Para Almendra González
Viajar es un cambio de piel. Es el acto performático por excelencia, acontecimiento que tuerce el espacio-tiempo, cambio cuyas huellas perduran en el cuerpo a manera de ajuste, adaptación, equilibrio a consecuencia de un súbito caos. Mucho más que un escueto desplazamiento, se trata de una constatación de la quietud; el reconocimiento por contraste de las cosas que no se mueven, de lo que permanece inmutable en el interior. Lo que tengo y lo que soy viajan conmigo de forma inexorable.
Me gustan los viajes porque alborotan la nostalgia. Puedo afirmar con confianza que no soy un viajero novato (y sin embargo mi lista de destinos es cortísima en comparación con el ancho mundo). En mi caso, viajo por un deseo intermitente ―a veces dormido y otras exacerbado― de salir, encontrar la esencia del afuera. Lo interior está edificado bajo los preceptos de nuestra propia subjetividad, reforzados por la educación y la sociedad, con una estructura que es, más o menos, inmutable. Es aquello a lo que llamamos, metafóricamente, la “casa” o “sentirse como en casa”. En oposición, lo exterior nos somete a la interacción con experiencias ajenas, estructuras anómalas, personas de espectro cultural disímil.
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Cada cierto tiempo me invade el deseo de abrir la puerta del hogar, salir y cerrarla tras de mí. El viaje representa todo aquello que nosotros mismos no acabamos de entender completamente sobre nosotros mismos: los comportamientos que mostramos frente al otro ―concreto o abstracto― y que el otro nos expone, dando pie a la interpretación y al juicio.
Durante el viaje sufrimos una constante reformulación de lo que somos, en función de los “accidentes” que tienen lugar en el mundo exterior. Es en el encuentro con los otros que damos real contenido a palabras como cultura, costumbre, tradición. Pero hay que tener en cuenta que buena parte de la experiencia del afuera no sucede en espacios estáticos, es decir, no se limita a nuestra concurrencia a sitios determinados (un restaurante, una plaza pública, un hospedaje temporal); transcurre en los desplazamientos, en los diferentes tipos de transporte o en nuestros propios andares por el mundo. Aeropuertos, centrales de autobús, puertos: puntos de inflexión donde converge la totalidad del mundo.
El viaje no es unísono. Hace un año, cuando abordé un avión a Bogotá ―el primero de una serie vertiginosa que me llevaría a Medellín, Cartagena, Aracataca, Santa Marta y Riohacha― estaba emprendiendo, en realidad, múltiples viajes rizomáticos. Me desplazaba también a Macondo, al apartamento del amor entre Fernando y el sicario Alexis, a las fiestas desaforadas de Cali con María del Carmen Huerta. Sin la pétrea armonía que exige la lectura, el viaje es un contrapunto, danza de clavicordios entre el mundo de la lengua y el mundo de la materia silente (leer en los aviones me parece un pleonasmo inaceptable).
La viajera, el nómada, la turista, el caminante, todos somos criaturas de intermitencia. Llevamos hogueras parpadeantes de recuerdo, leños de nostalgia que arden caprichosamente a la menor provocación. No somos héroes; ninguno tiene a Troya o Ítaca en los extremos; a nadie aguardan, vegetando en el olvido, Penélope y Argos, pues ellos también buscan su periplo. El viaje no es aventura (vaya pensamiento más desesperanzador). Terminado el viaje, deshecho el beliz ¡qué decepción nos espera! Quien persigue en los confines del planeta la emoción que en su terruño adolece, descubre ―sin necesidad de buscarlo― que el sentimiento es compartido en cada país y comarca; que la empresa nada tiene que ver con lo exótico del mundo natural o el deslumbramiento de lo nuevo, sino con la añoranza por los rostros y voces que pueblan el recuerdo y cultivan la melancolía. El viajante es intermitente, el horizonte es la intermitencia. Y viajar, que lo sepan, no amplía el horizonte, más bien, permite aceptar la estrechez de su línea, que resulta inalcanzable por igual en cada rincón del planeta.
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Un día, entre los callejones de la Salamanca de Calisto y Melibea, un guitarrista me hizo pensar en “lo envolvente” de la cultura viajera. Pensé, mientras los abigarrados muros de la catedral hacían estragos con mis ojos, que los viajes, como la música, están confeccionados a imitación de la naturaleza. Envolvente por antonomasia, el planeta nos ha dado las dunas, los remolinos y vórtices, las brisas que dibujan figuras en la arena. La humanidad imita lo que observa; el afán de movimiento nos es dado por las cosas del mundo. Sin embargo, los viajeros somos minoría frente a la cultura sedentaria. Esto ocurre, desde luego, porque el mundo está equivocado y la humanidad vive en pugna con la naturaleza.
En ocasiones también tengo el impulso de quedarme quieto. He llegado a la conclusión de que no me gustaría “vivir” en otro lugar. ¿Qué significa esa palabra, en todo caso? Tener una cama, un comedor, un baño propio; tener una vida sentimental, ya sea en pareja, en trío, en cuarteto o ad infinitum; una vida sexual, otra laboral; tener algo que hacer con las horas de los días sin necesidad de zarpar en cruceros o andar bajo la tierra en los trenes. No, mis viajes no son hacia “la casa”, tampoco es a las “raíces”, como plantea Olga Tokarczuk en su novela Los errantes. Yo voy más bien en pos de la resina, de un líquido ambárico que compone el flujo de los sueños.
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Hay formas de viajar que se asemejan a la rapiña. Tras el huracán Catrina, se implementó una serie de recorridos guiados por las zonas del desastre; en Medellín existe una red de prostitución especialmente diseñada para los turistas. En general, todo aquel que pueda pagar en dólares y en efectivo; también en Colombia, concentrado en Antioquia, se ha forjado una enorme industria alrededor de la figura de Pablo Escobar; existen múltiples servicios en ciudades de Estados Unidos que llevan a los clientes a las casas donde ocurrieron crímenes emblemáticos, donde nacieron famosos asesinos o se llevaron a cabo matanzas y actos de terrorismo. Hay viajeros que sobreviven con carroña, motivados por el morbo y alimentando esa cultura de la violencia, la cual conculca la empatía hasta las raíces. El viaje no está exento de ética. Lo quieran o no, lo sepan o no, quienes recorren el mundo también lo transforman y esto, en el fondo, es un acto de política.
Viaje y migración no son lo mismo: el primero nace del deseo, el segundo, de la desesperanza. La migración es inherente a la humanidad y una constante visible en el mundo globalizado. Solemos identificarla con la apabullante multiculturalidad de países como Estados Unidos o buena parte de Europa, que reconocen en su historia el influjo que las diásporas han tenido para su conformación como estados. En cambio, poco reflexionamos sobre el carácter migrante o híbrido de países como México, donde la historiografía ha pintado otros paisajes. El “mestizaje mexicano” está marcado por la colonización ibérica, el bárbaro comercio de esclavos africanos y la supervivencia de los pueblos originarios. Se trata de una línea identificable en nuestro horizonte temporal, frente a otras que se difuminan o han sido difuminadas por los proyectos nacionales. Algunas han dejado su marca diurna: la ola de refugiados españoles que huían del franquismo en el siglo XX o la gran cantidad de estadounidenses que habitan en territorio mexicano.
El regreso suele ser el horizonte del migrante. El abandono del hogar no es placentero, no es un proceso cómodo o exorbitante. Implica una renuncia de los códigos que dan significado y coherencia a la persona, aquello que le permite el desenvolvimiento cotidiano. En cierta forma, consiste en renunciar a la realidad conocida para adentrarse ―en el mejor de los casos― en otra con variables, cuando no implica el abandono absoluto de los parámetros de realidad.
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No sé dónde ni cuándo termina verdaderamente un viaje. No sé si la memoria de aquel comienza en el momento en que decides escribirla o hasta que superas la hoja en blanco y tecleas las primeras líneas; o si su gestación es anterior, cuando todavía son los pies los que marcan la sintaxis de un paisaje que exige la descripción. Cuando pienso en mis viajes, siento que he empezado a escribir sobre ellos mucho antes de encontrar palabras para nombrarlos. Porque viajar en sí ―coleccionar sensaciones, olores, músicas, voces, historias y sabores― es una forma ya de organizar el caos de la existencia, como en última instancia lo es la escritura.
Apagar las luces; cerrar la puerta. Abandonar la casa es un ritual sin fronteras. Creamos un hueco en el mundo, dejamos un espacio vacío, privado de nuestros cuerpos. No se trata de una renuncia, más bien, de una apuesta, una esperanza depositada en el futuro. “Hogar” es la certeza clara de que hay un sitio aguardando el retorno, impoluto y sin transformaciones. Desde luego, no es una entidad fija, la casa no existe en esencia. Se derrumba y se rehace a medida que nosotros también nos reinventamos. Bajo nuestras plantas o a la distancia, en esta tierra o en otra lejana, existe siempre como memoria o como promesa.
Ya lo han dicho Emmanuel Carrère y el I-Ching: “conviene tener un sitio a dónde ir”.
Autor: Rafael E. Quezada (Ciudad de México, 1995). Maestro en Literatura Mexicana Contemporánea por la UAM-Azcapotzalco. Autor del libro de cuentos El hambre del mundo. Fue ganador del premio Memorial 68 de cuento en 2015, del premio Punto de Partida de cuento en 2017 y del Concurso Iberoamericano de Ensayo para Jóvenes F.C.E. en 2017.