando educas a una mujer, educas a una generación.

Dicen que la cara esconde la realidad del alma, que las desilusiones son como pequeñas muertes diarias. Lo paradójico es que yo no he muerto. No sé si a lo largo de estos 200 años he conseguido sanar a quienes me rodeaban, como me dijo en su momento el anciano de mirada dulce.

Entre el seis y el ocho de noviembre de 1610, el tribunal de la Inquisición reunido en Logroño condenó a cinco mujeres y un hombre, aldeanos de Zugarramurdi, a morir quemados vivos en la hoguera acusados de brujería.

La Inquisición intervino en más de 60 localidades navarras, distribuidas principalmente por la montaña.

El aislamiento de la zona favoreció la conservación de teorías de adoración al diablo.

A simples curanderas se les atribuía el poder de volar o tener encuentros con Belzebú.

El único hombre condenado en Logroño aquel seis de noviembre de 1610, fecha de mi cumpleaños, escapó. Vestía con harapos blancos, iba descalzo, no tenía dientes, y los que le quedaban presentaban un aspecto negruzco que daba a su rostro un aspecto lamentable. Se parecía a Juan Tamariz y le gustaba el vino…

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Autor: Eduardo Viladés (España, 1976). Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 24 años de carrera, referente en la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Extrañas noches (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. También es experto en periodismo cultural y de tendencias y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.