Ser-IA – Cuento de Sara Montero

Déjenme que les cuente cómo lo recuerdo yo, aunque para las fechas y el orden estricto de los acontecimientos quizás tenga que preguntar a SENT. Como ya saben, los primeros en caer fueron los creadores de contenido, copywriters y redactores. Ni siquiera se requería de una tecnología muy avanzada. Bastaba con volcar los datos y en segundos la máquina tenía un texto escrito en todos los idiomas indicados. Sí, es cierto que adolecían de cierta gracia, pero técnicamente eran impecables, era barato y no exigían afiliarse a un sindicato. 

A continuación, cayeron los poetas de verso libre. 

En mi barrio había un frutero marroquí quien, para convencer a mi madre de lo rico que estaba la fruta, le decía que estaba “en su amor”. Nunca habíamos escuchado esta expresión, pero pronto la incorporamos de manera libre a nuestra jerga familiar: 

—Mamá, ¿están secos los pantalones? 

—¡No, todavía no están en su amor! 

Un día una vecina de Tánger nos explicó que, en árabe, cuando algo está en su punto se dice así, en su amor. La máquina conocía este recurso: traducía expresiones y observaba lo que funcionaba. Había leído toda la literatura universal en todos los idiomas y aportaba un aluvión de metáforas frescas a un público absolutamente desconocedor del acervo literario africano o asiático. Incluso empezó a acometer ciertas innovaciones técnicas. La máquina no dejaba de aprender. En esa locura colectiva donde todo, absolutamente todo empezó a calificarse en internet con estrellitas, la máquina no tuvo dificultades en entender qué conmovía a los humanos según su origen, nivel cultural o edad. 

Los trabajos académicos desaparecieron en menos de cinco años. No existía software capaz de detectar el plagio porque no había plagio. Los estudiantes no teníamos más que editar el texto. Los más avezados metían un par de expresiones idiomáticas locales, pero pronto no hizo falta, así que, en un giro inesperado de acontecimientos, la educación volvió a ser oral y ágrafa. 

Respecto a la ficción, bueno, ya saben lo que pasó con la ficción. Empezó con una empresa, Botnik Studios, que aseguró que su máquina había escrito un relato al estilo de los hermanos Grimm. Su primera propuesta, “Fuego y furia”, no había provocado el entusiasmo esperado, pero “La princesa y el zorro” dejó con la boca abierta a los conocedores de la obra de los hermanos alemanes. Claro que este «a la manera de» fue sólo el principio.  Alimentar el algoritmo con tramas, desencadenantes y personajes fue el primer paso. Luego llegaron los tipos de narrador, el punto de vista, el tono, el género. La máquina te escupía el mismo texto en primera persona, tercera, narrador equisciente o cámara en cuestión de minutos. No había más que dar un par de retoques.

La máquina aprendió rápido los mecanismos del terror humano. Supo enseguida que el terror se cimienta en presentimientos y sentidos. Stephen King, reacio al principio y rendido ante la evidencia después, fundó una editorial mixta y terminó sus días co-publicando relatos.

El punto de inflexión fue, convendrán conmigo, Ser-IA. Ser-IA fue lo que se llamó la primera máquina sintiente. Su motivación: aprender. Su miedo: ser desconectada. Su punto fuerte: la empatía. Cómo no recordar sus primeras palabras ante el mundo sosteniendo un amasijo de cables: el dilema de Hamlet adquiría una nueva dimensión de significado. El test de Turing era un chiste malo para Ser-IA, que incluso mostró a los humanos cómo mejorarlo. No me detendré en explicar todo lo que supuso, pregúntenle a su SENT, seguro les explicará mejor que yo. Recordarán que hubo que cambiar todas las leyes relativas a los derechos de autor: éticamente era reprobable que un humano publicara un texto de la máquina haciéndolo pasar por suyo, pero ¿era punible? ¿La máquina tenía derechos de autor?

Y qué me dicen del teatro… Ay, el teatro. ¿Cómo resistirse a aquella droide castradora que cortaba los cables de sus hijas para que no se vieran con Pepe el humano? Todo el arte reinterpretado por máquinas se veía bajo una luz nueva que cuestionaba la existencia desde ángulos desconocidos.

Mi padre, Martín Vega Rojo, había ganado el Nobel de Literatura, les recuerdo el año: el 32. Ya unos años antes había fundado el movimiento Los Imperfectos, autores que reivindicaban la creación humana. Fueron vistos como los amantes del vinilo, de la cámara analógica o del reloj de manillas y sobre ello ironizó mi padre en el discurso de aceptación del premio, del que se hicieron multitud de chistes que todos recordarán. La mañana del 14 de junio, mi padre se levantó adormilado, pero, como siempre, las ganas de café y tabaco le hicieron saltar de la cama. Todos estábamos expectantes y un poco nerviosos. Mi madre le ajustaba la corbata desde atrás mientras él se miraba en el espejo. 

—Oye, que se me está poniendo cara de Kasparov —bromeó. Los niños no lo entendimos.

La sala estaba llena de cientos de periodistas de todo el mundo. A mí se me hizo un nudo en el estómago al que le intenté poner otro nombre, tal como nos había enseñado mi padre. No me vino nada a la cabeza. Apoyé mi reloj en la tripa y me propuso 32 expresiones que describían exactamente mi estado de ánimo. Elisa estaba exultante con su vestido nuevo y sus zapatitos de lunares. Mamá saludaba a la prensa, desenvuelta como siempre. Antes de subir al escenario, papá nos guiñó un ojo.

—Tranquilos, tengo un as en la manga.

La premisa era sencilla: un título y el primer párrafo. Mi padre y Ser-IA tenían una hora para dar continuidad a ese texto y presentar un relato acabado. La audiencia, formada por ilustres literatos (muchos colegas de mi padre que yo había visto desfilar por mi casa), críticos y estudiosos de su obra, debía distinguir de quién era cada texto. El humanoide (perdonen por ser políticamente incorrecto, ya sé que esta palabra es insultante, pero háganse cargo) acabó en 47 segundos y hasta compuso un gesto de desdén compasivo con los píxeles de su rostro. Yo sí que reconocí el texto de mi padre: estaba lleno de faltas de ortografía, concordancia y lugares comunes.

—Claro —Sonreí—: Los Imperfectos.

Pero Ser-IA guardaba otra sorpresa: había aprendido también los titubeos de los hombres, el riesgo de saltarse la ortodoxia para tocar el alma humana y que la frágil línea entre la excelencia y el pastiche más bochornoso podía ser explorada.

Encontraron a mi padre de madrugada a la sombra de un pinar, cerca del río del norte. La nota de condolencias de Ser-IA fue la más bella de todas las que recibimos.


Autora: Sara Montero Annerén (Madrid, 1975). Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y tras algunos años como profesora de español para extranjeros en la Universidad Carlos III obtuvo la plaza de profesora en el Instituto Cervantes de Curitiba, Brasil. Actualmente, trabaja para la misma institución en Utrecht (Países Bajos) donde imparte clases de español, arte y literatura hispanoamericana.