El arte nos salva de la muerte en vida,
Sofía Weidner*
y del olvido durante la muerte.
La violencia contra las mujeres ha sido una constante a lo largo de la historia; sin embargo, no fue sino hasta el último siglo cuando la atención en los espacios privados y las prácticas cotidianas permitieron develar los mecanismos de poder a través de los cuales se ejerce dicha violencia. Bajo el lema «lo privado es político», sostenido por algunas teorías feministas, se han señalado de manera puntual los escenarios en que la violencia de género tiene lugar, elevándose al ámbito público un problema que se había mantenido en lo privado. Ello ha devenido en un cambio en la percepción de las transgresiones hacia la mujer. A inicios de la década de los noventa, la Organización Mundial de la Salud (OMS), el Banco Mundial y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (FNUAP), declararon la violencia contra las mujeres como un problema de salud pública. Desde entonces, hemos despertado con mayor vigor ante las desigualdades y el abuso del que la mujer es objeto. No obstante, basta mirar el pasado y analizar desde una perspectiva de género la historia para denotar que el problema hunde sus raíces en una larga tradición de violencia hacia el género femenino.
La historia del arte no ha escapado de esta realidad. Podríamos referirnos a la poca participación de las mujeres en las artes, dado el constreñimiento en las actividades que le han sido permitidas (magistralmente expuesto por Linda Nochlin en su texto Why have there been no great women artists?); o a la forma en que la mujer ha accedido a espacios museísticos, siendo retratada como musa (denunciado en la famosa obra del grupo feminista Guerrilla Girls, en donde se lee: Do women have to be naked to get into the Met Museum?). Sin embargo, en esta ocasión quisiera hacer énfasis en las expresiones que, permeadas por la dinámica social, han plasmado la violencia hacia la mujer.
No puedo dejar de mencionar piezas como Unos cuantos piquetitos, en donde Kahlo representa de manera contundente un feminicidio. La sonrisa sarcástica del asesino ante el cuerpo que yace inerte, así como la sangre que invade toda la escena, saliendo por el marco hasta el espectador, son elementos que hablan de manera directa a quien la observa. Mas es necesario que nos remitamos aún antes en el tiempo. Obras maestras de pintores y escultores como Rubens, Poussin, Jacques-Louis David, Artemisia Gentileschi y Bernini, han retratado escenas en las que subyace la violencia de género, basadas en relatos mitológicos, bíblicos o históricos, como lo son El rapto de Proserpina, El rapto de las Sabinas, Susana y los viejos, o el suicidio de Lucrecia después de ser violada por Sexto Tarquinio. Su mención no tiene como objetivo trazar una línea directa de continuidad entre dichas obras y las expresiones actuales, a las cuales nos avocaremos, sino destacar que la violencia contra el género femenino, y su representación visual, es un hecho histórico antiquísimo.
No obstante, el carácter subversivo de las obras en manos de las propias mujeres no fue notorio sino hasta el siglo XX, cuando el movimiento feminista tuvo lugar. Gestado en la lucha por el sufragio femenino, e impulsado por la ola de movimientos a favor de los derechos civiles hacia la década de los 60, el feminismo permeó en el ámbito artístico. En el caso de México, las agrupaciones que adoptaron dicho discurso hicieron su aparición alrededor de los años 80, dentro del contexto social y artístico denominado “Los grupos”. Estos colectivos se rebelaron contra la producción mercantilista del arte. Como lo señala Villegas Morales (2006), “no se preocupaban por seguir la moda de las corrientes artísticas, los movían necesidades concretas que surgieron del enfrentamiento contra la cambiante realidad del país. […] Muchos de ellos aún están fuera del mercado y de la idea del buen gusto”. En este contexto, surgieron hacia 1983 los tres grupos de Arte Feminista: Polvos de Gallina Negra, Tlacuilas y Retrateras y Bio-Arte. Su trabajo se dirigió a un público que superaba el selecto círculo de los espectadores de arte, utilizando canales de difusión masivos para propagar sus mensajes.
Trazar este breve recorrido histórico nos permite contextualizar las obras que en torno a este tema se realizan en la actualidad. Éstas continúan escapando de los espacios elitistas de legitimación artística, como son los museos y las galerías; suelen, en cambio, insertarse en las calles y en medios masivos de comunicación, especialmente las redes sociales. Además, su creación y publicación va de la mano de acontecimientos que detonan el hartazgo de la sociedad ante la violencia.
El caso de México es particularmente alarmante. En un país en el que, de acuerdo con la ONU, nueve mujeres son asesinadas cada día, resulta imposible acallar la voz. En este sentido, la combinación de texto, contenido y representación gráfica, continúa fungiendo como una fórmula eficiente para la transmisión mensajes detractores.
Cabe destacar que la ejecución de estas expresiones no se ha limitado a la manufactura femenina. Mujeres y hombres, seres humanos al fin y al cabo, se han unido en la creación de discursos que critican las estructuras de dominación que sostienen la violencia de género, buscando, así, erradicarla. La privación de la libertad, las desapariciones forzadas, los feminicidios y la trata de blancas, son algunos de los temas más recurrentes.
Las imágenes nos construyen, reflejan y guían nuestra realidad a la vez. La creación y circulación de obras que muestran de manera clara la violencia en contra de la mujer no sólo resulta un ejercicio catártico para los grupos afectados, sino que nos exhorta a todos a no olvidar, a continuar luchando por la construcción de una sociedad en que ningún ser humano sea violentado por su condición de género. Ni una menos.