Creo en ti, padre,
que examinas el vientre de los automóviles con las manos manchadas de grasa,
que tallas la madera con una hoja de afeitar con esas mismas manos de lobo doméstico
con la piel ya gastada y los pulmones vacíos como globos deshinchados y rancios
de tanto fumar a escondidas,
un hombre libre, ¡el orgulloso domador de los caballos!, reducido a ocultar el tabaco en el lavabo.
Creo en el hombre que me miraba con sus ojos marinos encerrados tras los cristales de
unas gafas de sol de los años setenta,
el que me abofeteó hecho fuego porque me atreví a pronunciar su nombre, un dios
colérico,
un hombre con una hoguera ardiendo en los puños,
con la fuerza de un cuarto ángel
y las alas arrancadas a mitad de vuelo,
perplejo por no saber nunca lo que estaba ocurriendo,
prisionero al fin de su propia piel.
Creo en ti, padre, el último de los cadáveres, cadáver hoy también tú mismo y cadáver
ya en vida,
nunca más que la fotografía del carnet de un hombre sonriente sin valor ahora
cuya sonrisa última ha quedado congelada en el ámbar de esa tarjeta que sostengo en
las manos.
Creo en el cielo y en la tierra
que creaste para ti y para los tuyos
en aquella vivienda en que nos hacinábamos todos nosotros
y en la que no conseguí una cama fija hasta los doce años.
Creo en el aire contaminado y turbio, en las tres chimeneas
y en aquella perra blanca que vivía en el garaje, con su lomo lanudo y su ladrido suave.
En esa tierra creo, en las horas alargadas como cera que arde en invierno
y en el metrónomo de la máquina de coser Singer,
en mi madre contando los puntos del patrón con el alfiler en la boca
y una cinta métrica y un lápiz
en las manos,
o pasando, mucho antes, las cuentas del rosario con un murmullo de pájaro,
con el murmullo del pájaro en que al final se ha convertido.
Creo en el paraíso que perdí con apenas cuatro años, como creo en los hospitales en los
que me abandonabas cada noche,
en las agujas que me arrancaban la sangre y en los ojos vendados y en el terror que me
atenazaba el estómago y que trataba de encubrir fingiéndome un valiente,
el capitán de un cuento agriado, el imponente señor de las lágrimas y de los gritos, El Llamado a No Ver La Luz, ¿lo sabías, padre?
¿Me abandonabas cada noche aun sabiendo todo eso?
Sé que amabas la tierra y el trigo, que te arrebaté con mi terca enfermedad el descanso
en que te habías instalado,
que descendiste por mi culpa hasta el agua malsana que limpiaba la orilla del mar
entonces
y que solo viviste un constante apagarse y un constante arrastrase
hasta disolverte en ese único recuerdo,
en esa fotografía.
Pero tu hijo ha reptado también por el desierto, ha descendido a los infiernos y ha
resucitado tres días después de entre los muertos,
de manera, padre,
que ahora puedo entenderte y sentarme a tu lado,
pues te veo al fin como eres,
sólo voz, sólo aire, carne apenas, congraciado por la fuerza de los años,
convertido en la estampa del padre que aparece en mi primer recuerdo:
un hombre sólido mirándome tras los cristales verdes de esas gafas de sol que te
envidiaba,
el de los ojos azules sin sombras ni nubes, solo azul, solo mar,
porque qué sólido eras entonces, padre, y como te doraba el sol la piel y qué
despreocupadamente podía vivir a tu lado.
Sé que ahora, muerto ya, has sabido perdonarme y mirarme como al hijo que
verdaderamente hubieras querido que fuese
pues ni siquiera el rencor subsiste para siempre.
Padre.
Autor: Miguel Ángel Zamora (España, Jaén, 1965). Desde 1969 radica en Barcelona, ciudad en que compagina la abogacía con la creación literaria. Ha publicado las novelas Nego (2000), Noticias del hielo (2007), Matar a Tiziano (2016) y El evangelio según la CIA (2018), así como los poemarios Cuaderno del Caos (2001) y No recuerdo la Nieve (Premio nacional de poesía Antonio González de Lama, 2022).