La herencia más valiosa que me dejó mi abuela es la manera de conocer el mundo.
Ella llegó a la Argentina entre millones de inmigrantes que escapaban de la guerra y el hambre. La familia fue a vivir en el campo, en una de tantas colonias agrícolas.
Mi nonna Marianna había nacido en un caserío de Italia, colgado en las faldas de una montaña. Cada vez que yo la visitaba, le pedía que me contara cómo era el lugar del cual venía. Sus relatos me hechizaban.
Solía decir que cuando llegó a este país la impactó el contraste entre un paisaje y otro, pero que en poco tiempo aprendió a aceptar esas diferencias. Desde niña se había sentido abrazada por los montes; algunos, pintados con el verde intenso de los pinos; otros, con las cimas nevadas, blancas como el velo de una novia. Recuerdo que me decía sus nombres —las palabras italianas que sus padres le habían enseñado: Monviso, Tre Denti, Freidour—. Mientras la escuchaba, yo intentaba sin éxito imaginar cómo serían esos sitios, ya que mi geografía se limitaba a una llanura en la que podía ver el horizonte desde todas partes. Mi imaginación infantil no alcanzaba para representar esas cordilleras que ella describía. Era demasiada grandeza para mí.
Mi abuela y sus hermanos solían caminar por las laderas del Tre Denti buscando castañas para asar durante las noches. En esos paseos, la curiosidad que la caracterizaba la llevaba a detenerse y observar todo lo que había a su alrededor. Así, empezó a distinguir las gamas del verde en cada planta; los matices del dorado en las hojas otoñales; aprendió a reconocer los colores del arco iris según cómo la luz cambiante del sol brillara en las cumbres alpinas.
Los últimos días antes de viajar hacia la nueva patria, mi nonna recorrió esos lugares para aspirar el aroma de los abetos y el aire puro de la montaña, para acariciar la corteza de los cedros y escuchar las voces de los pájaros. Quería traer ese bagaje para no olvidar su origen, pero también para transmitírselo a sus hijos y nietos. Así, ese universo natural envolvió para ella la tristeza de la despedida.
Cuando llegó al campo, se sintió desvalida: el espacio era infinito, ya nada la rodeaba, excepto el vacío. Así inauguró el vaivén entre “acá” y “allá”. Allá el sol se escondía temprano detrás de las montañas; acá podía seguir su trayectoria hasta ver cómo se perdía en ese horizonte inalcanzable. Allá había árboles que acá no existían y los animales que conoció no eran como aquellos. Sin embargo, podía describir cada cosa sin vacilar.
En cada una de mis visitas, ella buscaba liberarse de sus tareas para llevarme de la mano hasta los sembradíos. Lo primero que hacía era pedirme que observara.
—¿Qué ves? —me decía.
—El trigo.
Mi abuela insistía, preguntándome qué otra cosa podía ver. ¿Todas las espigas eran del mismo color? ¿Podía comparar ese dorado con el de algo conocido?
Después me hacía cerrar los ojos para que usara sólo mis oídos.
—¿Escuchas el canto del viento entre las plantas? ¿Es siempre igual? ¿A qué te recuerda? Para mí es como una voz que habla bajito. En cambio, cuando es fuerte o es un viento de tormenta, me parece escuchar el aullido de los lobos que bajaban de las montañas.
A veces, los campos estaban sembrados con lino. Entonces, caminábamos descalzas entre las flores.
—¿No te parece que estas flores tienen el color del cielo? ¿No te parece estar caminando por el cielo?
Yo me esforzaba para dar con las respuestas a sus interrogantes, pero al principio no lo lograba.
Cuando ella y mi abuelo consideraron que ya tenían la edad suficiente para dejar de trabajar, se trasladaron a la ciudad. Allí la nonna continuaba estimulando mis sentidos.
—¿Oyes el ruido de los autos? ¿Podrías contar cuántos son? Allá, en mi aldea, no había autos, pero todo el día se oía el ruido de los zuecos de madera sobre las piedras de las calles. Había gente que iba y venía y podías entender algo de sus conversaciones. Acá las voces están tapadas por los ruidos de la ciudad. ¿Puedes darte cuenta? ¡Siente! ¿Y el olor? ¿Es igual al que respirábamos en el campo después de la lluvia?
Otras veces me llevaba a dar un paseo por la orilla del río.
—Cierra los ojos —A mí me parecía que con ella tenía los ojos cerrados todo el tiempo, pero que a la vez el mundo a mi alrededor era más amplio—. ¿Oyes el agua? En mi aldea también había un río, pero cerca estaba el molino donde llevábamos a moler el trigo. Cuando el agua empujaba las paletas de madera, el ruido era tan fuerte que me daba miedo. En cambio, acá es como el chapoteo de un bebé cuando lo bañan. ¡Escucha!
Con mi abuela fui aprendiendo a conocer el paisaje en el que vivía. Así lo recorro cada vez que cierro los ojos. Cuando estoy en un lugar desconocido, además de mirar, trato de capturar cada sonido, cada fragancia, cada textura.
Así, también, vuelvo a escuchar la voz de mi nonna Marianna haciéndome preguntas y enseñándome a ver el mundo con los ojos cerrados.
Autora: Liliana Fassi reside en Villa María (Córdoba, República Argentina). Es licenciada en Psicopedagogía, graduada en la Universidad Nacional de Río Cuarto (Córdoba, República Argentina). Publicó tres libros en los que recrea la historia de la inmigración en su país: En busca de un tiempo olvidado. Un viaje a mis raíces para recobrar historias de inmigrantes (El Mensú, Villa María, 2010), Pinceladas de la Pampa Gringa (El Mensú, Villa María, 2012) y Los hilos de la memoria (El Mensú, Villa María, 2018). Entre 2010 y 2019 integró nueve antologías editadas por instituciones culturales de diversas provincias argentinas y de Uruguay. Recibió Premios y Menciones en concursos literarios organizados en Montevideo (Uruguay) y en provincias de su país. Sus cuentos han sido publicados en revistas digitales de Estados Unidos, México y Guatemala. Brinda talleres y conferencias sobre inmigración destinados a niños, adolescentes y adultos. Fue prologuista y presentadora de libros de autores de su ciudad y de la provincia de Buenos Aires. Actualmente, su obra aborda un amplio abanico de temas relacionados con la condición humana.