Picar la sal de mar es casi imposible, como salpicar a alguien con las lágrimas de sus cicatrices. El llanto, casi perdido, le grita desde su interior que ejecute alguna acción para poder vaciar aquel contenedor que lleva años intentando, por sí solo, vencer la entrada de cualquier cavidad y orificio que le permita tener algo de oxígeno. Pero no se puede, ninguna lágrima ha podido resbalar de sus mejillas. Se vuelven brisa antes de salir a la luz, difuminándose lentamente como si se avergonzaran de existir.
Llevaba toda la tarde sentado en la silla de madera que combinaba con los pequeños montones de arena, ubicados estratégicamente entre las patas de la mesa y los rincones de la sala de su casa. Se contaba las cicatrices visibles de su cuerpo. Ni los cortes de una motosierra en su brazo derecho, ni las balas incrustadas en momentos no correctos, mucho menos las descargas eléctricas o los azotes con un fuete, animaban el escape de su llanto. El Perro no podía llorar, no sabía cómo. Cuando era apenas un crío, sus padres habían decidido que ya era tiempo de mandarlo a educar al colegio militar al igual que ellos, y en esa última tarde naranja de pesca frente al impotente y suave mar, se tuvo que separar de con quien había compartido el vientre materno. La misma noche en la que llegó a presentarse a lo que sería su nuevo hogar, con la carita húmeda y nariz escurrida, su abuelo, el coronel, ordenó que le cauterizaran los lagrimales, pues ninguno de sus nietos iba a ser un llorón de mierda.
El hartazgo absoluto siempre se instalaba en los ojos sublimes y pesados del Perro. Su mirada lucía cansada de tener que darle explicaciones mudas a quien no se conformaba con su cotidiana excusa de “nunca he llorado, nunca me ha gustado”. Seguía sentado, mirando fijamente la vulnerabilidad de Ana, que no lograba mantener quietos sus brazos y pies. Ella, al contrario de quien la veía fijamente, no controlaba esas lágrimas ruidosas demasiado tiempo en el cuerpo. Era su llanto la voz de una cotidianidad, desde un simple lagrimeo como puchero matutino, hasta un torrente de inconformidad y enojo por situaciones que no podría controlar. Ana disfrutaba sentir sucia su cara, tallaba con sus dedos los lagrimales, pues todo su sentimiento se concentraba ahí, en las afueras de sus entrañas.
Mientras tanto, el sonido del timbre que estaba tocando un anciano en la puerta los hizo reaccionar. Había llegado el momento de volverse a separar. Ana se acercó al Perro para darle un beso y él pudo sentir lo húmedo de las últimas lágrimas de amor que a ella le quedaban en sus mejillas, pues ya no quería tener intenciones de volver. Tomó sus maletas y se fue con el viejo que estaba esperándola en la entrada. No titubeó ningún segundo en aquella decisión tomada, ni tampoco se detuvo para voltear a ver al hombre que dejaba en la sala y de quien estaba enamorada.
El silencio abrumador que se originó después del portazo hizo abrir los ojos al Perro. Un golpe interno en su pecho sofocante alteraba la temperatura de su cuerpo, y cayó en cuenta de que se había vuelto a quedar sin ella. Sentía vergüenza por no haber podido hacer más. Abrió su boca y de ahí surgió un grito de dolor, ruido desconocido para sus tímpanos y ardor en la garganta. Sonó su celular, lo llamaba su madre. Entre titubeos y saliva disparando de su boca, logró decirle que papá ya había ido por Ana y sus maletas. Dejó la llamada sonando en altavoz, y la conversación, parecida más a monólogo de su mamá, pasó paulatinamente a ser segundo plano, pues las lágrimas que nunca podrían salir de sus ojos encontraron su escape a través de un entumecimiento de los metatarsos y de las palmas de sus manos, que eran controlados por aquel hormigueo que yacía desde el fondo de su voz. En esa tarde fue cuando el Perro conoció la figura de su llanto.
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Autora: Melissa Tarabay. Resumir experiencias en pocas líneas estéticas, es el pasatiempo que la mazatleca Melissa Tarabay emplea desde que aprendió a escribir con la pluma negra.