El rey del queso || Cuento de Daniel Molina Pérez

Todas las luces hoy parecen concentradas en el espacio —antes desierto y tranquilo— de la finca Santa Ana, de un municipio con nombre de fruta. Las patrullas reducen la entrada; los neumáticos de una furgoneta de prensa han contaminado con estiércol el peladero de ordeñar; los trípodes de las cámaras cojean en la tierra húmeda cerca de las canoas de agua; la gente que entra choca con gente que sale; los cables coaxiales dan reumáticas vueltas por el suelo de pastoreo. Se mueven y se remueven los aparatos, se calzan y se enderezan: como la ropa desajustada. Y tales son sus ojos de sencillos, y su vida contenida —por falta de urbanidad o por timidez— que puede parecerle fuera de lugar la propia naturaleza que le visitan.

—No alumbre a ese animal, que le asusta la luz —susurra él.

—Tú no puedes estar aquí —responde la reportera.

—¡No lo alumbres! —alza la voz, pero es más temblorosa y tropieza con los dientes de un rastrillo que se levanta hasta su pecho.

Fuera de su propio establo —confinado a estar—, sigue mirando al animal como a un hijo, y a la reportera bebiendo de una botella de agua mineral, y a la vieja llave donde bebe agua él en sentido contraste. Lo cierto es que el ternero no parece asustado; no más que él, que nunca ha visto tanta gente en su finca de poco más de cuarenta vacas, a la que le bastan tres ordeñadores.

La primera ternera —que llevó a esas tierras cuando eran patio nomás— la trancó entre palos y ruinas galvánicas de una textilería. Como si la felicidad radicara más bien en la expectativa, puede contar pocas noches más felices que esa: los ojos negros del animal se iluminaban con la luz de los portales; las pezuñas sonaban sobre la calle ancha del pueblo; él tiraba con la cuerda sobre los hombros y la cabeza gacha, juzgando la punta de sus zapatos como una especie de norte. Quien lo viera desvanecerse por el camino oscuro de la textilería, lidiando contra la voluntad de un animal (su único animal), hubiera abandonado para sí aquella causa ajena.

Su padre había sido granjero, así como su abuelo. Ambos murieron con la profesión abandonada. A sus hijos apenas los vio nacer, y de tierra solo pisaron aquellas virginianas haciendas de Rebecca Rolfe (Pocahontas) durante un recorrido guiado. Cuando tuvo sus dos primeras crías, levantó un establo del mismo palo mulato con que su madre le bajaba la fiebre: de hojas ovaladas y flores amarillas de olor. “Cerca de un árbol de palo mulato no se puede mentir”, decía su madre. Así construyó su establo, quizás bajo las verdades que le profesaba la madera a los hombres que pasaban y le rectificaban la inclinación de los plantones.

En un tren de Cienfuegos, lo vieron traer sobre su espalda ya no las flechas de punta envenenada como los suramericanos de otros siglos, sino la mejor especie de Tithonia que escuchó, y así sembró la Morera, el Zacate y el Álamo, porque el ganado se aburría del mismo pasto. Tampoco permitía el pasto fangoso que no gustaba igual; en los días de torrenciales procuraba de su potrero un jardín que apenas se podía pisar. De curar sus animales, de cebarlos y conservarlos fecundos, de cepillar sus corrales y extasiarse entre ellos, terminó por atribuir sensiblemente cierta caracterología humana a cada uno, y los sospechaba tristes u obstinados, con poca rumia, con la leche escondida. Y entonces apagaba los ruidos de su planta de queso, o les alejaba a los perros, o los ordeñaba con sus terneros.

—¡No alumbre a ese animal! Que le asusta la luz —grita esta vez.

—Acumulación ilegal de riquezas… —ensaya la reportera con los zapatos sumidos en fango.

El empleo en su finca y el éxito sobre todo de sus quesos lo ataron finalmente a ser un guajiro modesto, como aquellos tabaqueros exitosos del siglo XX que nunca dejaron de serlo, pues nunca gozaron de títulos ni óperas ni favores políticos, sino de sus criollos aperos, gallos y canturrias.

Se abren finalmente los estuches inflados de las cámaras de lente ancho, los micrófonos de boom, las rejillas difusoras de luz. Todo lo exógeno está dispuesto: todo lo que hubiera sido inútil para el ganadero si no fuese porque viniera a desterrarlo, o más inerme que sus sogas de manea o sus botas de caucho si pudiera despojarlos de un fuetazo.

Comienza el reportaje en la televisión nacional. Saluda la reportera; se acumula la audiencia…, y expele una acusación segura de sí: —el ganadero, que debía entregar toda la leche que producía al estado, solo entregaba la mitad, la otra mitad la derivaba en quesos. Contamos ahí dos delitos. Por tanto va a juicio, y se le expropia por lo menos, toda la leche, el queso y las máquinas de producción.

Hace una pausa la reportera, y agrega involuntaria:

—No conocemos ni los ojos alumbrados de su primer animal, ni el olor de las flores amarillas, ni las ubres cargadas al amanecer. Jamás padecimos sus animales tristes u obstinados, ni vimos sus viajes en tren con arbolillos a la espalda, ni trepamos, ni cepillamos, ni sospechamos su lenguaje vernáculo con los terneros. No hemos repetido dos instantes en la finca Santa Ana de este municipio con nombre de fruta. Aquí nada es nuestro.

Cerca de un árbol de palo mulato no se puede mentir.

***

Autor: Daniel Molina Pérez. Cuba (1990). Estudiante de maestría del Instituto Politécnico Nacional de México. Sus poesías y ensayos han sido publicado en revistas lationamericanas como Demencia y En Sentido Figurado. Finalista del II Certamen de poesía Enrique Pleguezuelo (España). Poesía mención de honor en el concurso Sea Shepherd 2020 (Uruguay).