Pasadas las seis, como cada tarde desde su internamiento, Gil volvía del ala de los permanentes, donde acababa de visitar a Prudencio, locuaz espécimen cuyas tediosas divagaciones soportaba a cambio de un cigarro. Yendo por el pasillo, rumiando aún las palabrejas rimbombantes que adornaban el discurso de su única fuente de nicotina, escuchó una bella música brotando por una puerta entornada. Asomándose, vio a un hombre dormitando en un reposet. Era alto y gordo, lampiño como foca. Su rostro imberbe, cachetón y liso recordaba al de un querubín. Si su fisonomía hablaba de alguien a lo mucho en sus cuarentas, la bolsa con orines que descansaba en su regazo, al lado de una biblia abierta en Mateo 19, le daba un aire de decrepitud. Sobre un buró contiguo a un librero copioso, un gramófono reproducía una sonata para piano.
—¿Espiando o qué?
La voz, grave y gangosa como una nota baja de fagot, y dotada de ese timbre burlesco tan propio del instrumento, lanzó un escalofrío por la espalda de Gil. El hombre lo miraba con ojos de cachorro manso a los que el ominoso barítono imbuía de una vigilante astucia.
—RCA Victor —observó el visitante por salir del paso—. Esos ya no se consiguen.
Sendas chapas colorearon los cachetes lampiños, asemejándolos a nalgas rozadas de bebé.
—¡Si le contara, joven…! —ponderó la voz profunda y nasal, que no casaba con el semblante de angelote aunque sí con la corpulencia—. Fue allá por el treinta y nueve. Schnabel acababa de grabar las treinta y dos. La noción de escuchar el Nuevo Testamento sin salir del hogar, sin necesidad de piano e intérprete o pianola, era inaudita. Ya ahora, con toda la tecnología, que si el Dístmang o el Áipoc y no sé cuántas vaciladas, semejante trabuco como el Victor respira obsolescencia, pero para mi generación fue prodigioso. Yo, en lo personal, prefiero lo de antes. ¿Que la fidelidad se pierde? Concedido. Ahora dígame: ¿en casi un siglo, qué pianista se le ha acercado al gran Arturo? ¿Mhhh? Ya no hay pasión, joven; los nuevos ejecutantes se ahogan en un ponto de virtuosismo y de minucias técnicas, pretiriendo lo espiritual. Y el Victor, con su aguja gruesa, con su raspado de grava, logra transmitir como ningún otro aparato la robusta concepción de Schnabel. Mire nomás… —Elevó un índice, los ojos fijos en la pared—. Escuche… ¡Qué bárbaro! ¿No cree?
El gargantúa, que daba por conocidos términos como “las treinta y dos” y “Schnabel”, ignoraba la olímpica ignorancia de Gil con relación a todo ello. ¿Allá por el treinta y nueve? ¿Él, que ni una arruga tenía? Bueno, después de todo, debía recordar adónde había ido a parar…
—A mi abuelo le fascina —mintió Gil.
—Su abuelo tiene buen gusto. ¿Cómo se llama usted, joven?
—Crisóstomo.
—Éder. Encantado. Pase, no muerdo: ya no tengo dientes, jojojó.
Su risotada, al contrario, reveló dos hileras saludables y blanquérrimas. Intrigado por su peculiar carácter, Gil le hizo un rato más de compañía. Al poco, su anfitrión puso cantos gregorianos. Al filo del ocaso, hubo una pausa en la conversación. Como si de pronto se hubiera olvidado de la presencia de Gil, aspirando profundamente, Éder entonó una plegaria sobre aquel fondo de sonoridades místicas:
—Señor, ten piedad. ¡Acepta mi humilde sacrificio! Pues mientras que ni en nacer así ni en sufrir la misma suerte a manos de los hombres hay nada meritorio, ¡algún reconocimiento es debido a los que nos hacemos así por voluntad propia, en aras de tu Majestad…!
Desde el umbral, una enfermera anunció con afectuosa jovialidad que ya era la hora de los chochos. Ante el ensimismamiento de Éder, Gil salió sin despedirse y enfiló hacia su cuarto, sito en el ala de adicciones, donde pronto le llevarían la cena. La tarde siguiente, al término de la terapia grupal, regresó al ala de los permanentes y le sacó la sopa a Prudencio.
*
Desde que entró al mundo, Éder Mascorro dio indicios de senilidad prematura: nació una Nochevieja. Antes de cumplir dos años, coprotagonizó un anuncio para una marca de pañales. Mojoncito acababa de sacar su nueva línea para adultos mayores, y adhiriéndose al eslogan, según el cual Mojoncito te acompañaba toda la vida, el pequeñín hacía mancuerna histriónica con un anciano que, en el comercial, representaba al bebé en su etapa senecta. En términos estrictamente guionísticos, podría decirse que Éder, a su año y medio, ya estaba bastante cateado.
No bien tuvo uso de habla y razón, se enamoró del gramófono de su abuelo y de una biblia ilustrada que había pertenecido a su hermano mayor. Sus días más felices fueron cuando hizo la primera comunión y cuando escuchó, en un radio de bulbos también de su abuelo, la Messe de Notre Dame. En la primaria le pusieron Matu, apócope de Matusalén, sobrenombre de una justeza antonomástica debido a sus anticuados gustos musicales y a las opiniones reaccionarias que profesaba en materia de religión y de moral, como si no fuera un niño el que las declamaba con inusitado fervor, sino un barbudo patriarca bíblico. Lo escandalizaban las licencias amorosas entre el alumnado, y aunque un par de niñas llegó a interesarse en él, las rechazó por igual. El apodo persistió en la secundaria. Para entonces había pegado el estirón. Éder se señalaba de sus compañeros no sólo por su altura, sino por su abundante pelo en pecho (como Esaú), un vozarrón y una barba de profeta. Delgado y de no mal tipo, hubo un par de avances de muchachas atraídas sobre todo por estos signos de virilidad, pero Éder salió incólume de la preparatoria, período en el que encauzó la elocuencia hacia lo escrito, publicando artículos en la célebre revista Con el Jesús en la boca. Como regalo de graduación, en lugar del socorrido viaje al continente que por causas adjetivales tendría que haberle congeniado, pidió una astilla de la Cruz que a sus padres les salió en un ojo de la cara, y el gramófono y la colección de discos de pasta de su abuelo. A tal grado llegó la convicción de Éder sobre su atemporalidad que reprobó el examen de admisión a Contaduría, por usar ábaco en lugar de calculadora. Habiendo fallado en ulteriores intentos, su madre solicitó que se le aplicara una prueba de CI. Los resultados fueron impactantes: Éder tenía la edad mental de un señor de ochenta años, con toda la sabiduría adquirida pero con una buena dosis de alzhéimer para olvidarla. A partir de ahí, los señores Mascorro se resignaron a cargar con un lastre por el resto de sus días.
Ellos, con todo, albergaban sus propios planes: habiéndose jubilado, decidieron incursionar en un ámbito que siempre les llamara la atención: la enología. Apenas se hubo enterado del recorrido que ambos emprenderían por Baja California, el adusto puritano les encajó una regañiza que los dejó de una pieza. ¡Par de beodos! ¡El ir a misa los domingos no era un salvoconducto para la intemperancia! Ellos lo mandaron a volar, y él les advirtió, al momento en que la puerta se cerraba en sus narices, que volando irían los dos directitos al infierno.
Fue la primera de una serie interminable de reprehensiones. La pareja de ancianos no estaba dispuesta a rendirse a la tozudez de quien se creía uno. Éder aumentó las invectivas, motejándolos de herejes y viciosos, escondiendo el tirabuzón y bautizando en exceso las botellas, pero ellos no dejaban de asistir a congresos ni de conocer rutas vinícolas. Hasta que una tarde, en una hacienda en Querétaro, mientras degustaban un tinto local, ya un tanto achispados y de buen humor, urdieron una chanza contra el aguafiestas.
En cierta ocasión, durante una de las excursiones parentales, una monja tocó a la puerta de la casa. Habiendo sido admitida, se presentó como sor Ignacia, de las benedictinas.
—¡Como la de Bingen! —rugió entusiasmado Éder.
La hermana se confesó admiradora de sus artículos. ¡Qué sabiduría, qué garbo, qué poder suasorio! Esto diciendo, extrajo de un morral una botella. Antes de que Éder tronara contra la invasión de la materia espirituosa al recinto donde estando ausentes sus padres sólo se le daba venia a lo espiritual, sor Ignacia apeló a su benevolencia explicando que las hermanas estaban por lanzar un rompope al mercado, para recaudar fondos en beneficio de los expósitos. Éder aprobó la buena causa, haciendo, sin embargo, un distingo sobre el medio para ejecutarla. Ella observó que el fin justificaba, en ocasiones, los medios, y que la laceria en que vivían estos pobres corderitos las había oprimido a actuar con determinación. El Todopoderoso, con su omnisciencia, con su misericordia infinita, a veces pasaba por alto ciertos pecadillos en pro de la caridad.
Éder claudicó a tan sabios razonamientos. ¿En qué podía ayudarla? En algo muy simple, dijo ella: pergeñar un eslogan. Era una comisión que, por la trascendencia de todo el proyecto, sólo podía ofrecerse a un cálamo a la altura del suyo. Claro que antes tendría que catar el producto: para darse una idea…
A regañadientes, accedió. Un solo trago. Nada más. Pero este rompope tenía una graduación del setenta por ciento. Y él, que en su vida había probado alcohol, se puso alegre. La religiosa pasó de la amabilidad fraterna a una afectuosidad cuyo tenor incestuoso, lejos de escandalizar al hermano en Cristo, lo endureció. Ella, por su parte, no se hizo del rogar: arrancándose el hábito, que sospechosamente contaba con broches de velcro, reveló una desnudez a la que el gazmoño correspondió al punto. Se besaron, se acariciaron, y antes de consumar la pasión, la Nacha, como la llamaban los habituales, postró a Éder a cuatro patas y, cual un sometido Aristóteles, lo cabalgó en cueros.
Al despertar, Éder estaba solo. Entre el mareo y la cefalalgia, como un relámpago le vinieron en tropel las imágenes de la víspera. ¿Había sido real? ¿Había soñado? La conjetura onírica no era menos desmoralizante que la primera. ¡Conque un súcubo lo había violado en sueños! ¡Robarle la virginidad a los treinta y tres, la edad a la que el Salvador fuera robado de la vida! ¿Así lo recompensaba Aquél por quien tanto luchara? ¿Así pagaba sus ofrendas de agradable aroma? Qué poco lo conocía. Ah, pero su más leal siervo le demostraría a cuánto llegaba su capacidad de mortificación… Y en efecto, asaltando la cocina con pasos firmes, tomó un cuchillo para carne y, henchido de orgullosa tenacidad, se castró por causa de su propio reino.
Autor: Rodolfo Ruiz Vázquez (Ciudad de México, 1987). Narrador. En 2011 obtuvo el segundo lugar, correspondiente a la categoría de crónica, en el concurso organizado por la revista Punto de partida. Ha publicado en las revistas Punto de partida, Punto en línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta y Almiar.