Niebla

«¿Somos el recuerdo de alguien que nos está olvidando?»

Salvador Elizondo

Las corrientes que entraban por la ventana parecían trasladar ráfagas de ceniza. El libro –grisáceo por el polvo o posiblemente por el escenario– lo esperaba con las páginas abiertas para finalizar lo que había comenzado desde hace mucho tiempo: una historia, una vida, que si bien estaba manchada del olvido y el recuerdo, todavía lograba difícilmente desprender algunas letras más.

La lucha contra el olvido es una constante en la vida humana. Observó el humo del cigarro que curiosamente aún se encontraba ahí después de leer el texto. La obra reposaba en un asiento, a un costado suyo, luego de varias horas o instantes continuos. El sueño no parecía un inconveniente, pues la vigilia se contrapone al recuerdo de todo lo que nos es arrebatado por el instante.

El ambiente frío de la cabina, generaba un reflejo de sí mismo en las hojas de periódico esparcidas por la superficie. La nostalgia invadió su mente, luego su nariz, sus manos, sus pupilas, su lengua, su libro. Sin embargo, la fascinación de su lectura no le produjo mayor efecto que el del vértigo. Quizá la ceguera del cigarro lo había alcanzado ya.

El individuo que conducía el auto consumió su quinto cigarro. La pipa no lo satisfacía desde hace mucho tiempo, por lo que comenzó a fumar compulsivamente. Los nervios de la carretera lo ponían en mal estado, además nunca había conducido en un entorno nuboso con tantas curvas. El día convulso se había transformado –en unas horas, en unos minutos, en unos momentos– en el peor camino de sus sueños.

El viento que escurría humo se enaltecía sobre todo el aire que difícilmente le permitía observar el camino. Las vías de la soledad siempre han sido sombrías, pues los ojos de los hombres no se percatan de que es el fin en la condición humana. La muerte del individuo no era una rebelión del destino común en la humanidad; más bien, un límite entre la soledad y la compañía, entre el volante y su libro, entre la realidad y los sueños.

El exilio no era una constante en la vida del individuo, quizá por eso la temporalidad del espacio se alargó hasta la súplica del recuerdo. El olvido –como necesidad invariable– no podía lograr su propósito, pues el individuo aún estaba despierto. Así pues, al mismo tiempo que manejaba, no podía esclarecer certeramente la carretera de vaho por la que flotaba el auto.

Entonces observó la flor marchita sobre el soporte; reflejaba el más mínimo suspiro de su propia vida, sus delicadas y débiles hojillas. El tiempo había castigado el capullo que, dentro del pequeño florero, se había esparcido durante su vigilia y el sueño.

La corrosión es para los débiles en la soledad y el olvido. Inmediatamente, el individuo se levantó del canapé. Tomó la flor marchita y la lanzó con furia hacia la superficie manchada por la tinta de los diarios. Los pequeños botones parecieron encapsularse como en un sueño o una disyuntiva que puso fin a su vida.

Para la comprensión del individuo, la cosecha de los diferentes periódicos había sido relevante. Ésta le permitía convencerse de la existencia del mundo real, no de los sueños. Ese desconcierto le parecía un acto de presunción ante la vida.

No tenía la certeza de qué se consumía más rápido: la velocidad o el tabaco. Bajó el cristal, ya que el humo le provocaba un escaso respiro que parecía inhabilitarlo para poder exhalar. Después sacó la mano por la ventana y la niebla se introdujo en el vehículo. Enseguida cayeron también pequeñísimos pétalos marchitos entintados de negro. El individuo tal vez muera. Su cadáver seguramente se convertirá en el polvo que alguien podría respirar. La víspera nocturna iluminaba el borroso camino y las siembras de los alrededores.

Sudaba gotas enormes de algo que parecía confundirse entre granos de ceniza y rocío de vapor. Las manos le sudaron. En consecuencia, por momentos el volante resbalaba del control de sus palmas. El desvanecimiento de la seguridad se debe a la desconfianza de sus manos por el tabaco… o por la niebla.

No sabía por qué estaba leyendo, si por el olvido o por el recuerdo. La única certeza posible era la de la lectura que aún lo transportaba a otra dimensión que posiblemente no era muy lejana a su existencia. Su olvido llevó a la muerte de la flor. El espacio repleto del humo de su cigarro lo regresó al libro.

Su establecimiento dentro de un páramo inhabitable, oscuro y marchito lo despojaba del sueño de cualquier realidad. No sólo el abandono de la soledad quedaba en su pecho, sino un hueco lleno de niebla que el individuo llenaba con recuerdos.

El individuo se recargó sobre la ventana –empañada por las cenizas– para leer aún más. El recuerdo de la historia forma parte de la vigilia y de los sueños, ambos conectados por un puente –o una carretera nubosa– creado por las letras de esta historia.

No sabía por qué seguía conduciendo. Por un momento la indiferencia del olvido pareció atacar sus recuerdos. Sólo estaba seguro de algo: huía desesperadamente como reminiscencia de esperanza.

La niebla parecía desvanecerse, pero al mismo tiempo se hizo tan espesa y tan compacta que le ocasionó una carraspera inadmisible. La garganta comenzó a molestarle. El espasmo surgía fuertemente, por lo tanto soltó el volante por un momento. El olvido lo ha alcanzado. Luego el desdén nuboso lo rebasó.

–¿Ese es el final? El individuo (se) olvidó.

Finalmente, el asiento donde se encontraba la obra, se manchó de la colilla del cigarrillo y de la nube en la carretera. La obra reposaba a un costado del individuo –que fumaba por el camino y en la estancia– a través de la ventana empañada por las cenizas del cigarro y de la niebla.

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