A mí no me gusta jugar futbol. Soy malísimo. Cuando intento un disparo a portería, sale un centro. Cuando intento un centro, sale un despeje, y en la mayoría de ocasiones no me sale absolutamente nada. Mi poca habilidad para jugar fútbol pronto se convirtió en desagrado hacia practicarlo e incluso a verlo. Me aburría ver partidos de fútbol y, guiado por una ligera sensación de despecho, despreciaba a los que lo veían.
Esto cambió, hace cerca de un año, cuando tuve una cita con mi dentista. No fue el dentista el que me cambió de opinión. Fue una pequeña televisión que tenía en su sala de espera. Era una pequeña pantalla ubicada justo enfrente del sillón en el que estaba sentado y era la única fuente de entretenimiento en la habitación. Cuando vi que mi teléfono tenía 10% de batería, me di cuenta que iba a tener que “disfrutar” lo que sea que saliera de esa pantalla hasta que llegara mi turno. Imagínense mi cara de fastidio cuando anunciaron la transmisión de Islandia contra Inglaterra.