Tengo un defecto, o así lo he catalogado. Mientras estoy leyendo voy contando las páginas, no tan recientemente como creerán, pero se vuelve un fastidio cuando estoy a cien páginas de acabar. Mi lectura se convierte, entonces, en una acción maratónica: me olvido de hacer cosas, quiero terminarlo pronto. Es como si un bicho se me hubiera trepado, de esas chinches que están infestando París y la Ciudad de México ―seguramente ya las has tenido de manera psicológica―, y tuviera que sacudírmelo de encima, golpeándome por todo el cuerpo. Ochenta, setenta, ahora cincuenta. Se vuelve una obsesión malsana. Alguna vez, cuando estaba leyendo Cien años de soledad, llegué a la centésima página antes de terminar, eran cerca de las once de la noche: invoqué al huracán, pues no pude detenerme hasta las dos de la mañana y quedé sin poder dormir el resto de la madrugada; solo agradecí que existiera algo como eso y se pudiera leer.
¿Y luego qué? Terminamos el libro, sí, podemos hablar de lo maravilloso que fue el acontecimiento literario o lo mucho que nos desagradó. No siempre la lectura es un acto placentero, aunque procuramos que lo sea. Masticamos el texto, lo rumiamos un buen rato. En una clase de Gonzalo Celorio en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, cuando el tema se desvió del libro que se analizaba y hablamos de algo más, sólo para reforzar el milagro de la Literatura, nos explicó cómo disfrutar de un buen tequila: lo tomas de golpe, aspiras y expiras el aire, todo por la boca. Así lo saboreas, lo sientes, nos dijo Gonzalo, porque en su conclusión el tequila “es la única bebida que se toma respirando”. En lo personal no soy fan de los destilados, me destruyen en breve y yo, si bien, pasado de copas puedo ser una versión tentativamente más divertida; lo malo llega a la mañana siguiente cuando la cruda me expía todos los pecados hechos y los que estaré por cometer. Pero ya me he desviado. Nos tomamos el libro, lo aspiramos y exhalamos, ¿y después?
En esta columna les quería hablar de Sándor Marai, el último escritor burgués de Hungría antes de la irrupción de los soviéticos. Una cosa impresionante, ciertamente. Hasta tenía mis notas, el título que le pondría al ensayo y una frase de él encontrada en sus diarios, tan impactante que la estuve pensando un buen rato. Leí Los rebeldes, este primer libro del ciclo de los Garren, una familia que habita en tres títulos de Marai: en el ya mencionado, en Los celosos y Los ofendidos. Sin embargo, debido a que la distancia entre mi artículo pasado y éste fue de casi un mes, se me colaron otrxs escritorxs. Dos de ellxs imposibles de ignorar: Irene Solà y Michel Houellebecq.
Entonces tengo un escritor de Hungría, otro de Francia y a una de Cataluña. En menudo problema me he metido, ¿de cuál voy a escribir? Si tomara un mapa podría marcar un triángulo con todos sus lados desiguales, pero con una prominente extensión hacia el Este y un espacio más choncho en el Oeste. Un tanto epifánico, ya que mis lecturas europeas primero tendieron al Occidente y poco a poco se han ido hacia el Este, a las estepas. De Houellebecq leí su ensayo sobre Lovecraft; de Solà, su última novela, cuyo título debo escribir aquí, porque sigue zumbando en mis oídos: Te di ojos y miraste las tinieblas. Y como me pesa el fantasma de la indecisión, me decido por hablarles sobre lo que hermana a estos tres textos: el vacío consecuente de terminarlo, añorar el momento en el que fuimos felices.
Éste ha sido el motivo principal para reflexionar, e invitarlxs a que lo hagan conmigo, las siguientes cuestiones: ¿qué nos pasa cuando terminamos un libro? ¿Qué ocurre en nosotros? Y no sólo de forma cognitiva o psicológica: ¿qué nos acontece en nuestra corporalidad?
Siempre he pensado que leer es una práctica que involucra a todo el cuerpo. Ilusxs quienes piensan que la lectura es un acto sedentario. Leemos de pie en el transporte; lxs más audaces hasta caminando; algunxs acostadxs, sentadxs, descalzxs, con zapatos; felices, enojadxs, distraídxs. Volvemos a leer porque ya nos hemos perdido en divagaciones y no supimos qué ocurre con ese grupo de mujeres que existe en las páginas de Solá.
Nos adentramos desde la imaginación a otros mundos. Viajamos a un Imperio austrohúngaro al borde del colapso, donde sus personajes buscan la diversión, el juego, la rebeldía contra el mundo de adultos que los desea mandar al matadero de la guerra; compramos un viaje en tren a Providence, en Nueva Inglaterra, y encontramos a un hombre enjuto y patético que escribe verdaderas maravillas, unas que ni él, cegado por el odio y la inseguridad, puede vislumbrar; o pactamos con demonios, realizamos rituales impíos al leer palabras arcanas y en desuso, adoramos al verbo y al carnero, al toro, y nos dan ojos para ver el reino del Adversario, que finalmente es el nuestro.
Todo esto nos ocurre y es entendible que al finalizar un libro que nos ha gustado sintamos una profunda sensación de desasosiego. Al cerrar la última página nos vemos de regreso a nuestra realidad, notamos que nos duele la espalda, o el pie se ha acalambrado por la mala postura, que la estación del metro a la que debíamos llegar se nos pasó o se nos olvidó por completo llamar a unx familiar y darle noticias de nosotrxs. Así pasa, es normal para quienes estamos inmersos en la costumbre lectora. ¿Cómo seguimos, entonces, con nuestro día a día antes de encontrar otro libro que leer?
Es algo curioso, lxs invito a que tomen consciencia de eso; yo en lo personal no me había percatado de ello. Cierro un libro y debo estirarme, porque me encuentro entumido. Con Irene Solà sentí que me tomaron de ambos pies y me azotaron contra el suelo. Después me percato de la hora, camino un poco, si estoy en el departamento donde rento me voy hacia los espacios más abiertos, como la sala y el comedor, y doy vueltas. Si está Toni le comento que lo terminé de leer; si él ya lo ha leído lo comentamos e intercambiamos impresiones. El texto me sigue dando vueltas en la cabeza y se me viene la pregunta, como un vómito, ¿ahora cuál sigue? Si estoy de humor, comienzo a ver la pila de libros pendientes, que ya casi es una vida pendiente. Escojo uno y vuelve a reiniciar el conteo de páginas hasta la temible cien.
Terminar de leer un libro es un proceso de introspección, privado, donde sopesamos todo lo vivido. Pensamos en el tiempo que nos llevó, las cosas que nos gustaron y las que no, tratamos de saber si lo hemos entendido. Yo a veces leo la cuarta de forros para ver si logro entender más del libro, si cumplí lo que alguien se propuso al escribir ese textito como un anexo que nos cautive. A veces me arroja más luz y sonrío al descubrirlo, en otras me quedo con el ojo cuadrado de haber leído otro libro completamente distinto. Y después viene la mejor parte: el socializarlo, recomendarlo, encontrar a alguien más que también haya pasado por sus páginas. Considero que uno de los principales logros ―y finalidades― de la literatura es el compartirla. Pasar de mano en mano, o de PDF en PDF, es algo que nos distingue de cualquier especie. Lectura que no se comparte, que no se comenta, se condena poco a poco a envejecer mal, se destina a una fecha de caducidad.
Y, como escritores, terminar de hacer un libro es otra cosa, pero sin duda parecida al acto de acabar de leerlo. Lxs invito a seguir socializando nuestras lecturas, a compartirlas, ¿qué fue lo último que lxs ha dejado cautivados? Y a propósito, la frase de Marai que les comenté al inicio tiene un trasfondo trágico. Fue encontrada en su diario después de que este genial escritor decidiera terminar con su vida. No lo culpo, la vida se le había ido y él seguía acá, viudo, casi ciego. Es la siguiente: “No estoy ansioso, pero ya es hora”. Yo me atrevería a agregarle algo más: “No estoy ansioso, pero ya es hora de iniciar otro libro; o quizá terminarlo”. Nos seguimos leyendo.